Primera Variación sobre un Tema de Borges
Tryno Maldonado
Por tópico, por patente derecho de antonomasia, se tiene al ajedrez como el juego de reyes, el juego de Dahir. Pero pocos son los que han logrado horadar en el basalto de la naturaleza primigenia de tan soberbia creación. Largas y no poco febriles han sido las discusiones que Bioy Casares y yo hemos sostenido sobre el tema, traspasando en alguna ocasión su hermética vera, pero sin conseguir poner pie más allá.
El destino es curioso (mayores adjetivos resultarían aquí grandilocuentes). La auténtica historia del nacimiento del juego en mención vino a mí de manera excepcional. Cierto día recibí la visita de un demacrado hombre gris de avanzada edad en mi despacho de Buenos Aires. Sin articular palabra alguna, señaló con su tosco bastón las piezas estilo ruso y el aterrado tablero de ajedrez (atesorados obsequios de Silvina y Adolfo sin mayor función a la ornamental) que, sobre un estante, parecían haber venido aguardando ese momento hacía años. Entendí sus intenciones y, al cabo de instantes, nos vimos enfrascados en una partida arropada por un mutismo tan avieso como el desenlace en que, me imaginaba ya, desembocaría tan singular encuentro. De súbito, tras oportuno enroque, el hombre levantó su proterva mirada, mostrando a contraluz la adustez de un rostro cobrizo que en algún tiempo debió intimidar incluso a los espíritus más recios. Luego, en atropellado alemán, recuerdo que dijo:
"Comenzaré, Borges, por participarle de la existencia de un río que otorga la inmortalidad a los hombres; así como existe ese río, en mi alentada lógica de contrarios isócronos, existe otro que podrá devolverme el don de la mortalidad -ése tan envidiado por los dioses-. No pierdo la esperanza, como puede observar; sin embargo, ya Sófocles se preguntaba quién entre los hombres hay que descifrar pudiera el porvenir de los inmortales; yo tampoco lo sé; lo digo con pesar; créame.
"Pero permítame presentarme: mi nombre se compone de catorce grafías del alfabeto de Sem (anterior al fenicio, chipriota y sabeo). Es decir, mi nombre es infinito. Está inscrito en bajorelieve en ambas caras de la madre del Libro. Aritú lo conocía y, sin embargo, lo encubrió con el auxilio de Hermes. El ciego Abensida tuvo la paciencia, pero el resultado le aterró sobremanera, y el hispano-árabe Averroes corrió semejante suerte mientras desvelaba la obra de Abulgualid Mamad Ibn-Ahmad ibn-Muhammad ibn-Rushd. Si bien es cierto que me he visto obligado a asumir las veces de impostor y a conservar como recuerdos -suplantando faltantes memorias- sólo lo que sobre mí se ha trascrito, por boca ajena he reconocido como míos el libro que alguna vez dividí en Iyyunith y Maasith, el Temporis partus maximus, el libro de los peldaños que conducen hacia el Parnaso, el libro con los nombres de los muertos, la fosca tragedia sobre la ceguera y la locura, los poemas de la guerra y del timador, el libro de la llave y el cantar de ciento dieciséis versículos y ocho capítulos que obsequié al profeta Natán para deleite del justo rey que él mismo bosquejó a lenta forja, así como la obra completa de Sanchuniathon y Hannon. Al cabo de siglo y medio, me daré a la empresa de replicar el armazón del poema del timador y tendré detractores que, como sugirió el discípulo del sofista, me obligarán al exilio. Será entonces que intentaré trasvasar mi biblioteca en unos cuantos tomos y tal acto de soberbia me costará la vista. Algunos, en su sanchopancesca ingenuidad, me confundirán indistintamente con Baal, Asherah, Mot y Astarté, siendo esta última quien a mi casa (cuyas puertas son catorce y permanecen siempre abiertas) vuelve de manera eterna y sin invitación expresa. Los que descubran mi secreto habrán de juzgarme metacrónico por no estar ligado a las convenciones y restricciones físicas del tiempo; otros tantos me considerarán anacrónico por ir en contra de éste. Aceptaré un cómodo punto intermedio, un concepto que por ser cándidamente literario me gusta adoptar con ancha sorna: el de fugitivo de la tríada temporal concentrada dentro de un solo punto y cuyo fenómeno fundamental es el futuro, pues no conozco la eternidad, ya que ésta es privativa de Dios y sólo allí el tiempo encuentra su sentido (como tampoco conozco los dos puntos fijos de partida indispensables: Dios y la eternidad, no hablaré más del tiempo, así como ningún hombre debería hacerlo mas que como una simple consecuencia de los acontecimientos que tienen lugar en él); sólo "huyo de la muerte", sobrellevo los suplicios de una sobrenatural prolongación de la longevidad que mi cuerpo arrostra sin el normal proceso de mengua orgánica que los mortales llevan a cuestas. De mi situación lo que más deploro con ahondada manía es la no retención de la experiencia y sabiduría que la dilatación de mi existencia sobre el hilo temporal debiera concederme. Injusto. Lo sé. Soy limitado. In te, anime meus, tempora metior. Igual que ustedes, los mortales, soy poco más que una curiosa linterna que puede asimilar no más allá de los fenómenos que ilumina para concederles espacio y tiempo, situarlos dentro de las categorías del entendimiento, en especial tratándose de fenómenos supra-sensibles, y transportarlos al saber, allí donde termina el simple conocimiento, más allá de necias antinomias y paralogismos. Puedo transgredir las barreras de lo incognoscible, pues la razón anhela el saber absoluto, pero sigo restringido al continuo ciclo del olvido, y, he de reconocer, con el retraimiento de un reincidente mitómano que se delata con una mirada, que la memoria disfruta poniéndome vergonzosas trampas en su íntimo orden -el decurso de los siglos no impone mayor novedad que esa que el olvido misericordioso otorga-, pero sin lograr arrebatarme por completo los vestigios de mi origen.
"Por diversos textos me sé descendiente de la raza de Sem, cananeo de la señorial Ugarit, a quien, a diferencia de lo que el falso poeta hiciera con Troya, sus propios hijos negaran un canto digno para inmortalizarla. Sin embargo muchos remontan mis ligas a la línea del monarca de Akkad, Shargani-Sharri I, antecesor de Naram-Sin. Otras versiones aseveran que fue mío el oficio de Dédalo y que bajo mi ordenanza y sabio boceto fue que se irguió el templo de Melkarth, que en todo Tiro y Sidón no existía quién me igualase en el diseño de poderosos birremes y trirremes para el arte de la guerra. Esta última explicación abrazaría los torzales que en mi memoria vagan sobre la época en que Hiram, amigo del anciano David, requirió mis servicios para encabezar la delegación que colaboraría en el levantamiento del ambicioso proyecto de Salomón para resguardar, tras la imponencia de Jachin y Boas, el Sancta Sanctorum -flanqueado por dos ángeles de cinco metros de altura como desproporcionada imitación de los diminutos querubines que Jehová ordenó- y éste, a su vez, el arca que contendría el decálogo grabado en piedras de zafiro donde Jehová pactó -por vez segunda, pues a Moisés se le ocurrió que no sería tan mala idea proyectar las primeras contra el suelo- la antigua alianza con su pueblo. Si acepté, recuerdo con fugacidad, fue sólo por la amistad que a Natán algún día me unió. Más tarde el templo de Jerusalén sería destruido por Nabucodonosor, desapareciendo el arca en el suceso. Zorobabel, cuatro siglos después, ordenaría se irguiera un remedo del prístino templo, aparatosa construcción que Herodes demolió para crear su propia versión, de la que Tito se encargaría luego de echar abajo -aunque en realidad la tradición judía no distingue entre el segundo y tercer templo.
"Creo también haber presenciado el arrollador paso de Alejandro sobre Iso, abriéndose con bravura el portal de la costa para no encontrar luego resistencia alguna en Biblos, Arados e incluso Sidón; en Tiro, no obstante, tuvo que recurrir Alejandro nuevamente, dentro de su habitual inclinación, a la violencia. El sitio de Tiro duró seis meses, tras los cuales las murallas de la ciudad fueron derribadas y gran parte de sus supervivientes -entre ellos yo, al ser negado por el cobarde rey Azemilkos- vendidos como esclavos. Los siglos subsecuentes fueron para mí en extremo aciagos y tormentosos, por lo que me resulta infantil escuchar casuales afirmaciones sobre un límite para el dolor humano. Sufrí como nadie más los dolores de la carne y todas las formas de la más aberrante punición física -con la salvedad que mi cuerpo lleva a rastras la engorrosa condena de serle ajeno a la mortalidad.
"De tal sazón, he cambiado de identidad y patria como quien mudara de ropajes con la premura que obliga el saberlos infectos por la peste cada vez que los viste, incluso nuevos. Así, bajo un nombre que he olvidado, fui hashïshï a principios del siglo XII de la presente era. El ejército de los hashïshiyyïn se formó bajo las órdenes de Hasan-i Sabbah, quien, converso a la fe ismaelita, al contrario de la mayoría de sus compañeros da’i, no sucumbió ante las feroces dagas de los Sunni, atreviéndose a predicar en territorios dominados por Bagdad: terrenos yermos habitados por pueblos de añejo espíritu indómito, envueltos en jirones de distorsionada religiosidad musulmana y restos de zoroastrismo, de los que Hasan-i hábilmente supo ganarse la confianza para luego tomar con su ayuda las alturas de la fortaleza de Alamut -donde permanecería el resto de sus días-. Desde allí, Hasan-i desplegó una oleada de da’i y aumentó el número de seguidores y fanáticos que pronto tomarían posesión de los castillos de Maymundiz, Masyaf, Oa’in y Lamasar, construyendo algunos otros para retar con esto al poderío de los Sunni. Yo me vi involucrado cuando, por órdenes de Hasan-i, fui llevado junto a un nutrido grupo de jóvenes de talla atlética y carácter recio a un apartado sitio en las montañas donde, bajo los efectos del hachís, nos fue entregado un jardín tapizado por una miríada de incitantes maravillas que, por discordar de forma abrupta con nuestro parco modo de vida, pronto creímos una suerte de paraíso: repleto de mujeres de una belleza rayana en la perfección, de las que sólo en sueños podríamos haber tenido noción siquiera, y que, supimos al acto, estaban allí para entera satisfacción del más básico de nuestros instintos. De igual forma nos vimos rodeados de pródigas cantidades de los más elaborados manjares, bebidas, perfumes... ¡Aquello era el Paraíso!
"Los guerreros hashïshiyyïn inyectamos por mucho tiempo hervideros de pánico entre los líderes del Islam, y nuestro nombre, por el temor que infundía, ni siquiera era aludido por los cruzados: no temíamos morir, pues, de caer en manos de la dulce muerte, volveríamos al paraíso que una vez pisamos.
"No quiero turbarlo con las partes más oscuras de aquello que por convenido reconozco como mi propia historia, ya que razones muy diferentes son las que mueven mi visita; trataré entonces de ser lo más breve posible para no tornar tautológica mi ya de por sí poco hábil narración.
"Si por un solo momento concibiéramos la idea del tiempo esférico, como lo hacían los antiguos maestros -aunque no cíclico como los griegos y mucho menos lineal como hoy en día-, serían lugares comunes las más insólitas ciudades, las más inverosímiles historias, costumbres que por ajenas parecerían en principio retorcidas y personajes tan discordantes como los quiméricos habitantes de la antípoda. Entre dichas historias ha vuelto a mi mente -a propósito de sus charlas con Bioy Casares- una que cuenta el verdadero origen del juego que usted, Borges, o cualquier nombre en que desee envolverse de aquí en adelante (recuerde que conozco todos los nombres y jamás podrá engañarme), se ha empecinado en llamar Chess. No diga nada. Escuché las febriles pláticas que sostiene puntualmente con Casares. Advertí nuestro encuentro como ineludible. Lo advertí incluso siglos atrás. Que usted terminará arrebujado en tinieblas no es sorpresa para mí. Sé también que su conciencia es ahora un recalcitrante carmesí, y sé también de su primer aliento cúprico y tibio, aletargado por la entonces novedosa sensación de la sangre como impronta entre los dientes, porque, bien lo sabe usted, Borges, reiterado homicida, la sangre ajena derramada por propia mano forma un amargo sarro entre los dientes, incluso sin haber sido ingerida, siendo usted verdugo y víctima a la vez. No trate de ocultar que lo había hecho antes; que hoy ha reincidido también lo sé. A fin de cuentas el peso específico de un ser imaginario, de uno de sus personajes, es equivalente al de cualquier ser humano, y la conciencia encarna con encono el mismo rencor por la muerte deliberada tanto del uno como del otro. Mi oficio, mi arte, es otro, pero disponga de la integridad de mi lengua si es que ésta incurre en falacias ignominiosas al referirme con tal naturalidad al oficio suyo de homicida.
"La historia que quiero referirle tendrá, tuvo o tiene lugar en el tiempo donde las ciudades han agotado sus nombres o simplemente ya no les son necesarios, pues sus habitantes no guardan la mala costumbre de nombrarlas para evitar catástrofes como la de Ehrut (cercana a Jaehrut y alguna vez bañada por las aguas del Tzemut), donde la ciudad, envuelta en la rabia que fue urdiendo su propia historia, reclamó su verdadero nombre, enhestó sus elevados zigurats como si de poderosos brazos se tratasen y expulsó de sus entrañas a los moradores. Pero la Ciudad en la que se desarrolla nuestro relato es diferente. Quizás esta Ciudad aún no haya nacido... o tal vez haya expirado ya; sin embargo, me tomaré la libertad de utilizar el pretérito por llana comodidad.
"La Ciudad era así. En ella habitaba sólo un hombre. En ella habitaba sólo una mujer. Sus imágenes se extendían ad infinitum como en un colosal salón policromo de espejos, conformando de tal manera, ellos mismos, una multitud heterogénea. Los habitantes de la Ciudad derivaron pronto que el oficio de la creación es empresa de ciencia y no de fe (los dioses, comprendiendo que su labor allí resultaba fútil, rayana en lo bufo y estorboso, se marcharon con cabezas gachas). Se era libre de elegir una identidad, raza y lengua particulares, de tal suerte que en la Ciudad convergió la gran mayoría de las razas humanas en armoniosa y rica amalgama: uno podía pasear entre el arrullador barullo que la amplia diversidad de lenguas tejía al chocar inopinadamente unas con otras en los principales mercados. La Ciudad era el nodal del comercio en todo el continente, y ni siquiera la República Veneciana en mejores tiempos, o Ámsterdam en la época dorada, podrían igualársele en magnificencia. No eran maderas ni metales preciosos o especias con lo que se comerciaba; tampoco exótica gasa de Mequinez, seda china, satín o cualquier fina tela que a su mente venga, Borges; mucho menos esclavos, ya que la esclavitud no era propia del lugar y se castigaba severamente a quien la practicase. Quizá para usted suene ilógico y sumo extravagante, pero en la Ciudad lo más codiciado era la información (y es de suponer que hubiera gente dedicada exclusivamente a traficar con ella). No sé qué tan probable sea para usted la desequilibrada idea de una ciudad sin murallas más que las tácitas en sus invisibles fronteras; una ciudad que careciendo de gobierno conservaba un estado conferido a todos y a ninguno de sus habitantes a la vez, con la sola excusa de evitar el estado de naturaleza anunciado por el Leviathan; una ciudad adolescente de toda edificación física, suelo y paredes, o arrogantes palacios que evidenciaran y glorificaran el paso de sus natos al través de la historia. Así fue la Ciudad. En ella nació el juego, de entre los sueños de un hombre perteneciente a una cultura análoga a la hindú.
"Como bien lo sabe usted, Borges, la música es la medida del hombre, del universo entero, si consideramos la correspondencia 1:2 que se repliega de manera infinita sobre todo lo existente, como el efecto logrado al colocar un espejo frente a otro, tal como una octava se dobla y desdobla sobre sí misma en música. Así, si tomamos cualquier punto como centro (y no el centro simétrico como hizo Pitágoras con su cuerda, pues el universo bruniano no tiene paredes y por lo tanto cualquier punto arbitrario hará las veces de centro), un do central (el famoso ut quaent laxis de Guido: 512 hertzios) guardará la misma proporción con otro do tañido una octava arriba (1024 hertzios), tal como lo hará el universo en relación con el hombre, y éste, a su vez, con la partícula más pequeña alojada en su organismo; lo mismo sucede con la relación 2:3 de un intervalo de quinta perfecta como en la cuerda de Pitágoras, y la relación 3:4 de un intervalo de cuarta perfecta (llevaría un capítulo aparte desarrollar para el mismo caso el intervalo de cuarta aumentada o quinta disminuida, el tritono, el diabolus in musica, tan aborrecido en la Edad Media, cuando los rígidos preceptos de la tonalidad aún no se desarrollaban).
"Nuestro hombre era músico. Buscando desplegar toda esta simétrica perfección, se dio a la empresa de idear un juego que la condensara. Quizá supuso que la superficie debía ser compuesta por cuadrados gracias a Vitrubio (aunque bien pudieron ser círculos y cuadrados concéntricos). Pero entonces ¿porqué sesenta y cuatro escaques? Me dirá usted que es la correspondencia a ocho octavas ordenadas en hileras de ocho. Pero si tal fuera el caso faltarían los otros tonos de la escala cromática para un total de doce: un poco más de cinco octavas. ¿Dónde queda la simetría que debió estar buscando aquel hombre? Reconozco que el nuevo sistema armónico pantonal -¡jamás atonal, como varios obtusamente lo refieren!- que Schönberg propuso hace unos años sería ideal para aplicarlo en estas circunstancias; pero olvidamos que nuestros necios cánones occidentales no son válidos y, por lo tanto, nuestras hipótesis tampoco, pues he dicho ya que nuestro hombre desciende de una cultura que comparte muchas de las características de la que nosotros conocemos como hindú; ergo, las octavas en que el ingenio de aquel hombre se basó para crear el ajedrez no se componen de doce, sino de veintidós notas (por lo que algunos, en su decidida y egocéntrica ingenuidad, las consideran ‘microtonales’)."
Mi extraño invitado cortó su verba de manera deliberada y me exhortó a continuar con la partida, dejando que mi mente hilvanara el resto de la historia trunca. Así lo hice. Los indicios que me entregó fueron los suficientes para derivar que el juego de ajedrez tiene una relación íntima con la manera en que trascienden los ragas y los talas en la música hindú; que cada partida jugada en cualquier parte de la tierra tiene consecuencias -la mayoría ínfimas pero siempre manifiestas- en los mundos invisibles. Un raga ejecutado de manera defectuosa es una trasgresión a cada uno de esos mundos. Los talas están estrechamente condicionados a la capacidad y temple del jugador, y los ragas son las posibles ramificaciones por las que una partida va avanzando, de manera inconsciente, pero siempre predispuesta por fuerzas superiores que escapan a nuestra comprensión.
"Quiero que recuerde que cada jugador es un oscuro instrumento y no un artífice, Borges", concluyó el misterioso intruso y abandonó mi despacho, sin más, sin haber terminado nuestra partida.
Posdata de 1943:
A mis manos ha llegado un ajado ejemplar de The chess master magazine de Nueva York, donde, hasta la recesión del veintinueve, solían publicarse periódicamente algunos problemas de ajedrez, poesía del ajedrez, como la llamaban los chinos, y diversas trascripciones de partidas famosas. Entre dichas partidas encontré una que me sobresaltó como nunca antes material impreso alguno lo había logrado. Después de un minucioso análisis de la partida de apertura española entablada entre los maestros Tarrasch (blancas) y Janowsky (negras), caí en cuenta que, como en contadas ocasiones ha ocurrido en la historia, el juego había discurrido por senderos no contemplados en los modos ragales. La armonía de los mundos invisibles había sido alterada sin que alguien hubiese podido reparar en ello, y pronto sus consecuencias serían evidentes, irreversibles. El infausto incidente tuvo lugar cuando Tarrasch optó por mover R2C (en la jugada cincuenta y uno) y Janowsky respondió con T1D. Acto seguido Tarrasch va por R1A y -¡oh, destino cruel!- Janowsky mueve R2R.
Esto ocurrió durante el Torneo de Petrogrado... ¡En 1914!
El diagrama de la partida fue utilizado por mí para darle estructura a cierto relato incluido en el manuscrito de El jardín de los senderos que se bifurcan; pero al final opté por desecharlo de la edición, instigado por fuertes motivos personales que no expondré aquí, ahora, y quizá jamás.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Jul/01