Tema del secreto Stradivarius

Tryno Maldonado

Nota del traductor:

Mi deteriorada retención y las singulares condiciones en que escribo las presentes líneas, así como los hechos que narraré y la época en que éstos tuvieron lugar, harán las veces de una simiente de escepticismo en todo lector guiado por los prejuicios, o bien, predispuesto por lo que convenido se tiene por literatura, por ficción. Se me han agotado los argumentos, la paciencia, para reformar mi historia bajo la piel de la verosimilitud. Despliego los hechos tal cual. Que me crea quien dispuesto esté a hacerlo; nadie más. Presiento que no es mucho el tiempo que a mi razón le queda para seguir operando sin faltar a las estrictas leyes de la cordura.

Quizá no precise apuntar que me declaro inepto cuando se trata de exhumar demonios alguna vez inmolados para revestirlos entre palabras; cualquiera con dos dedos de frente podrá advertirlo a la milla. Haré un último esfuerzo, pues hoy me reconozco demasiado viejo y el lastre que más aborrezco es el que mi propia conciencia ha resuelto encarnar fieramente al discurso de los siglos (el tiempo puede ser el más eficiente, limpio y furtivo de los sicarios si se le sabe llegar al precio). Las horas pasan. Me duelen. Alguien, algo, ha blandido las manecillas del reloj en contra mía, ha volcado sus arenas sobre mí sin miramiento alguno, con ejemplar odio. La vida se me agota. Y es esta misma prisa la que ha comenzado a hilvanar mis palabras una tras de otra, dándome apenas escaso margen para volver la marcha.

Es cierto que se debe tener cuidado al momento de elegir amistades, pero he de acotar que más reservas deben ser tomadas al echarse a cuestas un enemigo. Especial es el caso y peculiar la tirria que prevalece entre los residuos de una amistad o una alianza rota, traducida luego en la más justificada y hambrienta de las animadversiones. Quizá la traición, una vez consumada, nos duela más por faltar a la ventajosa costumbre implícita en nuestros pactos que por los rostro familiares dejados atrás. La traición sucesiva a dos causas opuestas -en un universo vuelto dicotómico por la misma naturaleza del pensamiento humano- desembocará siempre en una terrible soledad a falta de una tercera para ocultarse. Tal es mi caso. Mi espíritu, alienado por el mal, provocó en cierta ocasión que Dios me diera la espalda, sirviendo esto, a la vez, como el perfecto señuelo de sangre que propiciaría la dulce y tentadora rapiña del Maligno. Pero hace muy poco lo he traicionado a él también.

A la fría tirada, se juzgaría tautológico o llanamente ocioso aducir al hecho de que todos los violines tienen de origen cuatro cuerdas; sin embargo, valdría reconsiderarlo desde la perspectiva del XV, cuando era común contar un encordado de sólo tres en experimentos predecesores a los nacientes violines formales realizados por Gasparo da Salò y el gran Andrea Amati a partir de 1540. De igual manera, parecería redundante afirmar que la cuerda de sol es la más fuerte y gruesa, pues fue ésta con la que me vi suspendido por el cuello desde una viga, como remedo de un péndulo que pactaba convulso para desertar a la vida aquella media noche del gélido febrero de 1737, después de haber visto cómo mi padre, urgido de unas monedas para mantener viva la flama del alcohol, vendía a mi madre cual reiterada prostituta por la infeliz cantidad de dos gigliati toscanos y tres liras. Empero, mi arrojado intento de suicidio quedó enclavado no más allá de la altura de un donoso acto de soberbia, que valió únicamente para patentar mi entonces abierta estupidez pueril; la improvisada ristra de cuerdas que me eché al cuello no soportó mi peso. Los estertores y los mal acallados aullidos de placer que Stradivari emitía al penetrar con violencia a mi madre resonaron por toda la casa como preludio a un ineluctable treno que, por obstinado y monofónico, me resultó doblemente humillante.

A partir de entonces he visto a Dios asomarse cada cuando por las ventanas, entre los postigos entornados, para tomarme a burla luego de desgañitarme en violentos espasmos, sin importar cuán lejos o a salvo me considere en esta, se ha convertido, perpetua batida a dos voces. Pero no me intimida su rostro ni su bruna mirada, no; me aterra el saberme atado a él: un dios inicuo que aposta, a guisa de grotesca mascarada, urdió desdeñoso la hilaza de mis días. Sin embargo, ignoro en qué exacto momento se abrió la veta que de manera eventual desembocó en el delta de mi apostasía irreversible.

Si bien, en estos tiempos de incertidumbre humana, soy conocido como Harald Forkel, en alguna época mi nombre fue Lucca Mantovani, de los Mantovani de Venecia. La línea de los Mantovani se vio en franco declive a partir de 1630, cuando la Muerte Negra estragó una tercera parte de la población veneciana, obligando a huir como ratas a cuantos hubiesen advertido los primeros brotes de la plaga. Mi progenitor, Girolamo Mantovani, perdió con tal suerte las ligas generacionales más allá de la que a mi bisabuelo le unía. Original de Saluzzo y otrora heredero de una tradición mercante en la República de Venecia, se vio obligado a recorrer buena fracción de Lombardía, haciendo en su juventud las veces de aprendiz de carpintero y armero o, bien, asumiendo la impostura de fabricante de pelucas e improvisado sepulturero a principios del XVIII. Su azaroso trajinar tomó por estación final a Mantúa, donde conoció a Martina Forkel, mi madre, la bella hija de un fabricante de cuerdas tirolés venido a menos de quien Girolamo ganó la destreza en el oficio de las cuerdas (y de quien yo me atreviera a hurtar el nombre unas décadas después). A la muerte de mi abuelo materno, el viejo Harald Forkel, en 1722, año de mi nacimiento, el matrimonio Mantovani se consumó.

Los tratados de Utrecht, Rastdat y Baden, entre 1713 y 1714, habían puesto fin a la Guerra de Sucesión Española, y el Imperio Habsbúrgico manejaba ya los destinos de Cerdeña, Milán y Nápoles. En Italia reinaba entonces un marcado ambiente de incertidumbre, apatía y decadencia. Si bien la división territorial y política no había alcanzado el grado de lo ocurrido en Alemania por esas fechas -ni qué decir del inaudito caos polaco-, la debilidad e impotencia exudaba por cada poro de nuestro territorio. Mantúa, mi ciudad natal, se instaló cómodamente entre mis recuerdos como un lugar extraño -sin más calificativos- a pesar de haber gastado allí toda mi infancia y parte de mi adolescencia. ¿Qué otra ciudad se ha hundido a causa de las propias virtudes que alguna vez la elevaron? No viene a mi mente otra. Con certeza me equivoco y no habrá sido ésta la única. Se trataba de una ciudad pletórica de riquezas y dueña de una ubicación por demás envidiable, estratégica, en el septentrión italiano: un puerto engastado entre el resguardo de montañas alpinas que España y Francia más de una vez se disputaron.

En Mantúa, como distante eco arrastrado a partir de un detonador, dominaba una bulliciosa actividad musical que tuvo su raíz en la época de Guillermo I de los Gonzaga, quien fungió como el gran mecenas que atrajo a Orazio Vecchi y Marenzio a su corte, disponiendo del mismo Giaches de Wert como su maestro di capella. El esfuerzo de Guillermo fue secundado por su hijo, Vicente I, bajo cuyo desahogado mecenazgo Palestrina y Monteverdi crearon parte de su obra, antes que los Gonzaga cedieran para dar lugar al dominio austriaco. En general, se respiraba un ambiente musical por toda Italia como consecuencia de la diseminación popular de la notación impresa que, sobre todo en el caso de sonatas para tríos, dejó de ser exclusiva de iglesias y escuelas gracias a las novedades de las técnicas de impresión. El intento por grabar la música utilizando planchas de cobre, en vez de los tradicionales tipos de madera independientes, había fracasado en la primera parte del siglo XVI, y no fue sino a partir de la publicación de dos libros de canciones a cuatro voces en 1586, impresos por Simón Verovius, en Roma, que la música grabada se volvió común. A pesar de su elevado costo, el grabado en planchas de cobre se difundió con gran éxito gracias a la claridad y limpieza que se obtenía en las líneas de los pentagramas y la nitidez en las notas que, de otra manera, no serían más que recortes y líneas torcidas, sobre todo en el caso de los más complejos oratorios y óperas. El madrigal vocal comía territorio y popularidad al lado del concierto grosso, la sonata y el espectacular concierto para solista que habían perfeccionado Corelli, Torelli y Vivaldi. No sería de extrañarse que la nueva y desmesurada afición de la plebe italiana por la música -quizá como una de las escasas posibilidades de evasión de la fría realidad- llevase atada como espectro ineludible la proliferación de una gran cantidad de constructores de instrumentos: desde los más consumados artistas de la laudería hasta los más tristes y completos charlatanes que no desperdiciaban oportunidad para timar al primer incauto, enjaretándole malogrados violines de materiales mediocres e, incluso, instrumentos teñidos mañosamente de color negro en el diapasón, el cordal y las clavijas para hacerles pasar por genuino ébano (ahora resulta difícil creerlo, pero no fueron pocos los embaucados, entre ellos algunos nobles de título recién comprado que se esforzaban lerdamente por representar de manera fiel su nuevo estatus).

Como he dicho ya, el oficio de mi padre fue el de fabricante de cuerdas y mi suerte, desde que me consideró apto para deshebrar los intestinos con la suficiente pericia para no estropearlos antes de que perdieran su tibieza, la de su ayudante. A partir de los doce años me vi agobiado por la empresa más tediosa que un adolescente inquieto -como era mi caso- pudiese cargar a cuestas. Antelándome a que el sol incendiase la atmósfera, debía salir hacia el matadero de Salvatore, el viejo de mente retorcida que se encargaba de surtirnos con las minúsculas ovejas del distrito de Berri, de intestinos tiernos pero fibrosos gracias a la pastura seca. En principio era el mismo Salvatore quien sacrificaba las ovejas; mi aversión hacia la sangre me impedía realizar el acto que él, en su demencia, tanto parecía disfrutar. Salvatore tenía malsanas costumbres y era común encontrar desgarramientos en el ano de las bestias (heridas que yo procuraba omitir, pues no me interesaba indagar a qué grado llegaba la depravación de aquel hombre huraño).

La maña y frialdad en mi labor, sin embargo, fueron en gradual aumento: una vez sacrificada una oveja me apresuraba a extirpar el intestino delgado con el mayor cuidado y velocidad posibles; era sumo menester que las tripas estuviesen aún calientes al colocarlas sobre la tabla diagonal para, con el dorso de la navaja, eximirlas de todo resto de sangre, bilis y excrementos antes que formasen marcas indelebles que pudieran volverlas inservibles. Los perros de Salvatore aguardaban sin falta mi despedida del matadero con la sobrada esperanza en un buen lío de tripas tibias: en la fabricación de cuerdas sólo se utilizaba la membrana fibrosa, desechando las membranas mucosa y peritoneal del intestino delgado a la altura del yeyuno.

Terminado el proceso de extirpación, aún de madrugada, me dirigía sin variedad hacia nuestra casa y taller, la otrora casa Forkel, situada en el centro de Mantúa, a un costado de la iglesia y colegio de San Iacomo, sobre la misma cuadra que el antiguo taller del reputado constructor de violines Pietro Guarneri (tío del mal afamado Giuseppe del Gesù de Cremona), quien fuera el mejor cliente de mi padre.

Tras la desdichada muerte de Guarneri, en 1730, los tiempos para mi familia se tornaron aciagos con la misma presteza de las sombras que rehuyen al volver de una pesadilla para verse inmersas en una mayor. En otra época mi padre hubiese resuelto abandonar la ciudad y reemprender su travesía en busca de un oficio de moda; pero los años, su esposa y cinco hijos habían ido sembrando en él, como en todo hombre en mismas circunstancias, la semilla de la responsabilidad, y si no de responsabilidad por lo menos de vergüenza. Los años ulteriores fueron galopados por la penuria: la única manera de vivir que conocí en la casa Mantovani hasta la llegada de nuestro mecenas, Paolo, hijo de segundo conyugio del gran maestro Antonio Stradivari.

El oscuro fluir del destino llevó al joven y pedante Paolo Stradivari hasta nuestro taller en 1734, al desandar sus pasos a Cremona, tras uno de sus habituales viajes por el continente. Sus visitas cobraron pronto la incisiva precisión de una maquinaria que fragua las horas, y no se lograban cuatro veces siete días sin que a su impuesta cita asistiese puntual, atiborrado de regalos para mí y mis cuatro hermanas menores, esgrimiendo un puñado de fingidos elogios hacia la creciente calidad de las cuerdas de mi padre y una sonrisa altiva, rayana en lo grosero. La producción íntegra, en los días a los que me remonto, era comprada por Paolo, quien simulaba llevar cada mes la carga a Cremona, donde supuestamente encordaría todo instrumento que del taller Stradivari surgiese. Más tarde, sin embargo, me enteraría cuán ajeno le era el interés por las cuerdas. Su oficio no era el de constructor de violines -como nos había hecho creer en su poco escrupulosa mascarada- sino el de mercader de ropas. El verdadero motivo de la invariable visita de Paolo durante cinco años continuos lo conocí cuando el tiempo me abrió de súbito los ojos. Mi madre era hermosa; llevaba por piel el invierno tirolés y sus lobos salvajes por mirada.

Al transcurso de casi tres años, Stradivari había ido sembrando acallados indicios de la atracción física que sentía por mi madre, sin reciprocidad, como una ringlera de granos que pronto llama la atención de los cuervos, a seguro que al final de la línea habrá carne fresca. Sí, es cierto que el método y la frialdad con que Paolo Stradivari propuso el pacto me resultaron sobremanera retorcidos -considerando que mi vida iba incluida en el trueque-, pero mis poco elaboradas conjeturas sobre el fin último de tantos rodeos, de tanta palabrería fútil, fueron acertadas: mi padre concedería a Stradivari pasar una noche con Martina Forkel, mi madre, a cambio de dos gigliati toscanos, tres liras y la adjudicación de mi custodia, único hijo varón, para llevarme consigo a Cremona -afamada contrada violinorum- donde su padre, el gran maestro Antonio Stradivari ex alumnis Amati, me convertiría en el mejor constructor de violines de todos los tiempos, como con tanto histrionismo esputó en garantía Paolo.

Paolo Stradivari mentía con cinismo, y lo disfrutaba, con sus ojos lascivos bien abiertos como platos, clavados en el eterno objeto de su deseo. Su espíritu se alimentaba de las consecuencias de la mentira, de sus carnosos frutos, como el espectador que, sin ser visto, se queda al final de cada función para intentar reconocer a los actores una vez abortado el vestuario y el maquillaje, que comienza a excitarse cuando ha caído en la cuenta que Ofelia ha resucitado, o que Tiresias ha recuperado la vista por algún afortunado favor de Zeus. Allí radica el placer de la mentira: en la astilla de incertidumbre que tanto goza el espectador estando frente a un escenario puesto a sus pies. La materia con que está hecha la mentira es la misma que forma el rojizo óxido en los metales, el hollín de las chimeneas y el sarro y el musgo que anidan de manera terca sobre los nombres de nuestros muertos.

Finalmente, habiendo asentado con minucia las condiciones, una noche se alzó el lóbrego telón. El estruendo que se elevó desde la puerta de la habitación de mis padres, al ser atrancada de manera violenta luego de haber conseguido que mi madre cediera ante la fuerza de dos hombres, fue lo que me despertó no bien hube conciliado el sueño. Como acto reflejo, bajé del desván donde dormía, por la escalera plegable -dispuesto a mediar en lo que creí una gresca de hombres ebrios-, sólo para descubrir cómo el execrable Girolamo Mantovani custodiaba con recelo la entrada del dormitorio mientras, en el interior, Paolo se disponía a cobrar lo secretamente acordado, entre alaridos y súplicas de terror de la desdichada Martina. Fue entonces que Girolamo me clavó esa mirada que jamás logré borrar de mis recuerdos. Se trataba de una mirada que resumía todo lo miserable que puede llegar ser la vida de un ser humano, la fácil tendencia corruptible de un alma espuria que por años se hizo pasar por legítima; en ella convergieron su destemplanza, su castrado coraje y su tristeza (en sus elocuentes lágrimas -las primeras que le vi derramar a ese remedo de hombre- pude leer que se trataba de una tristeza inconmensurable). Al fin su autoritaria máscara de piedra se había hecho añicos para dejar ver a un ser amputado y miserable que sólo conseguía infundir en mí la más profunda lástima y un soberano repudio a prueba de todo.

De Paolo Stradivari, a manera de mecanismo de defensa, supongo, no conservo mayor recuerdo fenotípico que el de sus enormes ojos y una evanescente silueta, espigada. Durante nuestro viaje a Cremona no crucé palabra con él, como había prometido en mi fuero interior tras haber meditado durante buena parte de la madrugada qué tanto porcentaje de mi futuro -porcentaje que sabía escaso, pues ciertas personas se habían otorgado dotes de semidioses el día anterior- estaba aún en manos mías para moldearlo a mi antojo. La última vez que vi a Paolo fue al llegar a Cremona, cuando me presentó ante su hermano Francesco para deshacerse de mí lo antes posible al transferirle mi custodia. Estaba alterado e irascible; una película de sudor cubría su nariz porosa. No fueron pocas las veces en que, con el estómago vacío, los nervios lo hicieron devolver los jugos gástricos en dolorosas arcadas. Más temprano que tarde debería rendirle cuentas a su padre, al parecer la única persona que respetaba. Había notado, durante el camino, que su mente se enfocaba en crear la historia más verosímil para retocar los hechos reales: la anécdota del fabricante de cuerdas de Mantúa y de su hijo, el muchacho que, bajo su tutela, había ganado, por el más avieso de los derechos, ser aprendiz de Antonio Stradivari.

No fue sino hasta pasados varios años que tuve la oportunidad de brindarle a Paolo la merecida despedida que omití en la primera ocasión. Poco después de haberme traspasado a Cremona como quien bota una inútil y fatigosa carga obtenida en una apuesta, Paolo enamoró y casó en 1739 a la bella Elena Templari, tres años mayor que él. En octubre de 1776, habiéndome enterado por buena fuente de su deceso, volví a Italia con paso de gacela, viajando día y noche sin descanso, moviendo todos los medios e influencias a mi alcance sólo para darme el privilegiado gusto -si alguien tenía ese derecho en este mundo era yo- de escupir sobre su sarcófago ante el inamovible pasmo de su viuda y sus cuatro hijos.

Quien finalmente se hizo cargo de mí, tras propinarle a su hermano menor una inolvidable reprimenda por sus impulsivos actos disolutos, fue Francesco, hijo del maestro, que, junto a Omobono, fungía como luthier titular del taller Stradivari desde que el maestro Antonio se vio obligado a renunciar a su otrora indoblegable orgullo y reconocer que sus disminuidas facultades habían vuelto empresa sinuosa el oficio que desempeñó durante décadas.

"Muchacho, te ofrezco la más franca de las disculpas por la abyección de Paolo. Puedes volver a Mantúa con la primera diligencia si es eso lo que quieres. He de advertirte que mi padre no está más en edad de asumir responsabilidades de mentor. Empero, aunque mentiría si digo que precisamos ayudantes en este momento, podría tomarte yo mismo como aprendiz. Es lo único que puedo ofrecerte a cambio de lo prometido por mi hermano. La decisión es tuya. Medítalo con la noche. Mañana me darás respuesta".

Para fortuna mía, Francesco resultó ser una persona tan comprensiva como gentil, dueño de una integridad a toda prueba. Durante el refrigerio que amablemente me ofreció su mujer en recibimiento - "¡este niño está en los huesos!", dijo al barrerme con ojos de desencanto, "¡está azul del frío!", alcanzándome una frasada- creyó justo y en absoluto necesario, enterado al dedillo de mi historia, considerar mi opinión, ya que era mi vida -muchacho de apenas quince años- a fin de cuentas, lo que estaba atollado hasta el pescante en una cenagosa encrucijada.

Pertenecía él a esa clase de hombres que inspiran confianza a primera vista, y que, conforme se les conoce, no hacen más que corroborar tal impresión. Su aspecto era el de un viejo buenazo de barba color rata, de bigotes descuidados y ralos que parecían querer rebelársele bajo las amplias fosas de una nariz tortuosa, rematada en una bala de cañón encendida y partida por la mitad. Frisaba acaso los sesenta y cinco años, pero su rebosante energía y su animosa verba le restaban más de una década. Los lazos carnales entre él y Paolo se limitaban a los concedidos para los medios hermanos, siendo él, a diferencia del segundo, hijo del matrimonio de Antonio Stradivari con la fallecida Francesca Ferraboschi, su primera mujer; Paolo, en cambio, era hijo de Antonia Zambelli, la segunda esposa del maestro: una anciana anodina que parecía haber estado confinada desde siempre a los límites que le imponía la cocina. Con esa mujer de incómoda presencia tuve la desdicha de compartir todos mis desayunos; ella, como yo, participaba de la mecánica costumbre de anticipársele al alba; no obstante, su obsesión con la puntualidad atendía más bien a ciertos tintes patológicos que no dudé un segundo en catalogar como manías seniles.

Me fue concedido esa noche un camastro que resultó ser poco más acogedor de lo que deduje sería ante la crueldad del invierno. El pequeño almacén vacío de la azotea, donde fui alojado, conservaba un escotillón y una percha para herramientas que interpreté como inocultables indicios de que el lugar había sido empleado como taller por otros tiempos. En la época se acostumbraba tener un seccadour en todas las casas de la ciudad: una terraza plana localizada en las azoteas y dispuesta principalmente para secar frutas y tender al sol la ropa recién lavada. En la casa de San Domenico numerada con el 2, sin embargo, la terraza estaba ocupada por el almacén de proporciones reducidas donde, en otra época y siempre que el clima fuese propicio, trabajó el maestro Antonio; lo prefería incluso a su amplio taller de la planta baja. Según Francesco, en las fechas en que salud era lo que le sobraba, no eran raros los días en que el maestro colgaba por las puyas los instrumentos recién barnizados a la intemperie, se apoltronaba a la sombra del pequeño almacén y permanecía contemplando sus nuevas creaciones hasta que el último rayo de luz se extinguiese. Bajo el influjo ambarino del barniz tornasolado, se sumía en profundos ensimismamientos, como quien se viera inmerso en un poema de ajedrez.

En sus ratos libres en el taller y aprovechando la luz del día, Francesco me enseñaba a leer y escribir con ayuda de la profusa biblioteca de la casa, pues si algo en particular tenían los Stradivari era su afición por el conocimiento. A la fecha, aunque sólo hoy puedo reconocerlas como tal, recuerdo algunas de las raras avis que con tanto recelo recogía la compendiosa biblioteca entre muchos otros especímenes: los seis volúmenes en cuarto menor de la Ilíada de Pope, un ajado primer volumen de la Ordinatio de Juan Duns Escoto, una bellísima edición toledana del Necronomicon del loco Abdul Alhazred, y la versión italiana, realizada por el franciscano Lorenzo de Milán, de un conciso tratado turco sobre el proceso de elaboración de barnices, escrito alrededor de 1400 en Ankara por Fahri Kemal y mañosamente encuadernado y oculto entre las páginas del popular Principii di una nuova scienza, de Giambattista Vico, a la altura de los Siete principios de la oscuridad de las fábulas. El éxito y el envanecido timbre de los magníficos violines Stradivarius estaban encerrados dentro de aquellas páginas. El legendario secreto del barniz Stradivarius estuvo a mi alcance todo ese tiempo, pero mi analfabetismo pudo ocultarlo mejor que cualquier arca hasta el día en que, avanzado en mis lecciones con Francesco, pude leerlo de manera furtiva, articular cierto sentido en las palabras de dicho manuscrito. En principio, mis ansias se desbordaron ante la posibilidad de venderlo por una suma estratosférica o, mejor aún, utilizarlo para procesar un ámbar de análoga calidad al elaborado por sus poseedores y aplicarlo más tarde a mis propios violines (si algún día comenzara mi carrera como constructor). Pero la oportunidad de aprovecharlo de la mejor forma no se presentó sino hasta meses después, cuando un grupo de extravagantes holandeses arribó de paso a Cremona.

La familia Van Pelt, provenientes de la otrora poderosa Ámsterdam y atraídos por la fama de los instrumentos del maestro Stradivari en toda Europa, aprovecharon su paso por Lombardía para tomarse unos días en Cremona y hacer un encargo tan singular como sus ademanes, su lengua y sus ropas: requerían que les fuese construido -el precio, desde luego, no era obstáculo- un violín de la madera de una vieja lápida que ellos cargaban consigo y que ostentaba la siguiente inscripción:

...según pudo traducirme Roberto, el joven de Saluzzo que les había venido sirviendo como guía e intérprete durante su travesía por Italia.

El precio, tras acordar en persona con Francesco y Omobono, rebasó con mucho los límites de sus instrumentos más elaborados. Baruch van Pelt, pudiente banquero holandés, melómano de afición, estaba dispuesto a pagar cualquier cantidad por el violín destinado a las manos de su hija, la joven Lonneke, siempre y cuando estuviese listo en las próximas tres semanas.

-¡Es una locura! Pero me gusta -exclamó Francesco luego de tocar la lápida con la punta de la lengua para cerciorar que hubiese secado de manera natural.

Esa misma noche, embargado por el ansia, acudí a Roberto para que mediara entre Baruch van Pelt y yo. Le di cinco liras, que con trabajos había venido ahorrando, a cambio de sus servicios y absoluta discreción. Él aceptó, quizá no por las monedas, sino porque sabía que a su patrón le interesaría poseer "el secreto Stradivarius", tal y como le pedí que lo anunciara, sin dar más indicios de lo que dicho secreto se trataba. Fue entonces que mi imaginación comenzó a flirtear con escandalosas cantidades de dinero, con largarme de una vez y para siempre de aquel anodino país en busca de mejor suerte en Francia.

A la noche siguiente y con la misma discreción, Roberto me trajo respuesta de Van Pelt: quería verme lo antes posible en la posada Santa Cecilia, lugar donde se hospedaban. Roberto me condujo hasta allí, pero me indicó que debería entrar por una de las ventanas de las habitaciones del segundo piso, no por los portones, y no hallé objeción dadas las circunstancias de nuestro encuentro. Creí que el propio Van Pelt me esperaría para hablar de negocios. Llevaba entre mis ropas sólo uno de los trece folios del tratado sobre barnices. Si el holandés quería pruebas, eso bastaría mientras me llegara al precio.

Gran sorpresa fue la mía cuando me encontré en una habitación lóbrega, vacía. Creí que era ésa señal para que aguardase mientras alguien me recibía. Y así lo fue. Cuando me hube sentado a la orilla del lecho, tanteando al paso entre sombras, sentí una mano postrarse en mi hombro. Mi estremecimiento fue tal que sólo pude lanzar un marcado estertor a cambio de un grito frustrado para luego desvanecerme.

Cuando volví en mí, una hermosa joven de no más de quince años pasaba una mano de hielo por mi frente mientras musitaba algo ininteligible, en lengua ajena. Era Lonneke, la hija de Van Pelt, quien, apenas me hube recuperado, comenzó a desvestirme con la mayor naturalidad para luego iniciar la seducción acaso con la soltura de la meretriz más experimentada. Pronto entendí que era aquella la ofrenda del holandés a cambio del secreto que él, confiando en mi palabra, sabía que yo poseía.

Dejé en manos de Lonneke el primer folio esa noche, luego de disfrutar de sus favores, con la satisfacción de haberlo aprovechado y a sabiendas que aún faltaban doce más como ése.

He de aclarar en este punto, a riesgo de titularme como el más consumado de los imbéciles, que durante el tiempo que pasé en la casa Stravidari jamás vi un solo violín. Mis conocimientos sobre la elaboración de instrumentos de cuerda, luego de esa temporada, se resumían lo mismo que el acervo de habilidades que un aprendiz manco de herrero lograría una vez concluido su adiestramiento. Mis funciones en ese lugar se limitaban a las de simple mandadero y ocasional ayudante en las labores de aseo y de cocina. El único provecho que pude sacar de todo aquello distó millas de instrucción alguna y, en cambio, estuvo estrechamente vinculado con el ímpetu de maldad irrefrenable que mi espíritu iría cobrando de forma gradual. Mi venganza contra la sangre de Paolo se desplegó allí, justo en el nicho en el que, sabía bien, debía lanzar una tea encendida para, una vez provocada la copiosa humareda, sellarlo por siempre.

Así, con antelación, vislumbrando lo que sería mi victoria, fui fabricando la escena en que el maestro, después de años de no hacerlo y desafiando su precaria salud, subiría penosamente hasta el almacén de la azotea donde yo dormía para echarme de su casa, con la firmeza de un tono perentorio. Y tal sucedió. La noche del tres de marzo de 1737 trascurrió como si se proyectara por la premonición, con fluidez, desde el más disimulado rincón de mis fantasías. La añeja sombra de Stradivari, rondando los noventa años, con difícil andar fue a posarse frente a mí, sobre un arcón cargado en ornamentos que ostentaba su monograma. Se encogió de hombros largamente, estrangulando su bastón, evitando que la voz se le fuese a desmoronar en lajas por el tremendo cansancio, y luego, con la mirada vidriada, inició su soliloquio.

"Lucca Mantovani, supongo. Es usted más joven de lo que conjeturé en principio... Es decir: nunca creí que alguien de su edad fuese capaz de hacer lo que usted ha hecho. Es una lástima... Pero, dígame, ¿cuáles son las razones que le han incitado a formarse como luthier?". Mi respuesta fue una negativa; me limité a explicarle de manera breve, omitiendo los detalles más penosos, cómo fue que había llegado a ese lugar, y él, contrariado, fingió recordar que la misma historia le había sido narrada ya por Francesco. "¡Oh, bendito Señor...! ¿Cree usted que algún día Paolo cambiará?", preguntó con desaliento, esperando una afirmación de mi parte, como si fuese yo el mejor amigo de su hijo, un eterno compañero y testigo de sus desmedidas francachelas que guardase muy en el fondo la esperanza de ver algún día la mirífica redención del espíritu de éste. Distraído, sin guardar consecuencia con sus palabras, tomó una profusa bocanada de aire -quizá un ahogado suspiro- y comenzó a escudriñar con la mayor de las calmas cada entresijo del almacén donde yo dormía: su antiguo taller. Al posar la mirada en el clavijero horizontal, empotrado en la pared, una cansada tropa de recuerdos que enumeraron infinitas jornadas debió haber sacudido su alma de la misma forma de quien se le concede volver por un momento a su hogar de toda la vida antes de pisar el cadalso. La magra silueta de ese hombre, al borde del precipicio de su nadir, dejaba en evidencia la cruel treta que años atrás le había jugado su numen al abandonarlo, como quien es desamparado por su propia sombra tras la derogación de un contrato ciego. Muy poco o nada de su reputada destreza parecía guardar en aquellas manos de piel grisácea y enjuta, nimbadas de lunares, de uñas descuidadas, sucias. (¿Habría realmente residido semejante talento empírico, padre de un sinnúmero de leyendas, en aquellas manos lamidas por la lengua de la derrota?) Su cabeza empequeñecida prefiguraba el siniestro retrato de su hijo Francesco al cabo de no pocas décadas: su cabellera desteñida por los años le caía en los hombros con negligencia, y la misma bala de cañón hendida y porosa era el punto para anclar la visión en todo aquel rostro descompuesto, olvidado por la simetría.

"Pagué siete mil liras imperiales por esta casa. ¿Puede usted creerlo? Una cantidad irrisoria; pero de eso ya hace cincuenta y siete años, claro. Me tomó cuatro años dar el importe íntegro. Fue para mí una temporada dura; los tiempos más prósperos aún estaban por venir. Por aquellos días incluso me vi obligado a echar mano de maderas baratas de la región, de modestas cualidades sonoras, en vez de las ricas maderas turcas, croatas y dálmatas traídas de Venecia, que, con creciente prestigio, sólo los grandes luthiers locales podían darse el lujo de comprar. Apenas comenzaba a deslindarme de la pesada sombra de mi querido maestro Nicolò Amati cuando abrí mi taller aquí mismo; si bien carecía de un estilo propio y me circunscribía a nada más que imitar el suyo (buscando ante todo la pureza del timbre, la suficiencia de volumen y la libertad de respuesta), mi nombre comenzaba a extenderse con excelente referencias, aunque siempre unos peldaños debajo de los hermanos Arisi y los propios Amati.

"En fin... Eran aquellos otros tiempos y la Cremona que usted ha visto en su arribo dista mucho de la que pude contemplar en el mío (y es que, a pesar de tener enclavado mi corazón en esta tierra, fue en realidad Bérgamo el lugar que me vio nacer). Las razones que me mueven hoy, que me han traído hasta aquí, son otras..."

En ese justo instante Stradivari se hundió en un mutismo dolorido del que creí jamás se recuperaría, para, luego de unos minutos tensos que se me antojaron hechos de la misma sustancia que un acorde disminuido, volvió alzar la voz con renovado brío.

"Desconozco el secreto orden sobre el que se entretejen nuestros destinos, la dirección, los raíles sobre los que nuestras vidas han de ir aferradas, sin volver el camino, sin importar que de costado o de frente nos embistan las eventualidades más crueles, labradas en la madera de la injusticia: el derrotero está trazado; avanzamos a ciegas y no podemos, no tenemos modo terrenal de saber qué o quién se cruzará, aun hoy mismo, sobre nuestra frágil marcha y con qué intenciones. Nuestros destinos se embrollan paulatinamente en una madeja de la que somos parte indispensable, una obra de genial maquinaria milimétrica en la que ni una sola pieza ha de fallar. ¿Cómo dominar siquiera el peso específico que tendrán mis actos de este día sobre la hilaza de su destino? Imposible; para bien o para mal. Si decido hoy mismo pedirle que se largue de mi humilde casa, tal vez, muy al el contrario de entregarlo a las garras del infortunio, termine haciéndole el bien más grande de su vida, como un mecenas oculto o, mejor dicho, involuntario. No podremos saberlo. Mi decisión de correrlo, incluso, valdrá igual que un golpeteo de cincel sobre un cristal que abre una grieta que se bifurca y que se trifurca en mil ramificaciones, de las cuales sólo una será la real, la que signe su vida entera. ¿Me sigue, Mantovani? Nuestra vida está muy lejos de ser el resultado del amor, de la conjugación coital de dos seres. Cada uno de nosotros somos legión y a cuestas arrastramos una multiplicidad ignota. Cada ser humano es producto de la síntesis de causalidades épicas cuyas raíces -nunca mejor empleada la metáfora del ‘árbol genealógico’-, de darse a la ociosa labor de buscarlas, nos llevarían a tierras y épocas inmemoriales.

"¿A qué viene todo este sermón, toda esta retórica? Mi esposa ha muerto esta mañana, ya lo sabe. No debió ser así. La hilaza de su destino estaba llamada a transitar un camino recto, apacible e incluso más extenso que el mío. Pero de pronto esta fina hilaza se ha enredado con otra más robusta y áspera en una ceñida trenza que terminó por segar la suya. Usted... usted sabe de lo que le hablo..."

Stradivari se interrumpió. El nimio tragar de saliva se le volvió una tarea insufrible, como si, en vez de eso, fuese un cacto lo que le obstruía la garganta. Dos hilillos traslúcidos terminaron por recorrerle las enjutas mejillas muy en contra del descomunal esfuerzo que había venido aplicando a lo largo de su charla para que tal cosa no sucediese. A esas alturas su otrora voz firme de barítono se había visto obstaculizada por una sucesión de estertores y gimoteos que apenas permitían discernir el contenido de sus oraciones. Parecía que sus nervudas manos, cobrando súbita fuerza, terminarían por hacer estallar la voluta de su bastón en cualquier momento.

"Sólo soy un hombre; eso y nada más. La fragilidad que me da esta condición es lo que me ha enseñado a amar, amar de verdad. Usted jamás comprenderá eso. Así como jamás comprenderá lo que es ser amado; eso lo intuyo desde ya. Su naturaleza, Mantovani, a pesar de su brevísima edad, es de tonos malévolos, de una escatológica arquitectura que no me atrevo a descifrar. Si alguien en esta casa merecía morir hoy, si alguien merecía semejante desventura era usted y no mi adorada esposa, no mi siempre amada Antonia Maria. Lo odiaría; lo odiaría con la mitad de mi alma y la mitad restante la empeñaría para ver pronta su desdicha y su muerte. Pero no lo haré; ni de eso es usted merecedor en su vileza. Me limitaré a exigirle que abandone nuestra casa a la brevedad posible y que evite atravesarse una vez más en mi ya de por sí funesto camino.

"Le suplico que mida sus palabras, Mantovani. Con la misma licencia que me da el hecho de que sus pies se plantan sobre mi propiedad, le ordeno que cierre su bocaza de una vez. Jamás aceptaré sus disculpas; sus necias palabras están movidas exclusivamente por el miedo. Sólo espero que la vida y la vergüenza le sean suficientes para un sincero arrepentimiento, pues sobre su frente llevará a partir de hoy el lacre que lo titulará con los epítetos destinados a los criminales, a los asesinos."

El maestro, empleando una reserva de fuerza, se incorporó y dio media vuelta para lapidarme con estas palabras:

"En su maldita conciencia queda pues, Lucca Mantovani de Mantúa, el homicidio de mi amadísima Antonia Maria por el veneno de mandrágoras que mañosamente -desconozco sus perversos métodos- le hizo ingerir esta madrugada durante el desayuno. Que el Diablo sea su juez; yo me lavo las manos."

Lonneke poseía una belleza particular. Su cuerpo todavía no alcanzaba la madurez y sus rasgos, por lo mismo, no dejaban de parecerme andróginos entre el umbroso ambiente de cada noche; sin embargo, sus turgentes labios, su piel nivosa, sus maliciosos ojos grises y sus cabellos desteñidos, eran para mí tan extraordinarios y atrayentes como su propia raza.

Conforme fueron avanzando mis visitas a su habitación en la posada Santa Cecilia, sus modales se iban volviendo más hoscos: me urgía para que fuese más violento al momento del coito. Ella parecía disfrutar de ciertas aberraciones que me resultaban excesivas aun para los extrovertidos holandeses, cuando más, tratándose de una niña de quince años. Nunca sospeché nada de la naturaleza de Lonneke; sin embargo, ella se mostraba siempre renuente y alegaba desconocidas injurias cuando intentaba penetrarla por la vagina; a cambio, me procuraba satisfacción de muchas otras maneras aprendidas en no sé qué lugares.

La noche de entregar el folio trece llegó con la misma presteza con que se extingue un terrón sobre la flama para alimentar al hada verde. En esa ocasión, al entrar por la ventana, descubrí a Lonneke semidesnuda, con la piel tan opalina como una fuga lunar, de pechos apenas nacientes, besándose con Maria, una de las hijas del posadero, quien seguramente había caído en el hechizo del opio que ambas fumaban, apoltronadas en una esquina del cuarto. Mi primera impresión fue de sorpresa, de repudio; pero el morbo me retuvo como improvisado voyeur por detrás de la ventana. Lonneke y Maria continuaban sus caricias sin haber notado mi presencia; cuando al fin lo hicieron, Maria sufrió un sobresalto, pero rápido Lonneke la tranquilizó, invitándome a tomar parte en aquella descoyuntada escena, entre risas. La muchacha, intoxicada hasta las cachas y ante mi pacata negativa, me prendió del brazo para, de manera torpe, arrastrarme al interior del recinto calado por un tufo espeso, incitándome a besarla, con violencia. Momentos después, tan relajada como en principio y a una señal de Lonneke, Maria me entregó al tiempo dos de los placeres terrenos más sublimes: el del opio y el de su cuerpo.

Sumergido en un letargo mirífico, sobre la cama, me dejé arrancar las ropas por las dos mujeres mientras me recorrían íntegro con la tibieza de sus lenguas que, de vez en vez, hacían coincidir en besos profundos. Nos habíamos convertido en un solo cuerpo de sincronía compartida, eurítmico, y los goces revelados esa noche me resultaron inauditos. Embelesados los tres en placer, de improviso, Lonneke, la que yo creía una hermosa adolescente, se levantó el resto de sus frondosos ropajes de finas telas y le mostró a Maria un enhiesto miembro viril que discordaba entre toda aquella brumosa quimera de opio y de lascivia, pero que Maria parecía tanto estar esperando, ansiosa [...]

Nota del traductor:

Justo aquí se rompe el relato y el fluir de la apretada caligrafía de Lucca Mantovani; aparece a cambio, como palimpsesto, una breve nota en alemán, de escritura más generosa y reciente, que me tomaré la libertad de transcribir.

Receta para crear el afamado y bellísimo ámbar con que Antonio Stradivari, su maestro Nicolò Amati y sus antecesores barnizaron sus refinados instrumentos durante décadas hasta el nadir de la Época de Oro.

-Resina de ámbar (conocida como resina de abeto balsámico, pinus balsamea)

-Aceite de linaza

-Esencia de trementina

-Terebinto

-Goma arábiga

En principio, se debe volver sicativo al aceite con cualquiera de los dos procedimientos conocidos. Para obtener el tono más diáfano es preferible el lento proceso de agua y arena. ¡Muy importante hacerlo así en este caso aunque uno se lleve días!

Una vez vuelto sicativo el aceite, se procede a limpiar el trozo de ámbar (cualquier partícula extraña, por nimia que sea, debe ser removida). Acto seguido se destroza la resina al tamaño de múltiples guisantes para colocarla en un crisol de acero (procurar un crisol virgen). Agregar una cucharada de terebinto y exponer a las brazas durante quince minutos, meneando la sustancia regularmente con un trozo de madera de abeto. Cada vez que el palillo de abeto se vuelva a introducir debe ser repelado antes. Así una y otra vez hasta disolver el ámbar. Se retira el crisol del fuego, sin dejar de menearlo con el trozo de abeto, y se vierte el aceite para amalgamarlos.

Hasta aquí esto no dista, salvo detalles, de ser un barniz común (oneroso por el elevado costo de la resina, pero habitual para los instrumentos requeridos por los nobles). El verdadero secreto de Stradivarius es mucho más simple de lo que cualquiera habría podido imaginar jamás: el terebinto. No me refiero al simple terebinto en sí, sino a la manera de mezclarse con la goma arábiga. De tal suerte que la goma debe ser [...]

Nota del traductor:

Aquí se interrumpe la anotación y, con ella, el resto del manuscrito. Vidal, Fuhr, Fétis, Henley y los hermanos Hill, entre muchos otros más, aseveran, en efecto, que ésta es parte de la fórmula original del barniz empleado por Antonio Stradivari a partir de 1698 y durante su época de mayor auge como constructor de violines.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/May/01