Teatro Inferno

José Candás

Satán fue informado de la llegada al Infierno de dos actores menores que habían fallecido sin la gracia divina, cayendo dentro de los terrenos que circunda el río infernal. Intrigado por la novedad, se interesó por esos dos comediantes perdidos en un lugar normalmente reservado para banqueros, políticos, militares y otras alimañas similares, de gran poder y pésima conciencia. Ordenó que se los trajeran y que se prepararan para actuar, pues no todos los días -pensó- se ven artistas menores en un lugar como el Infierno; y si el show era tan malo como Él esperaba, tanto mejor, pues serviría de entretenimiento para sus legiones, hartas ya de su propia perfección y de tentar siempre con éxito a los hombres.

En lo profundo de la selva estéril, bajo la fría luz sin sombras del Averno, se improvisó un escenario, y a su alrededor se acomodó el público para ver el espectáculo. Todos los íncubos y súcubos, vestidos con su apariencia más exquisita -lo cual ya es decir- tomaron asiento alrededor del tablado con fría dignidad de los resentidos, musitando entre ellos acerca del evento a presenciar y en la farsa en la que disponían a participar. La infame y divina multitud guardó respetuoso silencio al ver llegar a su palco a la Estrella de la Mañana, quien tomó asiento con toda ceremonia. A su señal se apagaron las luces, y aparecieron en escena los dos comediantes. Eran dos especímenes ordinarios y vulgares, poblados de verrugas, sueños y dolores, como todos los hombres simples; y con las cabezas retacadas de parlamentos. Satán, asqueado por la exquisita y mezquina eficacia de los poetas y artistas que caían a diario por sus dominios, festejó la mediocridad de ese par de zánganos, los cuales ni siquiera se molestaron en simular lo que no eran, exponiéndose frente a él impúdicamente.

El Maligno deseaba ver la mediocridad, palparla en el aire y saborearla morbosamente, justificar con ésta su profunda rebeldía, de cuyo origen acusaba a la humanidad, culpable en su opinión de infectar la creación de Su Padre. Aquellos mentirosos, antes de cumplir con su condena eterna, servirían para reforzar su convicción, la que daba sentido a su caída, a su desempeño como fiscal de ese error cometido por su padre, encarnado en el par de actorcillos que no hacían nada, más que contemplar pasmados a su maléfico público.

Intuyendo la impaciencia de la corte, los dos cómicos se pusieron en acción. Uno de ellos, con absurda solemnidad, anunció que representarían el drama de dos hombres que suben la escalera hacía cielo para librarse del infierno. La noticia fue celebrada por los ángeles caídos, que aplaudieron tan delirante idea. ¡Nadie antes había logrado salir del averno, ni lo lograría jamás! Las almas corruptas -como es bien sabido- están demasiado obsesionadas con el tamaño de sus pecados y con el hecho de ser prisioneros en un lugar cuya existencia siempre negaron, por lo que se hunden más y más en el galimatías armado por ellos mismos, manteniéndose demasiado ocupados para liberarse y alcanzar su libertad.

Los artistas comenzaron a levantar y a bajar torpemente los pies, como si estuvieran subiendo una escalera. Ascendían con gran esfuerzo, primero lentamente, y después con creciente ligereza. Los ángeles caídos no podían dejar de carcajear a más no poder con tan lastimera farsa. En eones no habían visto nada tan absurdo como aquello, lo cual les provocaba un profundo placer que distendía sus bellos rostros de diamante, disipando la dureza y la amargura que produce el exilio.

Pero Luciel no reía.

El príncipe apretó los puños con furia, contemplando incrédulo las consecuencias del espectáculo que él mismo había promovido, hasta que su estallido fue inevitable.

- ¡Deténganlos!-, gritó furioso.

Pero fue muy tarde. Cuando los guardias entraron en escena, los actores se disolvieron frente a sus ojos. De ellos no quedó ningún rastro, y nunca más aparecieron, por más que los buscaron. Luciel, pálido de ira y frustración, se retiró a toda prisa, sin decir nada más, dejando a sus espaldas el más absoluto desconcierto entre su corte de íncubos y súcubos.

Nadie dijo nada para no enfurecer más al Amo, pero todos intuyeron lo que había pasado, lamentándose de su excesiva confianza: los actores, a pesar de no ser otra cosa que mortales, habían ejercido sobre ellos su poder, el del artista capaz de fascinar a su público sin importar su naturaleza o bando, hechizándoles con un sueño, con un mito que en el escenario cobra vida, se hace real, y se alimenta de las miradas y los sentimientos, con la energía primera e incontrolable de la pasión. Ese mito, en esa función extraordinaria en el averno, alimentado por los secretos anhelos de redención y retorno de los caídos, recreó una subida imposible al cielo, que se volvió tan real que los hizo libres de sus pocas faltas de hombres ordinarios. Tan libres como sólo los actores pueden serlo al actuar, al pecar con la dulce transgresión de la mentira, del engaño consentido, de la fascinación.

Los demonios, humillados, se alejaron del tablado. Entendieron que en el futuro sería más fácil atraer a los hombres con las tentaciones de la materia con las de los sueños, pues estos son propiedad de cada hombre, y en ellos sólo pueden aparecer, pero no actuar.

Por desgracia, a los hombres cada vez les cuesta más trabajo soñar.


Otro cuento de: Teatro    Otro cuento de: Escena  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre José Candás    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jul/00