Tenía Miedo a Perderse
Mauricio León Valle
Tenía miedo a perderse. Y no a perderse entre la gente o en un lugar desconocido, pues su sentido de la orientación era agudo y preciso, sino a perder el concepto de ella misma, mirarse al espejo y no reconocerse, olvidar su propia realidad y convertirse en una desconocida.
Esa mañana despertó de un sueño agitado y entrecortado en donde caminaba por una playa enorme acompañada de un labrador chocolate a quien llamaba Eliseo; el perro brincoteaba a su alrededor, la playa estaba desierta y el sol apenas aparecía por detrás de las montañas. De ahí las imágenes saltaban a una ciudad de edificios rojos y gente vestida de azul eléctrico; ella caminaba en la acera sin poder detenerse, llevada por la masa de personas; entonces vio por la ventana de un edificio especialmente alto, a su derecha, a una mujer de cabello oscuro y largo que la saludaba con la mano. Era su hermana.. Para cuando abrió los ojos, su hermana estaba en una jungla frente a una construcción antigua cubierta de follaje comiendo una rebanada de mamey. Junto a ella estaba el monje.
Sus sueños siempre fueron en varios niveles: sueños dentro de sueños. Cuántas veces había soñado que soñaba en una cama que no era la suya, con gente que no conocía y lugares que nunca reconoció. El mar asaltaba la playa en un oleaje rítmico que encontraba delicioso, Eliseo lamía sus manos y ella sentía que no necesitaba nada más, plena en un mundo idóneo. Hasta que la imagen del monje apareció una vez más entre la bruma del amanecer. Y entonces volvió a despertar.
De tanto hablar español comenzó a olvidar palabras en su lengua natal. Siempre olvidaba la palabra para mandril y para axila. Pensaba que se estaba amalgamando en ese país que había adoptado, con sus costumbres y sus colores, su gente y sus mercados que tanto visitaba, no para comprar, pues se le dificultaba la interacción con aquellas mujeres bajas de largas trenzas, sino para observar los movimientos de la gente, tan distintos de los de su país; le causaba tal fascinación que podía pasar horas observando la fruta y la verdura cambiar de manos; en los pasillos los cargadores y sus fardos y, si observaba con mucha atención, el monje en su atuendo naranja.
Despertó una vez más.
La cabeza afeitada de aquel hombre oriental tenía una forma un tanto alargada, casi maya, como si hubiera sido deformada desde la infancia; sus ojos rasgados siempre le parecieron inquisitivos, demasiado intranquilos, como si no gozara de esa paz interior que los budistas constantemente buscan. La miraba desde el pie de la cama con sus ojos inquisidores y esa expresión irregular e indefinida que siempre la intrigó. Quiso preguntarle algo, cualquier cosa, pero no pudo evitar clavar su mirada en el hombro desnudo, bronceado y liso. La contemplación del monje le producía una mezcla de paz y deterioro, desdoblamiento y desprendimiento que no comprendió pero tampoco evitó. Entonces le escucho hablar:
Go back.
Nunca lo había oído y le sorprendió que le hablara en su idioma. Aunque lo veía sólo en sueños le parecía sumamente familiar, como si lo conociera de toda la vida, o de toda otra vida; sus manos delicadas como de niña, las mejillas abultadas, los pies pequeños y su postura erguida en actitud predicadora: lo conocía pero nunca recordó de dónde.
Su hermana hizo una nueva aparición detrás del oriental. Mostraba su rostro, apenas, sobre el hombro desnudo y exhibía una sonrisa pacificadora y fraternal que casi lleva a las lágrimas a la mujer en la cama. Seguía dormida, de eso estaba segura, pero, ¿en qué fase, cuántos niveles faltaban para la conciencia? Su hermana levantó el dedo índice y lo mantuvo un instante. El mensaje le fue claro.
El golpe de la maleta en la pierna la despertó de inmediato. Su primera visión fue un niño comiendo un mamey que rebasaba en tamaño a sus manos. La madre lo regañaba. Salió poco a poco del sopor del sueño para recordar que estaba en el aeropuerto esperando abordar el avión que la llevaría a casa. La imagen mental del monje la asaltó nuevamente y miró a su alrededor con la certeza de encontrarlo en algún lugar entre la gente. Lo buscó con ahínco pero la imagen del hombre de naranja nunca apareció; las salas de abordaje repletas y los pasillos atestados no revelaron su más triste verdad: el monje no existía.
El sonido local llamó a abordar su vuelo. Se puso en pie y una enorme tristeza se apoderó de sus movimientos. Después de todo, su temor más grande la había alcanzado: ya no era la misma, su alma, su espíritu e incluso sus rasgos cambiaron en el poco tiempo que estuvo lejos de casa. Se había perdido y ahora no sabía quién era. Con ojos acuosos ingresó por la estrecha puerta del aparato que la llevaría de vuelta a una realidad que ya no le era propia, bajo la mirada insistente del hombre con uniforme de capitán, quien le dio la bienvenida con expresión irregular, indefinida.
Los ojos rasgados del piloto le parecieron inquisitivos, pero no le dio la menor importancia.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02