El Texto Cambiante

Eduardo Gil Moré

Nevaba. La mitad del paisaje urbano que no era blanca, presentaba esos tonos oscuros y apagados que sólo revela el blanco de la nieve. Tenía que atravesar la plaza, que se extendía ante él como una página impoluta. Hacía ese frío tierno y calmado de cuando nieva.

No llevaba paraguas, pero tampoco importaba mucho. Bastaría con que se sacudiese los copos de los hombros al llegar a cubierto. Se decidió y empezó a caminar, hollando el centro de la plaza, acompañado por el leve crujido de la nieve pisoteada. Lo más probable era que estuviese cerrado, pero aún así tenía que pasar por la librería, tenía que comprobar si aún tenían el libro. Y si lo tenían, sabía que acabaría por comprarlo.

Demasiado enfático, y demasiado descriptivo. El cuento no le estaba saliendo como él pretendía. La plaza nevada era un buen escenario, pero no había sabido transmitir esa sensación de placidez que podría contrastar con los terribles acontecimientos que se avecinaban. Dejó caer el bolígrafo y estiró los brazos.

Estaba cansado y hacía calor. La noche, casi sofocante, presagiaba el próximo verano, con esas horas de insomnio dando vueltas y vueltas en la cama, sin poder encontrar el sueño. Por la ventana abierta entraba una música dulzona, una de sus canciones favoritas. La había bailado con Alicia más de una vez. Claro que de eso hacía ya mucho. Por aquel entonces, ella aún creía en él. Incluso él mismo creía, y esperaba poder escribir por fin su obra maestra. Sólo necesitaba acabar de redondear uno o dos personajes. En cuanto lo lograse, empezaría a escribir, y llenaría de un tirón páginas y páginas con una novela genial.

No sabía entonces que para poder terminar algo, antes hay que empezarlo. Aunque no se tengan todos los detalles resueltos. La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando, había dicho Picasso. Una frase que evidentemente, podía aplicarse a Picasso, pero no a un genio como él. Pasaron las semanas y los meses, y las ideas no querían venir, y Alicia acabó por hartarse. Al principio no le dio importancia, un capricho más, se dijo. Pero al ir pasando el tiempo, se hizo evidente que las cosas no cambiarían mientras no cambiase él.

Las reclamaciones para que pagase el alquiler eran cada vez más desagradables. Al final, en contra de sus convicciones, tuvo que comprometerse a entregar algunos cuentos a su editor, a cambio de un anticipo. Aquel que estaba escribiendo era el primero. Pero, ¿cómo seguir?

Bueno, esta historia es bastante mala. Una vez más, el socorrido tema del escritor que no puede escribir, el pánico a la hoja en blanco, etcétera. ¿Cómo es que nadie escribe sobre los cocineros que no pueden cocinar? ¿Acaso no puede existir el pánico ante el plato en blanco, el plato vacío, en el que hay que poner algo a la hora de comer? Caprichos de consentidos, eso es lo que son esas manías. Si uno quiere escribir, que se ponga y escriba, qué caramba.

Me parece que me he equivocado al comprarme este libro en el aeropuerto. Yo buscaba algo más absorbente, algo que me distrajese. Ya tengo bastantes preocupaciones; la reunión de mañana es importante, y me va a hacer falta estar despejado. Y eso quiere decir dormir bien, sin angustiarme. Para lo cual es preciso poder desconectar.

Una novela no me habría servido. Muchas son demasiado lentas. Necesitas tragarte capítulos y capítulos antes de meterte en el ambiente, y que empiece a pasar algo interesante. Y a mí no me gusta que me tengan esperando durante 20 o 30 páginas. En cambio, hay otras que te capturan enseguida. Pero una de esas tampoco me conviene. No quiero arriesgarme a estar pendiente del desenlace, a quedarme esta noche hasta las tantas para acabarla.

Por eso elegí este libro de cuentos. Pero como los demás sean tan malos como éste, no me va a quedar más remedio que reconocer que me he equivocado.

Cajas chinas. Eso es lo primero que se piensa al leer un cuento como éste. Una historia dentro de una historia. No es un recurso nuevo, ni siquiera es un recurso poco usual. Al contrario, es un clásico. Si hay que dar nombres, ahí van dos, bien distintos por cierto: Kipling y Mark Twain. Sin olvidar a Borges, naturalmente.

Pero un recurso como éste es solamente una estructura. Y las estructuras deben tener contenido para ser mínimamente interesantes. Un soneto sin contenido no es una obra de arte, sino un diagrama. Y ahí es donde falla este cuento. Se insinúan ciertas historias, más o menos manidas, pero no se llegan a desarrollar. Por más que la trama sea previsible, no se entiende qué persigue el autor al dejarlas truncadas.

Este cuento pertenece a esa clase de narraciones en las que no ocurre nada. Y hay que tener verdadero talento para que un relato así resulte bueno. La mayoría no suelen ser más que ejercicios de autocomplacencia de autores demasiado pagados de sí mismos. Ese tipo de cosas están fuera de lugar en un género como el cuento. Casi se las podría calificar de "escombros de novela".

Por ahora, ya está bien. Luego acabaré la crítica. Ahora tendría que salir, quiero llegarme a la librería. Ya veo que el tiempo no mejora: está nevando. Tendré que atravesar la plaza cubierta de blanco. Y seguramente acabaré por comprarme el libro.


Otro cuento de: Botica    Otro cuento de: Atril  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Eduardo Gil Moré    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jun/01