Tiempo seco

Noel Unk

El gato lucha en el último momento de la caída, en el instante en que el cuerpo peludo está a punto de encontrarse fatídicamente con el suelo y los ojos felinos planean con desesperación el impacto. El gato da dos maromas, saca las garras, emite un breve maullido y cae parado en el piso de adoquín. Se mantiene inmóvil, estatua animal. Después corre, escapando.

Sentado en el borde de la ventana, cuatro pisos sobre el suelo, envuelto en una bocanada de tabaco y limpiándose los anteojos, Amado recuerda la última vez que vio a su gato, Unk, hace doce días.

Recién levantado, llamó a su gato a la habitación oscura, tapizada de libros y humo. Le sirvió pollo en un pequeño plato, único sobreviviente de una vajilla china, y lo llevó a su regazo. Lo acarició mientras leía, compartiendo letras y ronroneo con la pasividad de sus 94 años. Los bigotes de gato se restregaban amorosos en sus manos adornadas de arrugas, lunares y venas salientes. Veía ansioso la hora cada diez o quince minutos, primero en el antiguo reloj de péndulo y después comprobándola con su reloj de pulsera. Movidos por el ir y venir incesante de las parvadas, los árboles marcaban los segundos. Un olor a pera escapaba de una botella de licor y un sol decaído calentaba las paredes.

Como cada primer lunes de mes, Amado arrojaría a Unk por la ventana a las diez en punto de la mañana.

Ese era uno de los pocos placeres que se daba, el único acento exótico en su vida. Encontraba una perversa fascinación en ver a su gato negro caer. La cara inocente de Unk en un momento, y los arañazos instintivos al siguiente. La mirada desconcertada, los pelos azabaches que quedaban suspendidos en el aire por una eternidad. La adrenalina que inundaba las venas de Amado viva y luminosa como una escuadra de peces. La flaca figura de Unk haciéndose cada vez más pequeña, precipitándose con lentitud al vacío.

Pero, más que nada, disfrutaba verse reflejado en el gato y su danza mortal.

Mi cuerpo se hace más chico también, me encorvo, me arrugo, la piel se extiende y el músculo se comprime, mi piel cuelga, cuelgo de mí mismo, soy un cadáver colgando de la tumba de mis huesos. Nací. Cogí. Me reproduje. Envejecí y sigo envejeciendo. Pero no he muerto. No ha venido el soplo bendito. Una mujer me dio a luz; el árbol de la muerte no me ha dado a oscuridad, no me ha ofrecido su cicuta. Mis órganos reman contra la corriente de mi voluntad: quiero morir. Quiero dar muerte: por eso arrojo a Unk, el morbo me hace sentir más humano, me hace saberme vivo, la sangre parlotea, mis ojos se abren ante la posibilidad de la muerte, soy un dios escupiendo veneno en una ciudad hermosa y fiel, intento destruir lo hermoso, pero los gatos siempre caen parados y tienen más de treinta vidas. El vivir más de la cuenta no es vida. Mi cuerpo se hace pequeño como el de Unk al caer, mi cuerpo se precipita al vacío de la rutina y los libros que no me satisfacen y la grasa y sal de lo que como para morir y no muero, y los cigarros y las llamadas de los familiares que se reportan no para saber cómo estoy o para citarme en mi casa o en algún café, sino para saber si ya pueden entrar a recoger el cadáver y repartirse los candelabros y las cartas y los manuscritos y las ganancias de las reediciones y las reimpresiones y la redención de mi muerte: soy una cruz de desidia sobre ellos, cuando vienen a visitarme no lo hacen por mí, sino por ellos, para no sentirse culpables

Disfrutaba el pensar, en el pequeño lapso de espacio de la caída, las diversas suertes que podría sufrir el felino: podría sacar una de sus vidas y caer en cuatro patas, podría romperse algunos huesos o podría quedar ahí, carmín y pavimento, con un hilo de sangre corriendo de su hocico y llegando hasta los ojos llorosos de su dueño, disolviéndose en las lágrimas. Porque, a pesar de esta práctica, Amado lo quería y en el momento del clavado se fundía con el gato en una hermandad infranqueable. Pero también envidiaba la agilidad de Unk, su juventud, la forma en que los músculos se flexionaban. En ocasiones el odio se acumulaba en la sangre, viscoso y negro, y corría por el antebrazo aumentando la violencia del lanzamiento.

Unk siempre se detenía por un momento al caer y después corría despavorido. Tardaba siempre una semana en regresar con los pelos desaliñados, dos o tres rasguños y un hambre tremenda. Amado lo recibía con caricias y comida que el gato aceptaba con un dejo de rencor en la mirada.

¿Esperará el gato la muerte?, el momento de caer es tan breve como lo ha sido mi vida y pueden haber tantas posibilidades como las que se me presentaron, ¿quién me diría, por ejemplo, que hubiese preferido morir a mis 70 años en ese accidente, con mil perros que me ladraran en el sepelio?, ¿quién hubiese predicho que ahora estaría aquí sentado, con tanta salud como arrepentimiento, viendo como le arranco más días inservibles a la vida?, dicen que los gatos tienen siete vidas, yo digo que tengo más, tengo tantas vidas como canas, mi cabeza guarda mil años de palabras, "no hemos ido a visitar al tatarabuelo Amado, ni siquiera una llamada en Navidad", si siquiera sirvieran de algo mis errores, las dos casas que erigí, los tres libros escritos, las generaciones, el jardín que cuidé por veinte años hasta que lo pudrió la lluvia, si de algo sirvieran, si alguien viniera a preguntarme de la vida en el siglo pasado, de mis amores y mis historias de mar, si el tataranieto nervioso por la noche de bodas me trajera una botella y entre trago y trago me pidiera consejos de cama, pero no, para todos me estoy pudriendo en vida, cuatro pisos sobre tierra, con mi pipa vieja y mi gabardina maltrecha, este departamento es mi ataúd, forrado de madera por fuera y de tapicería barata por dentro, si pudiese volar como Unk, y regresar rencoroso a la vida una semana después como si nada, a conformarme con las mismas sobras, a estirarme bajo el mismo rayo de sol, a bañarme con la misma lengua y a descargar mis ganas en el mismo regazo amoroso, si tan solo pudiera.. Algo me une a Unk, y ese algo es la vacilación entre la vida y la muerte, la duda constante, él morirá con mi muerte, o yo moriré con la suya.

Amado se encuentra en el borde de la ventana y la pipa de marfil sube y baja de su boca a la cornisa. Así pasa la mañana entera, repasando el momento de la caída con todos sus detalles, algo que pudiera ser diferente a las otras veinticuatro veces que ha arrojado a Unk por la ventana. Pero no encuentra nada: el gato giró, cayó, se detuvo y miró desconcertado al cielo. Después escapó, como siempre.

Han transcurrido doce noches y Unk no regresa.

Su ausencia ronda la habitación: cualquier ruido se convierte en el maullido hambriento del retorno, los pasos de una mujer y su hija, en el tercer piso, se transforman en el andar sigiloso del gato, todas las sombras son las de él. El duermevela es vapor negro con la imagen de Unk atropellado por un auto, perseguido por un perro, sangrante después de una pelea por poseer el celo de una gata.

El viejo está acostumbrado a esperar. Ha aguardado a la muerte por años sentado ahí, recibiendo cartas o llamadas telefónicas avisándole que falleció tal o cual amigo, este o el otro familiar. Nadie es más viejo que él: su hijo Anselmo acaba de morir víctima de un paro cardíaco, velado por hijos, nietos y bisnietos, a los setenta y cuatro años. Igualmente han fallecido su primera y segunda esposa. Sus amigos de la infancia, de la juventud, del placer, del trabajo, de la vejez.

Casi no sale a la calle. Pide la despensa por teléfono. El sol que entra por la ventana es suficiente para él. En ocasiones sale a tomar café con algún amigo. No sé si los volveré a ver, todos mueren, los amigos que me quedan son diez o quince años menores que yo y ya son ancianos, todos mueren, un día están tomando café conmigo y al siguiente están siendo velados y al siguiente son cubiertos por cubetas de cemento y al siguiente su cuerpo se comienza a descomponer bajo la tierra a tres metros de distancia de las flores que les dejaron en el entierro y que se marchitan también. Sabe que afuera el mundo cambia, y le aterra el salir a un planeta que gira más rápido, donde la gente le es distante, donde los niños sonríen de una manera diferente; un mundo que no le debería haber tocado vivir, que le es ajeno y lo rechaza despiadado con los saludos sin respuesta, el vértigo de los automóviles, los ojos que se extrañan al ver a un anciano de tal edad caminando con sombrero y bastón. Detesta la ciudad que, según él, se ha marchitado y podrido hacia dentro de sí misma, como un fruto, pudriendo también a los que la habitan y aman.

Amado espera y con el regazo helado se sirve un poco de licor, tratando de leer. El ansia enciende al licor y ambos arden en su estómago, trepan por la garganta y hasta los ojos como una plaga sedienta; las letras se confunden y pierden el sentido. El mundo con sus mares, párrafos y desiertos se reduce al andar ausente de un gato.

La preocupación lo incorpora y lo hace llamar. Unk, Unk, Unk.

Repite el nombre, primero en susurros y después en gritos, por todo el departamento. En ocasiones Unk se esconde en la alacena o algún buró y sale veloz al escuchar la puerta del refrigerador o comida caer sobre su plato. Amado sabe que Unk regresa por comida y le da compañía a cambio, permite que el viejo escritor lo moje con sus lágrimas y, con dos o tres copas encima, lea antiguos cuentos y borradores. Pero esta vez el anzuelo no sirve.

Amado se agacha y camina en cuatro patas. Gatea sobre el piso de madera buscando entre pilas de libros y periódicos, detrás del refrigerador, entre los zapatos. En la cocina se llena las manos de un polvo amarillento, orines secos de gato. Amado espejo de Unk, animal de cuatro patas siguiendo los rastros de orina, revisando su consistencia para ver si es fresca o vieja. Amado comprende que así se seca el tiempo: oxidado y fétido como orines de gato. Comienza la danza del territorio, de las casualidades de guerra, el apareo de un viejo y su soledad.

¿Quién es el dueño de quién? Gateo buscándolo, me arrodillo ante él y sus orines, Unk no murió en la caída, es mi único compañero, el primer lunes de mes a las diez de la mañana lo humillo, traiciono su amor, ¿dependencia?, juego a la muerte como juega el marido borracho que golpea a su mujer y después se hinca, apoya la cabeza en el regazo de lágrimas e implora perdón, como lo hace el niño que apunta con su resortera a una lagartija de luna o a un pájaro de sol, como lo hace la ciudad derrumbando muros y derramando sangre hacia dentro de sí misma

Amado grita desde la ventana. En la banqueta, una pareja que camina tomada de la mano mira hacia arriba y sigue su camino. Frente al edificio hay un parque en ruinas, con un pastizal de medio metro de altura y rodeado de paredes pintarrajeadas. La maleza es movida por el viento y Amado cree ver un bulto peludo escondido. Toma su abrigo empolvado y azota la puerta al salir.

El gato nace de un bote de basura del otro lado de la acera. Está sentado y mira directamente a los ojos de su dueño. Lame su pata derecha para lavarse el hocico. Amado, paralizado por un instante, siente la pesadez del licor subir a sus ojos y llenarlos de lágrimas. La mascota permanece inmutable. Unk no acudirá a él.

El viejo llama rogando y corre. Una camioneta toca el claxon con furia. Un par de niños presencian la escena y mueven la cabeza. Pinche viejo ridículo, dice uno entre dientes. Unk ya no está ahí cuando llega al parque. Un maullido le avisa que está a unos diez metros de distancia.

Unk se da la media vuelta con desdén, como una amante humillada. Amado baja la cabeza.

Pasan quince días y Amado, después de varios años, es tocado por la mano blanca y terrible de la soledad.

Me pregunto si Unk me arrojaría de ser posible, si encontraría placer en verme caer y darse cuenta que no caigo en cuatro patas, que mi cuerpo yace triturado. Quizás bajaría a restregar su cola contra mi cráneo roto, tratando de recuperarme como lo recupero yo con comida. Nadie me puede abandonar, nadie debe abandonarme. El mundo es plano y termina en donde mi amado Unk dio la media vuelta y se fue. No todos los amantes regresan.

Es el primer lunes de mes, son las diez de la mañana. El ritual comienza. Amado se sienta a leer poemas con un bulto de abandono en los muslos, moviendo con los dedos unos largos bigotes invisibles. Se inclina sobre el marco de la ventana y un chorro de vómito escapa del borde de su boca. Cierra los ojos. Coloca sus rodillas sobre la cornisa. El mundo sopla, con un viento frío se despide de él. Abajo, mas allá del piso de adoquín, comienza el fin del mundo.

 

Texto ganador del primer concurso de cuento Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalá, Mexico.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ago/01