La torre de papel
José Candás
Tras días que parecieron años, y años que por su eternidad no duraron nada, llegué a la Ciudad de las Ideas. Su olor a pergamino me recibió a sus puertas. Crucé las anchas avenidas escritas por mil manos y los muros decorados con tinta fresca, con su agreste aroma a grafito desprendiéndose de sus rasgos infinitesimales. Caminé hacia la Torre de Papel que resguarda al Príncipe de las Palabras, al guardián que contempla en su biblioteca interminable los milenios y las luces, las tortuosas penumbras de la nada, y la incansable ampliación del universo, que se expande y se contrae, conteniendo toda la vida posible en el espacio mínimo que delimita el paginado de un libro, siempre listo a abrirse, a volverse inconmensurable ante los ojos de los iniciados.
La Ciudad de los Autores, construida con sus ladrillos tatuados con palabras, era una enigmática caja de sorpresas; y el Príncipe, desde su atalaya, la coronaba, haciendo el doble papel de bufón y de guerrero, siempre dispuesto a saltar, a sorprender a sus visitas de un solo brinco. Se decía que la ciudad estaba resguardada por cientos de paladines, los cuales estarían dispuestos a proteger a su líder a costa de sus vidas, de sus mitos mil veces multiplicados, y de sus mentes ávidas de explicar y exponer los resquicios más recónditos de su inventiva y de su corazón.
¿Acaso era yo, el más vasto de mis compatriotas, quien debía accionar el resorte de la polichinela para sabotearlo por siempre? ¿Debía ser yo el que diera fin a su figura de sereno conspirador, a quien mi pueblo y todos los otros temen por resultar incomprensible?
Sin pensar más, ascendí las escaleras sin encontrar a mi paso oposición alguna. Era una ciudad medio poblada, pero con una constante de presencias, gente encerrada en si misma por doquier. Siempre leyendo, o discutiendo sus ficciones, embebidos en interminables correcciones y adiciones, perseguidos por los espectros de sus lecturas. Sobre el papel que conformaba su espacio y mobiliario escribían y rescribían sin descanso, absortos en sus letras y en los matices de sus enunciados; en desenrollar desde su cabeza los herméticos significados que encerraban los textos, que venían en diferentes lenguas y con modos diversos: algunos sutiles o herméticos, y otros más enigmáticos y seductores; todos ellos inaccesibles para mí.
Terminé ignorando sus imposibles revelaciones, ayudado por mi natural desprecio por lo ajeno y lo complejo, y continué el camino hacia mi meta. Nadie reparó en mi persona -demasiado ordinaria para ser sobresaliente o extraña-, y ascendí lentamente entre los barrios decorados con los más estrafalarios alfabetos, con la fija y temeraria voluntad de enfrentar mi destino.
Tan rápido como pude, ascendí los escalones que estaban a mis pies. Trataba de subir sin pensar, pero el poder de la torre era demasiado fuerte, y pronto tuve la sensación de estar luchando contra la nada, poniendo excesivo detalle en la manera de pisar, de resaltar la diferencia entre cada peldaño con el simple acto de despegar mis pies y accionar los músculos de mis piernas. Traté de ignorar esta tendencia, pero cada vez era más fuerte. Finalmente, tras un gran esfuerzo, logré cruzar esa distancia, llegando a la cámara real.
Sin más preámbulos busqué al Príncipe, que según la leyenda ordena desde su biblioteca el caos, haciendo de la ficción la más contundente y abrasiva realidad. Y encontré su silueta en la penumbra, casi inmediatamente, decidido a llegar a su propio desenlace sin oponer resistencia.
-Llegaste a mi morada, extranjero-, me dijo con voz quebrada y decidida. -Ponte cómodo si te es posible.
A diferencia del resto de la ciudad, llena de amplios ventanales por los que se derramaban ripias enteras tatuadas de esperanzados garabatos, la cámara del Príncipe era una sala enorme y oscura, llena de libros, de estanterías sin mácula. Una pequeña lámpara ardía sobre su escritorio, iluminando tibiamente la plural oscuridad. Bastó con acercarme a él para barrer con todas mis figuraciones sobre su aspecto posible. Su aire de lector voraz y aburrido, doblegado por la edad y la existencia desesperante de quien ha vivido de más entre las letras y los sueños de los hombres, nada tenían que ver con la concepción guerrera e intimidante que había construido en mi cabeza. Sus manos de bibliotecario, su aire de criollo incómodo con el mundo, y sus movimientos serenos y férreamente controlados me impactaron; pero una mirada más cercana de mi parte me reveló la mayor de las sorpresas: en su rostro erosionado por las mareas del tiempo, los ojos mostraban una opacidad que identifiqué de inmediato con la de nuestros nigromantes más agudos: la noche permanente habitaba en las cuencas inútiles, y estaba convertido en el prisionero de una jaula que él mismo había construido con mamotretos de variados orígenes -algunos concebidos por él-, a través de los cuales escapaba hacia mundos imposibles, al serle leídos por sus ayudantes, o usando él mismo un código de sutiles relieves.
A pesar de todo eso, sus ojos ausentes estaban cargados de palabras exactas, y comprendí que a pesar de su minusvalía, era más peligroso que todos los ejércitos del universo, pues tenía el don de abrir el infinito con tan sólo mover los labios. Pero yo ya había llegado a mi destino, con el arma que mi padre puso en mis manos justo antes de morir dispuesta a usarse, sabiendo que no tenía tiempo para el pánico o la vana compasión. Su final estaba inexorablemente decidido.
Finalmente, el sortilegio de las letras se rompió y pude sacar de mi bolsillo la caja de cerillos para encender el fuego, cuya chispa se convirtió en luz, y la luz en un hoguera insaciable, plural. Las llamas devoraron el suelo lenta pero constantemente, y el humo lo empezó a cubrir todo, mientras avanzaba hacia atrás, invadido por el éxtasis de los incendiarios y el horror de mi propia voluntad.
Lo último que vi antes de darme la vuelta, fue la silueta del anciano, entristecida por el fin de su obra, y aliviada al mismo tiempo por su tardía conclusión. Yo no sabía si debía sentirme como un destructor triunfante o un benefactor vencido por la piedad. De su garganta surgieron entonces sus últimas palabras, un enigma de horror infinito que a pesar de mi ignorancia me invadió por completo.
El fuego no alcanzó a devorar la Palabra, que al caer en mis oídos me perdió y a la vez me salvó del fuego. Salí del recinto y después de la ciudad, con el holocausto a mis espaldas, sin atreverse a envolverme en mi huida. Escuché alaridos y desgracias, pero no volteé en ningún momento, dedicándome únicamente a ver el camino. Pronto me envolvió el humo del incendio, ocultando el sol que comenzaba a salir, pero lo dejé atrás también, y me alejé sin parar, con el rumor hiriente del papel que se transforma en ceniza prendado a mis oídos. Tardé en percatarme de que mi serenidad no era más que una careta que ocultaba un horror cuya magnitud jamás podría exponer. No dejé de caminar, hasta que el cansancio fue mayor que mi locura, y perdí por fin el sentido.
Parece que fue ayer, pero una eternidad me separa del pasado y de aquél joven que prendió fuego a la Torre de Papel, a su corte de soñadores y a su señor. Lloraría después sin consuelo por la pérdida infinita, a sabiendas de que mis lágrimas no lograrían apagar el incendio, y de que en mi afán de destruir aquello que me perdía acabé aún más extraviado que al principio. Huí sin descanso de mí mismo y de mi obra, buscando inútilmente imágenes o rostros, estímulos fugaces, hombres y mujeres que vendieran olvido, frases vacías y gritos sin sentido que borraran de mi mente al patriarca de la torre ardiente y su conjuro, pero no lo logré jamás.
Ahora, trascurrido el tiempo, mientras escribo esta historia aún olorosa a cenizas, me rodean mis nietos, que se parecen a sus padres, los que a su vez son tan parecidos a mí que me horrorizan.
Lo sé todo y a la vez nada sé: que ya había vislumbrado mi propia multiplicidad, contenida en los ojos velados del bibliotecario, convertidos a su vez en espejos emponzoñados de futuro; que aquél vive en mí gracias al bautizo de fuego y a la Palabra que me identifica, que resguarda mi esencia más profunda; y que ambos renacemos inevitablemente en cada frase de mi relato abominable, con el terrible conocimiento que le hizo exigirme su final ese día fatal.
Comprendo que mi perpetua condena es conservar la inmortalidad que el ansiaba perder, la que vive en mi creciente descendencia, tan cercana y a la vez tan distante; en mi conciencia que no logra deshacerse de los hechos cometidos, y en este cerebro incansable e infernal, que encierra mis pensamientos y los suyos, siempre buscando una salida imposible, siempre descubriendo significados, razones. En mi afán de entender lo que nos pasa, me he elevado de la ignorancia que tanto presumió mi pueblo -ahora desaparecido por su propia soberbia- estudiando lenguas, descifrando galimatías cada vez más complejos e intrincados que encierran mitos, leyendas, instantes idos o por venir, todos ellos hipnóticos y extensos, que se forman día a día o que sobreviven milagrosamente al exterminio de la Torre de Papel.
Es hasta la fecha que busco anular el conjuro a través de la reconstrucción de la ciudad; de sus páginas y volúmenes, de sus mitos y los míos, que exigen cada noche un nuevo ritual que revierta su condición carbonizada. No soy tan bueno para eso como lo era él, pero voy logrando que la eucaristía de las letras recupere su eficacia. Sé que sólo así podré encontrar una salida y convocar a mi propio verdugo intoxicado de barbarie, secretamente ansioso de tomar de mí el ansia de saber.
Estoy convencido de que no estoy solo, de que es el Príncipe y no yo quien escribe este cuento a través de mí, en penitencia por mi acción y su renuncia. Pero constantemente dudo si en realidad no fue todo mas que un sueño. Pero eso no tiene la menor importancia. Ahora sé que ésta historia jamás tendrá final, y que a pesar del punto y aparte que voy a colocar, pronto habré de continuar con el relato, que es el mismo de siempre, aunque no lo parezca.
Sólo espero que me alcance el tiempo para todo eso, pues cada día que pasa veo peor y escribo menos. Pronto necesitaré ayuda para moverme en este infierno, en este imperio literario que me he empeñado en levantar.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01