Tragedia de Enredos

Yerbabuena

He sido siempre un pusilánime. Desde muy pequeño me acostumbraron a obedecer bajo la amenaza de terribles castigos. Así que no recuerdo un solo día de mi vida en el que haya expresado mi desacuerdo por alguna cuestión. He vivido prácticamente en silencio, he escapado de las miradas ajenas como quien desvía la vista de los rayos del sol, tengo problemas en las vértebras cervicales de tanto inclinar la frente hacia el suelo.

Máxima, mi esposa, es un poco gorda pero es alta. Sin embargo su cuerpo, que más parece un conjunto de bloques antes que una figura torneada, ha despertado y despierta el apetito de los hombres como si en realidad fuera un plato sabroso y no una mujer... Claro que no es precisamente su cuerpo lo que llama al amor sino la seguridad con que camina, su tono agresivo, esa manera de actuar su papel que deja entrever una promesa de abundancia y lujuria. No es, no hace falta que lo diga, el tipo de mujer adecuado para un hombre de mi naturaleza. O quizá sí lo sea en la inescrutable función que nos depara el cielo.

Soporté durante diez años toda clase de humillaciones. Las palabras favoritas de Máxima cuando se enojaba con mi triste persona eran: enano, sinvergüenza, inútil y la expresión pedazo de nada... Sufro ahora, aún cuando toda esta farsa ya está a punto de acabar, al recordar estos insultos. Me pregunto de qué estarán hechos nuestros espíritus que se dejan abatir tan absolutamente por esas armas volátiles y efímeras que son las palabras.

Pero nunca me importaron esas cosas, estas preocupaciones con mi persona comenzaron, en realidad, hace algunos meses. Antes, Máxima me vapuleaba tanto a solas como en público, tanto en la cola de un cine como delante de mi padre y nunca nada me llegaba... Poco me interesó siempre lo que los otros pudieran pensar. A solas, dentro de mí, mi estima estaba protegida como si mis costillas fueran una infranqueable jaula de acero y nada hubiera capaz de lastimarme el corazón.

Un día, sin embargo, se produjo un hecho que cambiaría para siempre nuestras vidas. Estábamos en una de esas librerías que exponen la mercadería en largos anaqueles, yo completamente absorto en la observación de un hombre de mediana edad, elegante corte de cabellos blancos, traje italiano y zapatos brillantes, que pasaba las hojas de un libro con agradable parsimonia. Tenía el estilo de quien conocía, además del libro que hojeaba, muchos otros más; se mantenía en sus dos pies con firmeza y movía apenas los ojos a derecha e izquierda en una envidiable exhibición de equilibrio. Creo que fue esto último lo que me maravilló. Yo era incapaz de mantenerme erguido por más de unos cuantos segundos, sólo podía hacerlo mientras no recordara la presencia de Máxima en mi vida, mientras no me llegara desde un omnipotente espacio de mi memoria, la sensación de terror que me invadía toda vez que Máxima me dirigía la palabra. Creo que fue aquello último lo que me maravilló, creo que en aquel momento quise ser ese hombre...

-Dame la tarjeta - escuché en la voz de Máxima-. Vamos, no pongas esa cara de idiota y dame la tarjeta.

Me tomé un instante para mirar una vez más al hombre. Vi que se mantenía imperturbable a pesar de que podía notar el tono de Máxima, siempre exagerado, siempre fuera de lugar cuando de lo que se trataba era de dirigirse a mí.

Y yo no la había traído... Podía recordarla, sí, plástica, algo brillante, la franja negra que representaba mi identidad en código magnético, sí, en la mesa de luz, cerca de mis documentos también olvidados. Máxima entretanto ya había comenzado a insultarme; en esta tarea le afloraba una creatividad que poco o nada utilizaba para el resto de sus actividades. Como ya dije, no me interesaba lo que los otros pensaran: el vendedor que envolvía el libro de cocina que Máxima acababa de comprar, hombre que parecía aguardar con deleite el resultado de su ira; la muchacha que reponía mercaderías en los espacios vacíos de los estantes más elevados, que se detuvo a mirar la escena por encima del hombro desde lo alto de una escalera... No, nada me interesaba, era sólo cuestión de esperar a que pasara la tormenta... Pero esa vez todo fue diferente, pues recordé que estaba el hombre, lo miré.

Los insultos de Máxima llegaban ahora en tercera persona porque ella le contaba al vendedor todo lo que yo era. Pero lo que a mí me preocupaba era aquel hombre, aquel Alejandro que, como si supiera discernir con claridad entre lo importante y lo banal, por más despampanante que fuera el espectáculo de humillación perpetrado en mi contra, había continuado su lectura sin, estoy seguro, levantar la vista una sola vez. Y quizá fue este el hecho que me dio fuerzas para reaccionar de manera diferente, que me llevó a dejar de aguantar en silencio los insultos de Máxima por primera vez en la historia de mi matrimonio. Ese día, diez años de costumbre no pudieron contra la espléndida presencia de un hombre. Así que aproveché el momento en que Máxima le explicaba al vendedor que no podría llevar el libro por mi culpa y me acerqué a él:

-Ella está muy enferma, va a morir cualquier día de estos -le dije-; es por eso que anda tan nerviosa, es por eso que yo prefiero no contrariarla. Usted no se imagina. Tiene un virus maligno en la sangre.

Por el simple hecho de haber descargado esas palabras me sentí más tranquilo, me sentí igual que después de otras tantas batallas perdidas; había podido justificarme ante Alejandro y había recuperado la paz de mi insignificancia.

-Vamos -gritó Máxima desde la puerta-. Hoy ya colmaste la medida... Y no son ni las doce del mediodía.

Yo caminé con mis lentos pasos de siempre, la cabeza hundida entre los hombros. Cuando llegué a la puerta escuché:

-¡Señor! -Alejandro estaba detrás de mí, llevaba aún el libro abierto en la mano, se había acercado en silencio-. Quizá yo pueda ayudarlo.

Me entregó una tarjeta de visita y volvió a su lugar. Pero Máxima me la quitó inmediatamente de las manos.

-¿Un infectólogo? -preguntó luego de leer-. ¿Ayudarte? ¿Qué clase de estupidez es ésta?

Y de pronto volvió la vista hacia la entrada de la librería y, con una expresión evocativa que pocas veces ella mostraba, me dijo:

-Eso sí era un hombre.

Durante ese día y los siguientes me atormentó una sola idea: debía visitar a don Alejandro. Pero, ¿cómo? ¿En calidad de qué? ¿Debía visitarlo para contarle toda la verdad? ¿Debía hacerlo para continuar hablando de la supuesta enfermedad de Máxima?

Un miércoles, día en que Máxima pasaba la tarde jugando a la canasta, me acerqué hasta su casa. Curiosamente no se trataba de un consultorio:

-Yo atiendo pacientes terminales -me explicaría el Doctor más tarde-, no es bueno entonces que los reciba en un ambiente que les recuerde la razón de su visita.

Don Alejandro me recibió en una sala repleta de cabezas de ciervos, jabalíes y felinos, armas, tapices heráldicos y armaduras:

-Tome asiento. ¿En qué puedo servirle?

Yo nunca me había sentido tan pequeño en mi vida:

-Aquello que le conté en la librería... Es mentira -comencé con un hilo de voz.

-...

-No soporté que ella me humillara delante de una figura como la de usted. Ella siempre me maltrata, inclusive lo hacía delante de mi padre... Pero yo nunca me sentí tan mal como aquel día, no sé lo que me ocurrió...

Don Alejandro me invitó a dar un paseo por su jardín, caminamos por más de una hora entre rosales exuberantes y fuentes de estilo romano. Allí me contó que todos los hombres son dominados por las mujeres, que la mayoría de ellas dominan de una forma muy sutil... Que yo, en cambio, estaba siendo dominado por una mujer de estilo masculino y, por esta razón, todo se hacía tan notorio.

-Le podría sacar sangre -propuso el doctor-, la mandaría al laboratorio y luego le diríamos a ella que es usted el que está a punto de morir. Yo le aseguro que la actitud de su mujer va a cambiar completamente y que usted podrá vivir más tranquilo... Tengo mucha experiencia con pacientes desahuciados.

-Es que, ¿jugar con estas cosas?

-Bueno, es una variante de lo que usted me contó en la librería. No olvide que estoy usando una idea suya.

Días después todo estaba concertado. El doctor Alejandro llamó a casa y pidió hablar con Máxima. Ella escuchó, colgó el aparato sin decir una palabra; luego desapareció y poco después la vi salir, había un gesto de preocupación en sus labios cerrados; confieso que tuve ganas de interrogarla para ver cuáles eran los efectos de esta primera llamada pero enseguida me di cuenta de que era demasiado temprano.

Máxima volvió al caer la tarde. Abrió la puerta, permaneció un tiempo mirándome, las cejas juntas, la mano en el picaporte. Luego cerró y vino hacia mí. Se sentó a mi lado en el sillón grande. Nunca había visto tanta compasión en sus ojos.

-Vení para acá -me ordenó maternal, dándose palmadas en la parte superior del muslo izquierdo-. Vení, sentate acá, quiero hablarte... ¿Cómo es que no me dijiste nada? ¿No soy tu esposa acaso?

A partir de ese momento, a partir del momento en que me levanté de las piernas de Máxima, viví meses de paz y armonía como nunca había vivido hasta entonces. Pasábamos los fines de semana en casa de don Alejandro, (un médico debe estrechar la relación con sus pacientes), después todos los feriados y luego, con el tiempo, todas las oportunidades en las que el doctor abandonaba sus obligaciones para estar con nosotros. Claro que, en verdad eran ellos, Máxima y Alejandro, los que más se buscaban. Así que yo comencé a ganar más tiempo para mí y pude volver a mis viejos libros. Poco me importaba lo que ellos hicieran a mis espaldas. Lo que antes era en Máxima: "Vamos, acompañame, vení...", se había convertido por la magia de una simple mentira en frases cargadas de bálsamo como: "Voy a salir, no me esperes para comer, acostate temprano..." Y mi mundo, como el de los niños cuando se encierran en sus cuartos a imaginar viajes espaciales y batallas, crecía en la amigable soledad de aquellas noches hasta hacerse tan ancho como la imaginación de los grandes escritores que formaban mi biblioteca.

Pasaron así incontables meses.

Un día recibí un telefonema del doctor Alejandro. Era para que fuera urgente. Me recibió en el escritorio.

-Adelante, puede entrar.

Y antes de escuchar una palabra más noté la presencia de Máxima, la vieja Máxima, aquella que siempre había vivido a mi lado...

"Ya lo sabe todo", pensé. "La amistad que han estrechado es ahora mucho más importante que mi paz".

-No es exactamente lo que usted piensa... -comenzó el Doctor-; ocurre que por una cuestión de rutina siempre mando examinar su sangre... Y ahora vino esto...

Me extendió una hoja con números, puntos, comas y unidades de medida.

-No espero que usted los entienda. Pero es mi deber decirle que su situación es desesperante, le quedan unos cuantos meses de vida, a lo sumo un año.

Yo la miré a Máxima a los ojos.

-Sí, también yo lo sé todo -dijo ella como si hubiera llegado su turno-. En otra situación te hubiera ahorcado, por supuesto. Me mentiste, me trataste como a una idiota... Pero como ahora estamos ante un asunto realmente grave, como ahora se acabó el juego... Bueno, al contrario de lo que vos me hiciste,

yo no pienso ocultarte nada, pienso serte absolutamente franca...

Las palabras de Máxima parecían surgir de algún mecanismo oculto en la sala; su boca no se movía, sus ojos se mantenían fijos y abiertos y yo, a pesar de que apenas podía soportarlos, me mantenía firme en su rostro, mi labio inferior colgándome de la boca abierta.

-Alejandro y yo estamos enamorados -continuó Máxima inerte- nos vamos a casar apenas yo quede viuda, es decir...

¿Por qué dejé la casa del Doctor sin decir una palabra? Porque me llevó cerca de dos días entender y clasificar las dos o tres informaciones que me dieron esa tarde; porque en mi interior los datos se ramificaron y cada rama dio sus metástasis y porque la raíz recorrió los últimos diez años de mi vida, para fincarse en un tiempo más allá que mi memoria no pudo alcanzar en un primer momento. Recién pasados dos días sin decir una palabra, sin ver a nadie, abrí la boca y lloré. Lloré porque iba a morir justo en el momento en que podría comenzar a vivir, lloré porque la mujer que debería quererme me abandonaba en la agonía, lloré porque el hombre que yo quería ser era, aparte, un traidor.

Días después, con mucho esfuerzo, conseguí volver a mi rutina anterior. En los pocos momentos en que podía dejar de pensar en la muerte, en que podía dejar de mirar los más insignificantes objetos con la certeza de que los estaba mirando por última vez, retomaba mi hábito de leer y me olvidaba de la realidad.

Máxima pasó varios meses sin volver aunque toda su ropa continuaba en casa.

Ahora no como, estoy veinticinco kilos debajo de mi peso y tengo unas manchas de lo más extrañas en la cara.

Ayer vinieron Máxima y Alejandro. Ella se alarmó al verme. Me cargó hasta la cama, me arropó:

-Tonto -me dijo dulcemente-, ¿cómo podés ser tan tonto? ¿No ves que es todo mentira? ¿No ves que quise pagarte con la misma moneda?... ¡Alejandro, vení para acá! Contale toda la verdad.

-Fue todo por culpa del amor, fue cuando decidimos casarnos -el Doctor hablaba con un tono vacilante que yo nunca le había visto, no me miraba a los ojos, hablaba con la vista fija en un vaso con agua que había sobre la mesa de luz-, ella me confesó que sólo no le pedía el divorcio porque le daba pena su enfermedad, que prefería esperar hasta su muerte. Yo tuve que contarle la verdad, ya habíamos ido demasiado lejos...

-Cuando me enteré, ya te lo dije, lo único que quería era ahorcarte. Aunque luego entendí que lo mejor era pagarte con la misma moneda... Y éste -señalo al doctor- me dio la bendita idea... Mirá el resultado, qué broma más estúpida.

-Al final de cuentas la idea fue suya -agregó Alejandro.

-Callate -le ordenó Máxima-. ¿No ves cómo está? A partir de mañana voy a venir todos los días a hacerle unas sopas, tengo que sacarlo de esa anemia.

De todos modos, no creo que yo viva mucho tiempo más. No tengo ganas. Lo poco que me gustaba ya no me interesa y, lo vine a descubrir ahora, perdí en Máxima a una mujer que me quería, que me amaba. Lo extraño, lo que no supe ver, era su forma de amar...

Ayer, al salir, ella y Alejandro se demoraron un tiempo en la sala. Y Alejandro debe de haber hecho algún comentario, no sé, no lo escuché... Porque lo que tronó fue la voz de Máxima:

-Mirá, vos no vas a venir a decirme lo que yo tengo que hacer. Ya bastante despelote te mandaste con tus mentiras, doc-tor -así cortando la palabra en sílabas-. Caminá, caminá y no me mires con esa cara de idiota...

Entonces:

"Lo ama", pensé yo que escuchaba desde el cuarto, "ahora lo ama a él".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/00