El tren de la tarde

Bruno Schwebel

Cuando Jesusa llegó al rumbo, hace quince años, empezaban a construir las primeras chozas de bajareque de Estación Porvenir. Los trabajadores iban tendiendo los rieles que atravesarían el desierto de Sonora, y Jesusa les daba de beber y les hacía de comer. A la par que los hombres hizo adobe, fue por carrizo a la laguna seca y también construyó su choza. La levantó a un lado de la estación, desde donde podría ver la llegada de los trenes -quién bajaba, quién se iba- y vender sodas o bocadillos a los viajeros. Nunca perdía detalle de la maniobra de vaciar el agua caliente de la locomotora al aljibe, a lo que seguía surtir la máquina con agua fresca que ella misma bombeaba del pozo profundo.

Desde la estación Jesusa percibía la vida del caserío -su pueblo- como quien cuida al hijo a través de lo que le entra y le sale. Chaparra, pero eso sí bien mandona y de una reciedumbre de macho, con los años se ha ido posesionando del papel de mamá grande de la comunidad. Huyendo de otras vidas, había llegado a Estación Porvenir cuando estaba en sus cuarenta. Todo el santo día iba, venía, se trepaba al tren con destino a Santa Ana o Mexicali, saludaba a viajeros conocidos, y contaba de cuando aquello todavía era desierto y de cuando entró el primer tren, toquitoque la campana.

Pero ahora Jesusa está callada. Acurrucada entre los bultos con sus pertenencias, recorre con lentitud el pueblo una y otra vez con un mirar cansado y seco. Su mente vaga por los recuerdos de cómo aquello fue creciendo: una casita por acá, una choza por allá. El tendajón, la nevería. La capilla. Luego la escuela. El ferrocarril iba trayendo más y más gente y había espacio para todos. Mucho espacio para todo el mundo.

No creció grande, el pueblo; apacible y de buen ambiente, sí, pues nunca hubo mucho revoltoso y por las tardes ponían la música bien fuerte para que llegara a todas partes, pero en especial hasta mamá Jesusa en la estación. La calle principal, que le queda huanga a los dos vehículos del pueblo y que en algún futuro deberá lucir un par de banquetas como las de Ciudad Obregón, va de la estación al zocalito, cuyo Padre Kino de bronce, donativo de diputado, es la única cabeza que no se inmuta con el solazo de los meses de calor. Más allá, las chozas se agrupan a los lados de unos cuantos ramales de polvo apisonado que en tiempos de lluvia forman un gran lodazal, y más allá todavía, tierra de huizaches y chivos. Antes, resaltaba alegremente el verde de los alamillos por entre el adobe -regalo de un vivero de San Luis Río Colorado-, que los hombres habían plantado por donde pensaron podría haber calle, y cuyas hojas vibraban bien bonito con el viento. Y con los verdes llegaron los gorriones -de quién sabe dónde-. Alineada con la calle principal, una zanja llevaba el agua del aljibe a las milpas y, los días de juego, hasta el llano de beis para que los visitantes no repelaran de lo polvoriento del campo. Los árboles más cercanos a la estación fueron los que más frondosos se pusieron. La zanja pasaba a un lado del terreno de Jesusa y cuando abrían la compuerta de la cisterna, la mujer debía haber pensado que qué buena era el agua, y por qué sería que cuanto más calientita, más verde se ponía la lechuga. Escucharía sus murmurios, a sabiendas que eran murmurios de vida.

Pero ahora sólo están los pitidos de los moscos revoloteando grietas. Los adentros hechos nudo, Jesusa no cesa de mirar al pueblo con sus arbolitos bien tristes, la huerta marchita, y piensa en eso de polvo eres y en polvo te convertirás. Nunca había visto el pueblo así de desganado, con tan poco ir y venir -y no es que alguna vez hubiera habido mucho-. Pero por las tardes de verano bien que se llenaban los sombrajes con la gente que acomodaba sillas para tejer, platicar; para fresquear. Era cuando comenzaba el escándalo de los gorriones, pitipite de contentos. Ya pocos quedan. Quién sabe adónde se habrán ido.

El único escándalo que quedó es el de los trenes que parecen acelerarse al pasar de largo por Estación Porvenir, como quien no quiere saber de tragedias. Antes, todos se detenían. En tiempos de calor dejaban su agua, bien caliente por la travesía del desierto, para cambiarla por fresca - que su máquina bombeaba del pozo cercano-. Y en invierno los conductores también paraban a tomar café y echar a andar la bomba para llenar el aljibe del pueblo. Pero llegaron las Diesel y Estación Porvenir fue quedando aislada -sólo conectada a la ciudad por trescientos kilómetros de mal camino-. El ferrocarril le había dado vida, quince años atrás, y ahora lo estaba dejando morir.

"En El Porvenir estamos muy fregados. Desde que ya no para el tren estamos sin agua, no tenemos con qué vivir, y los maquinistas no quieren saber de nuestras carencias, señor ", le decían los de la comitiva al empleado del ferrocarril en Mexicali, que no sabía a qué oficina enviarlos. Anduvieron por muchos días de escritorio en escritorio, pero poco caso les hacían...Puras promesas.

Aletargada de amargura, Jesusa se imagina una vez más estar con los amigos de años en las tertulias del atardecer tomando cervezas. "! Córrale, mi doña, que ya llegó el de las seis¡". En sus oídos resuenan las campanadas del tren llegando a plataforma; se deslumbra con los reflejos del sol en el cromo de la locomotora; acude a las ventanillas a pregonar su mercancía, para luego dar salida al maquinista cuando ya nadie falte de pagar y hayan terminado las maniobras del agua. Imagina las risas de los niños jugando alrededor del chorro que cae a la zanja, lo chistoso que se veía el pueblo a través de las ondulaciones caloríferas que se elevaban del vapor, el arquito iris que se formaría cuando no estaba nublado el cielo y que siempre iba a caer en el mismo sitio, allá, detrás del ténder oxidado. A momentos los recuerdos la entibian, pero los retornos a la realidad invariablemente le vuelven a enfriar las entrañas.

Sucedió una tarde. Jesusa había salido a la plataforma cuando el tren -zas,zas,zas ...- nada más pasó de largo echándole una larga trompetilla al pueblo. La mujer se quedó ahí, azorada. Desde entonces, tren tras tren, día a día, Jesusa veía derrumbarse sus ilusiones de tener un pueblo suyo, una casita muy suya a la sombra de un arbolito. No lograba comprender la indiferencia de los del ferrocarril. ¿Cómo era posible que lo dejaran morir? Todas las mañanas el muchacho del telégrafo enviaba el mismo mensaje para pedir ayuda, cada vez más apremiante. El tren era la vida del pueblo. ¡Ellos lo sabían¡ Luego llegó el telegrama: "Mañana parará el tren de la tarde. Estén preparados." El mismo de cuando se fue el primer grupo de gente.

No quedaba más remedio que irse en tanto se arreglara la situación -si es que se arreglaba-. Llegar de arrimada con algún pariente. Volver a empezar en otro sitio. Ya la mitad del pueblo se fue. El resto está ahí con sus pertenencias amontonadas en el andén; en la banca donada por el tendero; en la sombra del gran tanque vacío, listo para cuando el tren de la tarde se detenga a recogerlos. Todo está seco. Reseco. Incluso los ojos de Jesusa. No hay agua ni para chillar. Calor. Huele a mierda.

Era la corrida en la que Jesusa regresaba después de ir a Mexicali por mercancía. La de las doce, que venía de Hermosillo, le dejaba camarón fresco y leche, y el de la mañana su bloque de hielo de todos los días. El conductor le diría "ahí le va su hielito, doña Jesusa", el maquinista le gritaría que la mañana pinta que arde pero qué remedio, qué le vamos a hacer, y el garrotero le enviaría un saludo antes de desaparecer tras el recodo del puente. Día tras día.

Tenuemente los rieles entonan un canto a dos voces. Aparecen los reflejos de la máquina en la curva del puente y poco después entra a la estación empujando sus rechinos y campanadas. Se detiene. Los muchachos echan a funcionar el mecanismo de dar agua, para que poco después, con gran estruendo, caiga el chorro en el aljibe. Éste se desborda. Se desborda la zanja. El agua corre por el pueblo. De inmediato vuelve a hacer que broten los verdes; se lleva el polvo, el hedor; trae olor a humedad, a frescor. Vuelven los gorriones. La gente corrre; grita; baila.

Luego, arrancando a Jesusa de su sopor, surge esa tenue y muy conocida vibración de los rieles y del andén, que anuncia la llegada del tren de la tarde.


Otro cuento de: Valle y MontaƱa    Otro cuento de: Hacienda  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Bruno Schwebel    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00