El fin de la perfección

Bruno Schwebel

2:34... 54.1º... 2.36... 54.2º...

Era uno de esos mediodías que se ensañaban con los sedientos volviéndose más calientes a cada instante. A pesar de lo quemante del camino metálico, decidió el hombre apretar el paso. Estaba muy preocupado por arribar al punto de control exactamente a tiempo. Para no pensar en beber trataba de concentrarse en los derredores. Era un día de verano, de gran sol cenital, de sombras muy negras esparcidas por la campiña. Hacia atrás podía distinguir, por entre los cerros de lava del pedregal de Tlalpan, fragmentos de la gigantesca metrópoli distorsionados por ondulaciones caloríferas. Por todos lados deslumbraba el verde chartreuse de las praderas artificiales, bajo las cuales sabía que se desmoronaban los tocones de otrora frondosos pinares. En frente, inmerso en ecos de calor, el Ajusco, con sus relucientes laderas de metales casados y arroyos de cristalinas aleaciones de plásticos. Aprovechando el breve oscurecimiento del sol por una nube, levantó el hombre la vista para consultar una vez más las cifras que ocupaban toda la bóveda celeste, pautando temperatura y tiempo de segundo en segundo. El último dígito acababa de transformarse: 2:38. La temperatura disminuyó un poco, pero el inminente despejo del sol anticipada la restitución del calor total.

La sed agobiaba al hombre atormentado adicionalmente por lo imperativo de suprimir la visión del manantial. Ya habían pasado tres días sin que lograra beber. Tenía muy presente la necesidad de un enorme esfuerzo para seguir reprimiendo las visiones de agua hasta las 3:36, hora en que recibiría su ración. Trataba de cerrar su mente, de filtrar imágenes. Pero cierto gorgoteo, intruso, siempre lograba colarse por alguna rendija mental. Estaba muy consciente de que esas visiones eran como una droga - que revive pero corroe -. Humedeció precariamente sus labios y prosiguió su camino.

Contrayendo la vista escudriñaba hacia el punto de control, apenas distinguible como a dos kilómetros. Tenía que estar ahí a las 2:59. De fallar, quedaría eliminado. Sin beber. Eso fue lo que se le había notificado. Los alrededores no cesaban de enjaretarle el avance del tiempo, reflejando de sus superficies el rítmico centelleo de los números celestes.

Poco a poco iban surgiendo figuras humanas. De una reluciente cañada de cobre salía en cámara lenta una silueta. Otra, por el deslumbre de unas rocas blanquinosas. Por doquier aparecían seres que enfilaban hacia el punto de control. Del rumbo de Texcoco, una mujer, la piel cubierta de llagas, se tambaleaba por entre un campo de margaritas de oro. El hombre pensó -sin en realidad importarle- que para lograr su paso por el control, tendría que hacer un tremendo esfuerzo. Emergiendo de las reflexiones del Xitle, más figuras iban formando una columna y de Cuajimalpa se aproximaba, revoloteado por mariposas de luces, otro grupo más. Todos debían pasar por diferentes dispositivos de control, para después converger donde el agua. La mujer se colocó detrás del hombre, tratando de sostener un paso constante.

Sorpresivamente, como anticipando un suceso inusitado, el cielo quedó un instante sin números. Luego otra vez. Los caminantes se detuvieron para mirar hacia arriba, y por un momento el miedo subyugó la sed. Poco después la bóveda volvió a su pauta y la sed a su dominio.

El hombre pensaba en la interminable penuria de reprimir la visión de agua. El tener que acudir al manantial del Ajusco fue una reciente disposición. Era imperativo llegar en el instante programado; el orden así lo requería. Calculó que estaba ligeramente adelantado y se detuvo para hacer tiempo. Con indiferencia miró los alrededores y éstos le volvían a enjaretar su falsía: ardillas mecánicas, cucúes irreales, sombra de gavilanes inexistentes, liebres fantasmales; el venado ficticio aquel. Imitaciones de murmullos de arroyos, de zumbidos de mosco. Voces del pasado surgían, envanecidas: "¡Nuestra ciencia evolucionará al mundo!... ¡Perfeccionará la naturaleza!... ¡La eternizará!... ¡La sabiduría del sistema es infinita! "El hombre no lograba eludir las imágenes de la sucesión de creaciones que culminaron en ese régimen de poder total, programado para perfeccionarlo todo. Reanudó su marcha y las imágenes se desvanecieron con la reaparición de la sed y el lento acercarse del punto de control.

Con preciso encadenamiento se integraban las columnas de seres al pasaje que conducía al mecanismo. El hombre adelantó la mano con su tatuaje de código digital. Aunque había llegado a la hora requerida, temblaba. Pasó. Pero la mujer que le seguía fue rechazada por el mecanismo. Dio la vuelta y se desplomó a poca distancia. Al instante aparecieron en el cielo varios zopilotes mecánicos.

Las dos cincuenta. El hombre sabía que si pasaba por todos los controles en el momento programado, estaría en el manantial en exactamente 46 minutos. Trataba de evitar que surgiera esa maldita alucinación de agua enjuagándole boca y gaznate. Con desesperación se aferraba a otra imágenes: el regreso a la ciudad; a su casa vacía, seca. Y luego, con la visión del interminable esperar al día siguiente, retornó la sed. Esa visión de lograr vivir un día más le dio un impulso momentáneo por la vereda de metal.

A cada paso, más seres exangües se unían a la fila que se engranaba con otras. Las columnas se volvían más densas cerrándose poco a poco los espacios entre los sedientos. Estos resbalaban en la superficie de cromo; tropezaban unos con otros, con cuerpos tirados. Aunque algún futuro estuviera programado para borrar huellas, no podría con las de esas sendas impregnadas de sufrimiento. La sed las marcó a perpetuidad.

Al llegar el hombre al siguiente control, los dígitos celestes señalaron un aumento abrupto de la temperatura y las nubes enfatizaron sus rojos. A través de pupilas resecas vio alarmado que el mecanismo rechazaba a muchos. La tensión de lograr pasar desplazó la sed. Siguió un fragmento de tiempo sin dolor, que sin embargo pasó inadvertido por el hombre. El mecanismo lo dejó pasar. Siguió caminando. Al consultar el cielo vio que los zopilotes chocaban entre sí. Poco después, un abejorro mecánico se estrelló en él para caer al suelo. "El sistema se está descomponiendo; es el fin", pensó.

Una nube tornasolada pasó por un pedazo de cielo amarillo y se sucedieron varias escaramuzas eléctricas. Pero la leve esperanza de lluvia fue prontamente subyugada por la sed. Esta volvió a imponer su tortura, a intensificarse; a agrietar labios sangrantes, repasados por lenguas resecas; a recrearse en su omnipresencia. El vientecillo que surgió momentáneamente, pretendiendo soplar con compasión, no lograba inmutar a las hojas fundidas en plomo verde y mucho menos al sufrimiento estancado.

El tormento del último trecho se estaba iniciando. Aunque el ansia de correr hacia el manantial se tornaba irrefrenable, el hombre tuvo la suficiente serenidad para imaginar las consecuencias: que sería inútil, mortal. El sistema era implacable. Si estallase desorden parecerían todos. Vio su cuerpo seco que se desmoronaba debajo del cromo.

La sed redobló su suplicio. Imposibilitado para seguir conteniéndose, dio rienda suelta a su mente. Por un instante, el imaginar estar bebiendo engaño a sus órganos y éstos no tardaron en emitir lamentos convulsionados. Delirante trataba de abrirse paso, pero le fallaban las fuerzas. A nadie le importaba ya el sufrimiento ajeno. Sólo quedaba el propio, ineludible. El precio del sobrevivir. Sí, el sufrimiento también había logrado la perfección.

De súbito, a escasos cien metros, se hizo presente el manantial: una altísima cascada de efervescente agua mineral, que caía en cámara lenta. Sus reflejos centelleaban los colores precisos para desencadenar deseos de intensidad total. El hombre se detuvo, mesmerizado, mas el regreso momentáneo a la realidad lo hizo voltear al cielo para calcular su llegada a tiempo. Estupefacto, vio que el reloj variaba incoherentemente sus números. Como si el agua estuviera por todos lados, su siseante gorgoteo rodeó a la muchedumbre; subió a niveles ensordecedores, al tiempo que se agudizaba la sensación de airecillo húmedo. Sorpresivamente la cascada apareció en otro sitio. Luego en otro. Con los últimos restos de energía que le quedaban, el hombre trataba de correr. Y la histeria, contagiosa, convirtió el escenario en una enorme turbamulta de amok.

Lo último que percibió el hombre fue la sed. Luego, una espesa niebla que lo ahogaba todo.

El manantial siguió errático un rato más y luego desapareció. Callaron los cucúes, los riachuelos. Ardillas y venados, quedaron estáticos. Inmóviles las liebres y sombras de gavilanes. Los zopilotes, abejorros y moscos se desplomaron. Y finalmente se desintegraron para siempre los dígitos del cielo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00