Tres Lunas
Jorge Díaz Ávila
I
Al igual que la naranja que acabamos de saborear, el círculo sanguina de la luna se recorta sobre el horizonte magenta del anochecer. Esta naranja, la última que quedaba en el frigorífico, la compartimos frugales, parsimoniosos, gajo por gajo, para reponer fuerzas luego de una prolongada cópula.
Como premio -además del acidulado sabor de la naranja- él encontró una semilla. Desde el siglo pasado encontrar semillas dentro de un fruto constituye una rareza y casi una hazaña; ornamentos elaborados con granos valen una fortuna, de cualquier manera, por sí misma, la semilla no sirve para nada; ninguna planta capaz de dar frutos puede crecer sobre esta tierra nuestra de manera natural, y aunque lograra echar raíces, el sol pronto se encargaría de transmutarla en algo distinto al vegetal de donde provino o reducirla a cenizas.
Tal vez esa naranja era de una cosecha muy antigua, del siglo pasado o principios de éste. Ya no hay frutos naturales, sólo transgénicos y clones, algunos de los cuales permanecen en laboratorios o bodegas por décadas, antes de llegar a la boca de los consumidores.
Al pensar en la solitaria semilla del cítrico no puedo evitar preocuparme por esa otra simiente que tal vez desde hace unos minutos ya cargo en mi vientre. En esta festiva y esperada noche, tanto él como yo hemos violado las reglas, pero no somos los únicos, se percibe en el ambiente el sexo que otras parejas, -cientos de hombres y mujeres- sostienen persistentes por toda la colonia. El castigo por relaciones fuera de programa no es muy severo, lo drástico sería haber quedado preñada. Me estaría condenando..., pero por salud mental no contemplo esas posibilidades extremas.
Cavilo mejor sobre la noche, ansiada noche de plenilunio, mágica y casi cabalística noche de invierno en que la luna será más grande y brillante. Hoy podremos abandonar nuestra suerte de topos-vampiros y tendremos permitido salir de los refugios para disfrutar de la brisa invernal y el relente lunar, que mitigará por unas horas la insoportable y cotidiana ardentía.
Hace 50 años el gobierno emitió la norma oficial que prohíbe salir a la superficie durante el día sin la protección adecuada so pena de recibir las mortales radiaciones solares. Desde entonces, las diversas naciones agrupadas en el supremo gobierno intentan recuperar la diezmada capa de ozono, sin que a la fecha hayan tenido éxito alguno. De todos modos, en la actualidad, salir a la superficie durante el día carece de sentido. Quienes trabajan diurnamente en el exterior reciben los mejores salarios del mundo, y aunque se protegen con ropa especial y aditamentos antirradiaciones, rápidamente ven mermada su salud, muriendo pronto de cáncer y otras afecciones mutagénicas.
Hoy será la noche más larga del año, por lo que habrá festejos por doquier, hoy también entra el invierno y han pronosticado una temperatura promedio de 46 grados centígrados, perfectamente tolerables sin recurrir a las vestimentas atemperantes.
Por si fuera poco, la luna estará en su punto más próximo a la tierra y los rayos del sol respecto a ésta serán más oblicuos. Tendremos en suma, una luna llena, grande, brillante y fría. Una noche fresca para disfrutar en el exterior y recorrer las ruinas de las antiguas ciudades, caminar sobre las dunas y admirar la bóveda celeste.
El regocijo público se percibe en el ambiente, sólo recuerdo un éxtasis semejante durante el último eclipse de hace tres lustros, yo era una niña entonces, pero claramente rememoro la celebración que se efectuó sobre el lecho de dos desecadas lagunas, en la cima de un volcán, desde donde se lanzaron fuegos artificiales y rayos láser para que todos en los alrededores pudieran apreciarlos.
Pero esta noche es distinta, serán horas las que podremos estar en el exterior, muchos ya han comenzado a salir desnudos exponiendo sus pálidos cuerpos a la luz lunar. Es una auténtica fiesta. Para mí también. A mi lado, él, que conocí adolescente y regresa a mí como hombre.
Jueves 22 de diciembre del 2 mil 132; seis y treinta y siete de la tarde; fecha que escribo en este diario -mi diario- y prometo recordar siempre.
II
Nublada, húmeda y apenas iluminada por el sol que comenzaba a clarear, la ciudad de Toluca recibió, el 12 de noviembre de 1866, a poco menos de 600 hombres a caballo que venían comandados por el General Delloye.
Esta columna imperialista tenía la consigna de reforzar la plaza Toluqueña, pues el gobierno de Maximiliano tenía noticias de que por el oriente y noroeste de la entidad -sobre Chalco, Texcoco y Cuautitlán- avanzaba haciendo estragos a sus tropas, la guerrilla liberal de un tal Fragoso.
Sobre los charcos, el galope de los caballos retumbó avisando a los vecinos sobre un nuevo capítulo de la guerra que ya comenzaba a prolongarse. Arriba, muy alto, los cohetes que festejaban al santo patrono de una céntrica capilla predecían el estruendo que se aproximaba. Una vez sobre la plaza de los mártires, la tropa desmontó sosegada y Delloye procedió hasta entonces a revisar planos y mapas con el firme propósito de sumarse cuanto antes a otro destacamento imperialista emplazado en Lerma.
Oponente de este protagonista -el nieto del General Vicente Guerrero, de quien heredó el nombre- el General Vicente Riva Palacio ya había sido gobernador del Estado de México cuando fue nombrado Jefe del Ejército del Centro, al frente del cual luchó contra el Imperio de Maximiliano.
Durante esta etapa de su prolífica vida, el General Vicente Riva Palacio reorganizaba sus fuerzas preparándose para tomar la Ciudad de Toluca, pues los imperialistas la tenían sometida. Tras algunos escarceos, las tropas liberales de Riva Palacio y el destacamento enviado por Delloye se perfilaban hacia una batalla decisiva en Lerma, que a la postre cambiaría toda la situación militar y política de la zona y redundaría -en favor de los liberales- en uno de los episodios fundamentales de la historia patria.
Apenas anochecía y a las orillas del Río Lerma, por el camino real hacia Toluca, Riva Palacio y sus tropas tenían rodeado al contingente imperialista. Sin perder detalles de sus movimientos, pacientes aguardaban para apoyar en las tinieblas de la noche su ofensiva final. Muy al contrario, la noche nacía luminosa. En el cenit, una soberbia luna llena iluminaba ambos frentes y reflejaba, sobre los aceros, un halo espectral que pronosticaba lo cruento de la batalla, ya inmediata. Cerca de las 10 de la noche, sin paciencia para continuar esperando y previendo una posible retirada de los imperialistas, Riva Palacio dio la orden de atacar.
Bajo una claridad inusual, las tropas se trenzaron en un breve combate. Las espadas refulgían, los fusiles brillaban y los hombres se miraban unos a otros, sumidos en una luminiscencia acromática. Riva Palacio cambió de aliada y aprovechando el increíble fulgor lunar, supo acorralar al enemigo, obligándolo a tomar una huída vergonzosa.
Ni los vapores de la pólvora, ni los humores desprendidos de los cuerpos abatidos, ni el fuego que incendiaba el campo de batalla opacaron aquella noche que parecía día.
El general, satisfecho, arengó a sus hombres, y mientras un escaso contingente perseguía a los pocos sobrevivientes que se escabullían, el resto del batallón contemplaba absorto aquel cuadro: A la orilla del río cabalgaduras deshechas, sobre el terreno de combate decenas de cadáveres y, sobre toda esta muerte, la luz de luna le confería al escenario un aspecto que lo hacía aparentar menos trágico, menos nefasto.
Como si la brillantez lunar atenuara el rojo de la sangre derramada, los soldados, unos de pie abrazados, otros en cuclillas y algunos más echados sobre sus monturas aniquiladas, advertían, al mismo tiempo que la desolación, la insólita claridad del ambiente.
Riva Palacio escribió, en uno de sus muchos textos, que aquella noche del sábado 22 de diciembre de 1866, la luna les brindó protección y auxilio y fue el puntal de su victoria.
Si bien, este acontecimiento no reviste suma importancia para la historia, lo que este triunfo posibilitó luego, definitivamente, es parte de nuestro presente.
Al término de esa batalla, el general Riva Palacio enfiló rumbo a Toluca, y en febrero de 1867 la retomó para la causa liberal. Después, partió con sus hombres -y muchos otros que se le unieron en esta ciudad- hacia el sitio de Querétaro...
III
En vano, manejando camino a la oficina, intenté sintonizar la radio. Cosa curiosa, hacía tres días que la interferencia era notoria, comenzó con las estaciones foráneas y ahora afectaba también a las locales.
Después, en casa, la T.V. mostró los mismos signos: recepción deficiente, audio alterado, imágenes borrosas; los cuadros se descomponían en diminutos pixeles multicolores.
Horas después las telecomunicaciones hicieron crisis. La telefonía celular, la televisión por satélite, la radiofonía comercial y hasta el Internet. El caos duró unos días.
La información científica que se generaba al respecto, parecía no importar a la gente absorta en las compras navideñas. Diluida entre anuncios comerciales decembrinos en los disminuidos medios, las ramplonas explicaciones con que los especialistas hacían frente a las anomalías radioeléctricas no convencían a nadie.
Se explicó entonces que inusuales tormentas solares afectaban las radiocomunicaciones terrestres. Éstas, cada determinado periodo se agudizaban hasta el punto de interferir con las actividades humanas. Antes, se indicó, las labores humanas no dependían tanto de las comunicaciones globales como en esta víspera finisecular.
Huelga decir los enormes trastornos que ocasionó tan excepcional actividad solar. Lo cierto es que poco a poco las telecomunicaciones se fueron reestableciendo. Conforme se acercaba la navidad todo se normalizaba.
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Cíclicos, los agoreros del desastre se fortalecen. Hacia el final del penúltimo año del siglo XX las predicciones sobre la hecatombe definitiva proliferaron desde todos los puntos del planeta y hacia todas las tragedias imaginables. De acuerdo a estas visiones apocalípticas, las recientes irregularidades radioeléctricas se debían, en parte, a una serie de alteraciones que serían el principio del fin del mundo.
Nunca he creído en quienes han hecho de la tragedia su forma de vida. Un tanto ajeno a estas predicciones fatalistas me regocijaba advirtiendo como los videntes y profetas eran incapaces de distinguir cuando concluía un siglo y cuando iniciaba otro.
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Recuerdo que los vaticinios más socorridos eran aquellos que se referían a una conjunción planetaria que tendría lugar en agosto de aquel año, pero cuyas repercusiones se harían tangibles hasta diciembre. Afortunadamente, nada aconteció.
Y mientras los apocalípticos se deshacían los sesos buscando causas del fin del mundo, la noche del 22 de diciembre de 1999 ocurrió un fenómeno astronómico que de acuerdo a los eruditos solamente acontece cada 133 años: la coincidencia de plenilunio, perigeo y solsticio invernal. Esa noche, quienes miramos al cielo apreciamos una luna significativamente más grande y luminosa.
Aunque se difundió por todos los medios, casi nadie prestó atención al fenómeno, tan entretenidos como estaban en constatar la decadencia global que desde hace centurias ya se vaticinaba.
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La constelación boreal de máxima visibilidad durante el cielo invernal es la del Auriga o Cochero. Capella es la estrella más visible de esta formación, ya que pertenece, de acuerdo a la clasificación que hacen los científicos por la brillantez de los astros, a las de primera magnitud.
Con unos simples binoculares es posible observar algunos cúmulos de estrellas pertenecientes a esta constelación: M36, M37 y M38, que están situados a 4 mil años luz del sistema solar en un brazo espiral de nuestra galaxia.
Relato lo anterior, porque aquel diciembre de 1999, otro evento astronómico que convergió entonces y del cual casi nadie habló, fue la atenuación de otra estrella importante de esa constelación, la Epsilon Aurigae.
Cada 27 años se interpone un objeto, hasta la fecha sin precisar, entre la Epsilon Aurigae y nosotros, atenuándola hasta eclipsarla. Los científicos creen que se trata de una nube de polvo oscuro y gas. La naturaleza exacta de ese cuerpo todavía no se conoce.
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Concluyó 1999 y el mundo no se acabó, ni tampoco el siglo XX como multitudes lo aseguraron. Mientras, muchos esperaban catástrofes y días del juicio final que nunca llegaron. No es hasta el 31 de diciembre del año 2000 cuando finaliza tanto el siglo XX como el segundo milenio. Los nuevos siglo XXI y Tercer milenio inician, o iniciaron ya, el primero de enero del año 2001.
Tal vez como preámbulo de estos finales o prolegómenos a dichos inicios, el año de 1999 nos obsequió una luna llena 14 por ciento más grande y luminosa, tormentas solares que perturbaron hasta la psique e ignotos objetos que eclipsaron estrellas.
Estas señales pasaron desapercibidas para los necios que persisten en su afán de ver la destrucción planetaria a partir de vacuas consignas y vanas profecías. La luna, compañera inseparable de nuestro planeta ha comenzado a alejarse, los científicos pronostican ya un cataclismo a raíz de este distanciamiento. Gracias a la luna tenemos, entre otras cosas, una inclinación estable del eje terrestre; equilibrio climático; un escudo protector contra impactos de meteoritos; rotación constante y, hermosas noches luminiscentes, como aquella del 22 de diciembre de 1999, que todavía son motivo -para algunos- de coplas y cantos.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/01