Tema de San Patricio

Tryno Maldonado

Septiembre nunca había sido de su agrado; le parecía un mes anodino, ocre cuando más. Era aquél, para colmo, un mediodía indeciso, ambiguo, barrido por una legión negra, una batalla en el cielo que debía contenerse, mostrar una callada nota de respeto hacia el nombre de los muertos. Nuria Kavanagh vestía el otoño, altiva, anciana de traza fría que flanqueaba al embajador irlandés, hundida en su silla de ruedas. La comunidad irlandesa de México, su ascendencia, se reunía como hace no poco en la Plaza San Jacinto. Un avivado sentimiento de nostalgia hacinándose en el ozono como presagio de lluvia. Honores militares. Palabras del Presidente que poco o nada le evocaban. Y luego la lista: cientos de letras inscritas con despego, sobre roca.

Altise, Patrick. Anderson, John. Bailey, Alonzo. Banks, John Bearie, George. Bearnard, Robert. Black, John. Buren, William. Burent, Julian. Casary, Patrick. Childe, Edward [...]

Vinieron tal vez cincuenta nombres más y, al fin, como si le hubieran lanceado el corazón:

La lista prosiguió con rigor en la voz desgañitada del soldado. Para ella terminaba allí. Todo terminaba allí, ese día. Se había librado a sí misma de un fardo monumental, y se lo agradecía en lo más íntimo. Las salvas percutieron en su cabeza como el paso monocorde de una estampida embravecida. Los tambores. Las cornetas. Lágrimas inveteradas para las que no halló excusa en su frialdad pero sí en la lluvia que recién iniciaba el derrumbe, con el nervio agolpado en una larga continencia. Irrefrenable. La vuelta a una historia tenaz que sólo hasta ese día Nuria Kavanagh se atrevió a reconocer como parte de ella. Nunca había puesto pie en Irlanda; era lo último que deseaba, y sin embargo la conocía. La imagen estática del sueño, lejana, prenda cosechada de un latrocinio involuntario que tomaba al inconsciente por vehículo y escena.

El tenaz Daniel O’Connell clama por justicia, equidad, en 1836; su voz ubicua. Mientras tanto un niño y su madre siembran papas. Nuria no alcanza a recomponer la lengua de la que se sirven; resuenan ecos del celta... del gaélico. Soldados anglos irrumpen con prepotencia: son amenazados para desalojar sus tierras. Madre e hijo, que cosa de nada entienden del lerdo idioma que es el inglés -casi tan lerdo como el lenguaje de las bayonetas con que son hostigados-, abandonan su hogar sin conocer a bien de razones.

Cuando aquel niño pisó América no lo era más; llegaba -en los recuerdos de Nuria- con la certeza cifrada en la bonanza, mintiéndose a sí mismo, esgrimiendo razones ilegítimas para justificar un incómodo exilio. Tendría para entonces acaso dieciocho años y su espíritu le urgía para iniciar las mismas empresas ambiciosas que cualquier otro en sus condiciones. No obstante, sus quimeras se fueron a suelo cuando se supo confinado en una extensión gangrenada del infierno anticatólico del que venía huyendo. Que la característica distintiva de su nueva nación fuera la avaricia y no la libertad era poco menos que un secreto a voces; lo mismo su intolerancia. Sufrió idénticas o peores humillaciones de las que había soportado de los anglos. Las puertas para él, como para tantos otros irlandeses, tapiadas. Fue así que vio en el ejército una luz, última. Más allá de las taras inherentes en su origen católico -según la perspectiva discriminatoria de sus superiores-, no tendría problema para destacar como soldado, y el inicio de la invasión, de la marcha irrefrenable hacia el sur -a futuro devastadora-, pendía de una cuerda finísima. Con suerte, como especularon muchos de los inmigrantes vueltos conscriptos, al momento de la repartición de las nuevas tierras, se llevaría un modesto tajo sobre el cual reiniciar una vida sosegada al fin. La aventura y el riesgo -se antojaba ínfimo este último- bien valían la pena.

Joseph Kavanagh, llegado a la impasible edad de veintiuno, jamás conoció eso que muchos se obstinan en llamar miedo (para él no dejó de ser sino un pretexto, obtuso, nada más). Se había granjeado una fama consistente que, incluso entre los suyos, inspiraba temor y lástima a un tiempo; hacía mucho que su valor había violado la circunferencia del propio sustantivo para dar paso a un impulso de temeridad, irreflexivo, por demás insano. Los orígenes de esta bravura alienada, paulatina, se extraviaron en intersticios lóbregos, en los que jamás se atrevió a hurgar para evitar así remover nervios arraigados en lo más hondo de su alma, o de su pasado (los mismos que Nuria evitaba sacudir, aludiendo desafección a su prosapia).

Es sabido que la caída de un hombre puede medirse de las formas más inverosímiles, las más retorcidas (resulta, en cambio, empresa épica y triste medir el inicio de la caída de un pueblo entero a manos de asesinos infectados por la codicia). Su prueba inicial poco tardó; a partir de entonces su perspectiva, su vida, prosaica, sufrieron un extravío irreversible. Tal era su sino. Joseph Kavanagh quebrantó, sin él saberlo, las lindes de lo supernatural, de lo mítico. Comenzó todo cuando los ejércitos de Taylor y Arista colisionaron en la zona entre el Río Grande y el Nueces. (De sobra decir que Arista fue dos veces humillado.) La segunda batalla marcaría el inicio de una guerra. Los regimientos avanzaban, apretados, en cinco líneas horizontales; Kavanagh en la primera, como carne de cañón. El enemigo marchó a la misma velocidad, a cien metros de distancia. Hubo tiempo sólo para tres andanadas, luego, el frío de la bayoneta. Confusión. El infierno. Kavanagh asesinó por vez primera. No supo más. Víctima de la falta de experiencia, fue herido de muerte por una bala en el bajo abdomen; en su compañía lo contaron por cadáver, pero lo cierto es que fue hecho prisionero de guerra.

Joseph Kavanagh, en manos del enemigo, cayó víctima de la fiebre y el delirio durante el trascurso de dos semanas. Tiempo después, un cabo, como anécdota, le contaría de sus ardientes soliloquios en latín y de cómo le fue dada la extremaunción en más de dos oportunidades (los rezos entre sueños evidenciaron su origen católico). Kavanagh en verdad había muerto. Cuando recuperó la conciencia, aún con el regusto de la muerte hacinado en las encías, rompió en llanto y esputó tan fuerte como sus pulmones disminuidos se lo permitieron:

Abrió los ojos como astrolabios y observó sin admiración el primer estigma, presagiado en sueños con la certeza que sólo la ceguera o la divinidad conceden, hondo y doloroso, atravesando del empeine a la planta. La primera muerte. La primera resurrección.

Contrito, suplicó indulgencia, solicitó ser aceptado con los que en realidad eran los suyos (no sería el único ni fue el primero). Vistió de tal suerte el uniforme melancólico del antiguo enemigo; unos lo llamaron desertor; otros, los más, hermano. El nombre irlandés fue suplantado por uno inteligible, más próximo: José Cava, el Colorado. Así, azuzado por un encono excepcional, blandió su mosquetón de alma lisa, de fabricación estadounidense, tan valorado entre las filas de su nuevo y desventurado ejército. Como Kavanagh, fueron adhiriéndose más hombres del mismo talante: maderamen rígido, cabellos encendidos y ojos límpidos, de armas poderosas, recios.

Cuando llegó el momento de defender Palo Alto y Resaca de la Palma, Kavanagh y sus coterráneos, que se contaban ya por docenas, pelearon contra los norteamericanos empuñando el estandarte esmeralda: Erin go Bragh* / Libertad por la República Mexicana. En el anverso la efigie santa de Patricio, que lo inducía a la reverencia y al terror a un tiempo, sin aparentes razones normadas por la lógica. Kavanagh entregó allí la vida por la de un hermano, en el frente; de nueva cuenta lo creyeron muerto (y en realidad lo estaba). Durante el delirio insufrible de días se le escuchó balbucear la Confessio con vehemencia espeluznante frente al terror de todos mientras, penosamente, se esforzaba por salir del somero hoyo destinado a ser su tumba. Apareció así el segundo estigma, aún más doloroso que el primero. La segunda resurrección.

Meses después, durante las batallas de Monterrey, a las compañías del estandarte verde se les habían sumado algunos polacos, italianos, alemanes, franceses e incluso ingleses y norteamericanos: todos desertores, todos católicos. Para Kavanagh esa temporada no significó sino su tercera muerte, quizá la más nociva de todas; aunque el daño físico fue escaso, su alma quedó signada por espectros de violencia atroz. El tercer estigma, en el antebrazo de la diestra. El delirio. La imagen de Armagh y su voz esputando la Epistola entre espasmos llenos de tormento.

El 28 de enero, Santa Anna -cuyo nombre advertía derrota- partió hacia el norte de Saltillo con dieciocho mil hombres; no cabían sino los mejores presagios, pues Taylor se había asentado en la Angostura con apenas ocho mil. Una masacre se avecinaba. Kavanagh y los demás eran generosos cuando de adelantar en charlas la expulsión de los gringos se trataba, aunque éste, convaleciendo, difícilmente les seguía el paso en su condición; estaba vuelto una piltrafa y poco podría hacer para su compañía llegado el momento.

El 22 de febrero inició el infierno anunciado. Taylor fue invadido por un temor creciente. El repliegue. Pero el cobarde que fue y que será Santa Anna decidió tocar a repliegue, así, sin más. Kavanagh, desconcertado, escupió el suelo que pisaba. Recayó. Su cordura vaciló cuando se vio a sí mismo -o a alguien más que debió ser él en otro tiempo- nacer en el occidente de la Gran Bretaña; su padre era Calpurnius. A su mente llegaron luego las visiones de su captura por piratas irlandeses, quienes lo hicieron conocer los límites de la capacidad humana al tormento, al abuso carnal; aberraciones indecibles. En Atrim fue vendido como esclavo, y los siguientes seis años se tornaron, si no los más acerbos que espíritu humano haya probado, sí los más humillantes. Su escape a las Galias. El cuarto estigma atravesándolo con salvajismo. La vergüenza.

En agosto, con Kavanagh de pie, los soldados del estandarte verde se unieron al resto del ejército para defender la capital. El día 20, por la mañana, el enemigo barrió la primera línea de defensa, en Padierna, para continuar avanzando con el centro de la ciudad como meta. Los irlandeses y los batallones de la Guardia Nacional -ahogados estos últimos en voluntarios, en espontáneos-, armaban la segunda línea al mando de Rincón y Anaya en el Convento de Churubusco.

Nuria recrea el temor plural, bautizado con las aguas de una rabia primigenia. La llegada al convento de una cargazón de municiones, poco más que oportuna, sólo minutos antes del embate. Kavanagh, con las manos vendadas repercutiéndole en dificultades mayúsculas, trata de recargar su nueva arma, un fusil viejo. Alguien desde el campanario divisa al enemigo y da la voz. La tensión se aglutina en una madriguera ciega. Muchos voluntarios huyen al escuchar los cascos fantasmales: el barullo de los mil diablos en sus cabezas. Kavanagh, llevando por primera vez la cuenta de su respiración, aliento de cobre y pólvora, intenta introducir las municiones en el arma. Increíble: una diligencia entera vuelta inútil al comprobar que el calibre de las balas no corresponde con la mayoría del armamento. Kavanagh injuria por enésima vez, se azota la cabeza con el fusil, vacío, inservible; lleno de ansiedad busca un mosquetón como el que alguna vez fue suyo, sin éxito. El enemigo. Siete cañones dilatan el cielo como un pliego virgen, funesto, hacia los invasores. Kavanagh, contraviniendo las órdenes, corre a aposentarse en uno de los cañones. Las espaldas de los irlandeses forman una muralla apretada sobre las bardas del convento; apuntan hacia el exterior y escasas las veces que yerran; tras cerciorarse del éxito, recargan de forma maquinal y buscan, sin vacilar, el remedo a la muerte anterior. La primera embestida del enemigo es sofocada con eficiencia; el orden y la templanza como tónicas.

A la sazón, los hombres del estandarte soportan asalto tras otro, sin inmutarse, menguando al enemigo; empero, tras varias agresiones sucesivas, la defensa se ve obligada al resguardo en el interior del convento. Las municiones escasean y el pánico rebasa al mal augurio. Desate. El caos. Cuando los irlandeses comienzan a caer, Anaya, iracundo, vislumbrando su suerte, maldice a los artilleros del cañón de Kavanagh por su incompetencia. Apremia un disparo y el cañón estalla, quemándole el rostro y desfigurando para siempre el de Kavanagh, que jamás volverá a ver, que jamás volverá a oír. Un nuevo estigma se hunde en su caja torácica, le quiebra una costilla y le perfora el pulmón. Para él la batalla sucede en otro tiempo, en otras latitudes, al momento de recordar su verdadero nombre, reencarnado. Los ojos llameados se anegan en llanto. Comprende cuán inútil será abrirlos, pero lo hace por última vez. El estandarte esmeralda del Batallón de San Patricio ondea a lo lejos. Kavanagh recuerda su otra vida, la de ese santo, con detalle. Su alma nunca fue realmente suya y es eso lo que más duele.

El patio del convento tapizado en sangre, tapizado en cadáveres. La capitulación y la debacle.

Silencio.

El general Twiggs advierte la sumisión con orgullo; penetra triunfal al convento y es sorprendido al descubrir que, quien más daño ha hecho a sus tropas, fue sino un puñado de desertores, "esos cabrones irlandeses..." (pronto se ensañará contra ellos en San Ángel y Mixcoac durante un sainete, un consejo de guerra).

El monstruo en que se ha tornado la figura de Kavanagh es declarado demente, y aún así enjuiciado y marcado en la cara con un hierro al rojo vivo: D por desertor. Se eleva el segundo cadalso en San Ángel el 13 de septiembre. Un nuevo estigma en un cuerpo inerte que sangra sin mesura pero que no vive más. Kavanagh es cargado cual fardo de carne y puesto en la horca. Sobre el castillo de Chapultepec una bandera que se arría, otra que se iza. La capitulación infinita y un odio incipiente que terminará por no hallar paliativo. La humillación eterna de un individuo que se recordará como héroe y como traidor, que no dejará de renacer en un nombre plural, forastero para él pero igualmente doloroso.

La lluvia amainó; el homenaje al Batallón de San Patricio había terminado. El Presidente extendió una mano que Nuria Kavanagh, al desgano, decidió no aceptar. Se maldijo entonces a sí misma por esa derrota inmortal, sin precedentes, por esa gangrena a la que su pueblo -¡qué otro si no México!- continuaba abrazado.

Impulsada por su nieto, a petición suya, la silla de ruedas avanzó hasta la piedra oblonga, recién desvelada, donde había sido inscrito el total de los miembros del batallón. La roca era porosa y estaba cubierta por una película de agua helada. La anciana, en un atormentado esfuerzo, se irguió para lamerla.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05