Tu risa

José Candás

Cuando alguien te escucha reír, puede reaccionar de muchas formas. Basta con oír el sonido de tu risa, transparente, tan sonora, para que uno se sorprenda. Al principio, contagia y seduce. Es cantarina y muy agradable. Es suficiente con que la escuchen un momento para que queden embrujados por su melodiosidad y su suave repiqueteo. Pero sólo por un momento, pues todo por insistir cansa, y escucharla más de lo necesario agota la espontaneidad musical, volviéndose monótona. Su sonido argentino degenera en el oído saturado, convirtiéndose en un sonsonete chocante que martillea sin piedad, hasta que el placer finalmente se convierte en fastidio, destruyendo cualquier ilusión, cualquier esperanza de entendimiento o por lo menos de tolerancia.

Al verte, la belleza imaginada se diluye, se convierte en desagrado que da paso a la lástima. ¡Y cómo la odio, Dios mío!

Yo los veo contemplarte con sus ojos fríos y llorosos, y sus rostros llenos de ensayadas muecas de falsa y repugnante compasión. Se dan la media vuelta, y ponen esa careta hipócrita para disimular (mal) su desprecio, su repulsión, y más que ninguna otra cosa, su alivio, porque no son tus padres o tus parientes. Son ellos, con su misericordia dominguera y autocomplaciente, las criaturas más despreciables, las que no merecen ni la mitad de la piedad que pretenden proyectar. Y yo, que los abomino y desprecio como a nadie en este mundo, soy el peor de todos ellos.

Sé por experiencia que los hombres, al ver una desgracia, buscan al culpable, pues en cada ser humano existen un juez fúrico y severo, un jurado falsamente imparcial y un verdugo eficaz, implacable, deseoso de ejercer su cargo. Yo no soy la excepción. Yo, que soy el culpable de que seas lo que eres ahora, y de que nunca más puedas ser otra cosa, mejor o peor, debo ser conmigo mismo justo como juez, firme como mi propio jurado, y totalmente despiadado al momento de ajustar mis cuentas como hombre. Debo confesarme ante ti -aunque no entiendas mis palabras- y asumir las responsabilidades de mis propios actos.

De tal modo, me declaro culpable de hacer de ti alguien diferente a todos los demás, despojándote de lo que eras y de lo que serías en el futuro: de tu personalidad, de tus recuerdos y tú conciencia.

Bastó un segundo para aniquilarte, ese domingo en el campo. Todo ese bosque, el cielo y los montes, todo era tan bello y tan absurdo como para que acabara siendo la escenografía de nuestra tragedia. Papá me dijo que no jugara en el coche, pero eso no me importó. Yo debía cuidarte a ti, en vez de jugar a conducir. ¡Yo ya soy grande y no tengo por que cuidar a la niña esa que sólo sabe fregar! Ya verá papá cuando note lo bien que puedo llevar el coche. ¡Ya lo verá!

Pero nunca me vio como yo quería. Sólo alcancé a escuchar un suave golpe, y después el alarido de mamá, cuando te vio bajo el coche. Yo no vi nada más, pues papá no me dejó ver; estaba muy ocupado abofeteándome, gritándome por su hija aplastada por su hermano. Entre los golpes y el dolor no pude voltear la cabeza para buscarte. Después te vería en el hospital.

Tras varios días, de consultar varios médicos que lo único que lograban era mover tristemente la cabeza, acabé comprendiendo que ya no te detendrías con tu risa nunca más. Es gracioso. Bastó sólo un instante para destruir tu vida como lo hice, un momento que se escapó y que nunca recuperé, aunque cambió por completo nuestras vidas. Cada día, me despierto pensando que todo ha sido un mal sueño, que nada de esto ha pasado, y que tú te encuentras en tu casa desayunando, cuidando a tus hijos, o estudiando alguna carrera; viviendo como lo hacemos todos los demás.

Pero entonces me doy cuenta de que la pesadilla es tan real como mi propia rutina de todos los días, y que no puedo hacer nada por cambiarla. Y lo único que me queda es llorar, escondido en silencio bajo mis sábanas, para que no me aplasten ni el recuerdo de lo que podrías ser ni las miradas acusadoras de papá, de mamá, de mis parientes y los amigos de la familia, todos juntos al unísono para destruirme. Es eso, o mi automática admisión a ese mismo lugar en donde te tienen alojada y en donde todos te cuidan meticulosamente, lejos de las personas supuestamente sanas. No exagero. Los antecedentes me condenan, y puedo asegurar que más de uno me achacará tu condición para satisfacer sus perversos deseos de justicia, refundiéndome en alguna prisión. Como si ahora fuera libre.

Ilusos. No saben que ya estoy pagando mis crímenes. Y que mi condena es de por vida. Ha pasado el tiempo, pero yo no olvido.

Ahora vivo lejos de todos y de todos. Tú continúas riendo, ajena a tu pérdida y a mi desgracia. Aunque vivo al otro lado de la ciudad, escucho siempre tu risa. Me persigue en el trabajo, me acosa en cada secretaria que festeja un chiste, en todos los programas de comedia, y en cada carcajada que flota en el ambiente. Lo único que puedo hacer es ignorarla para no volverme loco.

Soy un hombre responsable, opuesto al niño estúpido que fui. Sé asumir las consecuencias de mis actos. Yo soy tu creador. Te cerré el acceso a nuestro mundo torturante y hermoso, pero no puedes amarme u odiarme por ello.

Ya no importa. Mi propio odio bastará por los dos para vengarte, hasta el momento en que alguno de los muera.

Y como espero ese momento. Así, o yo dejo de escucharte, o tú dejas de reír por los dos. Ese día, hermanita, quedaremos en paz y en silencio finalmente.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/02