Una chamba
Rodolfo J. M.
El camino que habían tomado era una desviación a la izquierda de la carretera. Un camino de árboles y ocasionales campos de maíz. De vez en cuando podían ver alguna vaca. El cielo era gris azulado, color húmedo y triste.
-La gente dice que soy igualito a él. En serio. Yo no creo que sea pá tanto. Si me ve usted de perfil, a lo mejor sí, un poco. Pero de frente no, él tenía las entradas muy amplías.
Helena le dedicó una mirada burlona.
-Tal vez, suponiendo que Pedro no hubiera muerto y se hubiese vuelto alcohólico. Ya sabes, un sujeto panzón de cara abotagada -respondió.
-Puede decir usted lo que quiera, pero la gente me paga por ir a sus fiestas con mi traje de norteño, o el de charro. Cobro por hora, eso quiere decir de ocho a diez canciones. Trescientos pesos.
-Uta, eso es un dineral. Has de andar metido en esto por puro gusto.
-¿Perdón?
-No me vayas a salir con que tienes a tu jefecita o a tu nena en el hospital, y que si no pagas una carísima operación se te mueren. Eso u otra historia igual de televisa. ¿Eeeh, torito?
-¿De verdad cree usted que no me parezco a Pedro Infante?
A Helena le ganó la risa. Miró divertida bajo sus lentes de espejo y pensó que estaba bien. El tipo no quería hablar de ciertas cosas, eso era todo. Le daba risa porque supuso que iba a intimidarlo. Pasaba con todos la primera vez. Y era lógico, medía un metro ochenta y siete; llevaba un broquel en la aleta izquierda de la nariz, el cabello negro hasta la cintura, y un tatuaje en el cuello: un pequeño alacrán.
-Tanto como si te parecieras a un seudópodo, torito.
-Me llamo Iván.
-Mucho gusto Iván. ¿Quieres que te sea sincera? No entiendo cómo es que alguien como tú conoce al Chato.
-En un fiesta...
-No me digas. Tu imitabas a Pedro Infante.
-Sí, yo esta...
-Pinche Chato. No tuvo madre.
Iván se quedó callado, se miró las ropas y sintió la sangre subir hasta su rostro. Aún traía puesto el sombrero norteño.
-¿Y se puede saber por qué chingaos vienes vestido así, torito? ¿Te dijeron que íbamos a una fiesta de disfraces o qué?
-Es que saliendo de aquí tengo una chamba. Una fiesta en casa de la tía del Chato. Tengo que llegar a las nueve.
Helena ignoró el último comentario y se preguntó si el Chato no estaría ablandándose.
-¿Usted cómo conoció al Chato? -preguntó Iván queriendo parecer amigable- ¿Desde cuándo trabaja con él?
-Eso es una historia muy larga, torito. No creo que te interese.
-Pero ya ha trabajado con él, ¿no? Quiero decir ¿ya ha hecho esto antes?
-Te sorprendería saber las cosas que he hecho -Helena bajó la velocidad-. No quieres saberlas.
-Yo tuve un trabajo... lo peor que he hecho en mi vida. ¿Sabe lo que es una botarga? Viví bajó una durante cuatro meses, de diez de la mañana a cinco de la tarde. Era Barney, el dinosaurio. Los niños iban a retratarse conmigo en la alameda. Ciento veinte pesos por fotografía.
Helena sonrió. No entendía que el Chato le encomendara el trabajo a payaso semejante. Quizá lo hizo reír hasta que el cerebro se le volvió gelatina. A veces el Chato podía ser alguien verdaderamente extraño.
Desde donde estaban se podía ver una casa de campo, blanca, con granero y algunos caballos; se veía también algunas personas tomando el sol frente a la casa. Avanzaron un poco más y se detuvieron tras unos arbustos, ahí los árboles les impedían ser vistos.
-No te voy a contar cuál ha sido mi peor trabajo -dijo Helena sonriendo-, pero conocí a un tipo al que le gustaba el dolor en ciertas partes de su cuerpo. Tenía afecto por las pinzas para colgar ropa. ¿Te sientes muy nervioso? No te vayas a echar para atrás, ¿eh?
-Cómo cree -dijo Iván, prendiendo un cigarrillo-. ¿Y cómo voy a reconocerlo?
-Aquí hay una foto, fíjate bien, no es difícil, tiene la cara marcada -Iván tomó la fotografía y miró en silencio.
Helena no estaba muy convencida.
-Quiero ver tu cuchillo -ordenó.
De su chamarra norteña, Iván sacó una navaja color rojo.
-La más práctica; es suiza -dijo con voz de orgullo.
-Esta vez el Chato no tuvo madre. Voy a llamarlo ahora mismo.
Iván la tomó por la muñeca, impidiendo que cogiera el teléfono celular, y mirándola directo a los ojos habló con voz tranquila.
-Yo sé lo que hago, señorita. El Chato sabe lo que hace.
Helena no soportaba que la tocaran, en otra ocasión su mano libre ya hubiera cruzado el rostro de Iván, pero el tacto con la piel de ese hombre, tan fría, y su voz...
-¿Sabe? Hubiera sido mejor una pistola ¿Se imagina? Luego traigo el traje norteño, y al rato la fiesta...
-El Chato lo quiere así, torito. Quiere que este tipo tenga algo que pensar sobre las cosas que ha estado haciendo. Si para ello tienes que ensuciarte el traje no me importa. Y no me vuelvas a tocar, imbécil, podrías meterte en problemas -rugió Helena, soltándose de Iván.
Un ruido de voces lejanas interrumpió la conversación, niños al parecer. Ayudados por su perspectiva pudieron ver con claridad y no muy lejos de ahí a cuatro niños jugando, cuatro pequeños rubios que corrían en pantalones cortos; sentado un poco más allá, un hombre delgado, de cabellos grises, fumaba una pipa y leía su periódico.
-Parece que te van a facilitar la chamba -dijo Helena.
-No sé -respondió Iván-. Hay muchos niños.
-Puedes evitarlos; piensa, es mejor que entrar a la casa.
Iván le dedicó una última mirada a Helena antes de salir del automóvil y dirigirse a donde estaban las voces y el ruido. Pendeja, pensó para sí.
-Hola amiguito ¿Quieres ver lo que tengo aquí? -Iván se acercó empuñando la navaja dentro del bolsillo de su chamarra, era el único niño con labio leporino.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03