Una trampa más

Miriam Mabel Martínez

Una vez más la tristeza obligó a Ricardo a vestir el recuerdo. Lo encontró en el fondo de la gaveta, arrugado, un poco estropeado por los años, sudando como siempre. Lo observó, nada había cambiado demasiado -ni él-. Las telarañas enrejaban su mirada, eso creía, sentía esos hilos sujetos a sus brazos y piernas, tal como si sus actos pendieran de ellos.

Trató de regresar en el reloj, de recuperar los días. En el cuerpo la misma sensación: insomnio y fiebre. Sonámbulo, intentó arañar los temores, pero ya no tenía tiempo ni ganas.

Frente al cajón enmudeció. ¡Hacia tanto que no lo vestía! Pero estaba ahí, altivo, doblado junto a su playera favorita.

Una manita, la cerradura grasienta. En la habitación una nube espesa. Ricardo con los pies colgando, meciéndose. El ruido allá afuera. Adentro el niño Ricardo mordiendo el labio sin saber por qué. Los gritos, la pelota. Acá el juego solitario.

Con precaución y de puntitas cierra la ventana. Del armario saca a la abuela. (La madre lo busca, no atina). Ricardo ríe, retoza, la pellizca, la besa, la empuja; ella le pide bajar la voz. Obedece.

-Sólo con una condición -la reta- . Enséñame.

La abuela se niega, él suplica. Ambos saben que si lo hacen no volverán a verse. Lo sienta en sus piernas, le estira los bracitos; así inician el baile del bordado. Callan. El niño está triste. Una cascada en la mirada. Lluvia. Está solo; de su cuerpo brotan hilos. Se mece.

-¡Aquí estás! -. Otro reclamo. La madre lo sacude (¿y la abuela?). Patalea, chilla, se zafa, baja apresurado, en los escalones deja hilos y más hilos.

Pronto olvidó a la anciana del armario; sin embargo, la nostalgia lo atrapó para siempre.

Desde entonces se encerró en su habitación para deshilar la melancolía, exiliado del tiempo. De sus manos, piernas o brazos jalaba estambres, hilazas, desbarataba nudos, enrollaba o tejía algo y en su cabeza un remolino sacudiendo las ideas.

Nadie comprendió su afición.

-Eso es de extravagantes.

-No, de ociosos.

-¡Bah! Deshilar tristeza.

-¿A quién se le ocurre?

En las noches luchaba contra sus pensamientos, contra esa necesidad de jalar hilos. Por eso lloraba a hurtadillas en los salones. Creo que por eso le temblaba la voz.

Me acostumbré a verlo y él también a mí. Lo seguía a todas partes, recogía la maraña, le cargaba los carretes, acomodaba las madejas por tonalidades y gruesos. A veces me sonreía, yo lo tiraba de cualquiera de sus hebras hasta el bar.

Nunca le gustó hablar mucho. Bebíamos una o dos cervezas y pronto esos cordones manaban sin parar, aislándonos. En ocasiones me mentía diciendo que era feliz, que nada lo ataba; aunque yo sabíav bien de ese cúmulo de recuerdos hecho nudo, guardado en los bolsillos.

Apareció repentina. Ricardo no alcanzó a comprender esa presencia en su vida. No sé bien cómo ocurrió. Desde ese día no hizo más que pensar en ella, deshilarse y tejer.

Mariana, ese nombre se tatuó en sus manos. La miraba hablar, ir, venir, moverse fuera de su alcance. ¡Mariana! Sólo al pronunciarlo se intimidaba.

Día tras día Mariana. Mariana aquí y allá. Mariana, hilos de colores. Mariana, una puntada. Mariana, otra puntada. Mariana, Mariana... hasta que tejió el recuerdo para tenerla, para vestirla.

Una mañana la abordó nervioso; la descubrió más linda, recorrió paso a paso sus ademanes, su cuerpo. Robó esa imagen y ese nombre. Ni siquiera lo miró, Ricardo apretó los puños y salió corriendo. Traté de alcanzarlo pero mis pies se enmarañaron en su dolor. Sólo contemplé su figura convertirse en un puntillo.

No volvió a hablar de ella ni de su recuerdo. Lo arrumbó en el closet y prometió no tocarlo más. Se negó a deshilar la tristeza, ya no quiso jalar más esas hebras. Una rabia amarilla provocó que las rompiera y tirara en cualquier parte. Deambuló ausente, lastimándose con su silencio, escupiendo al tiempo.

Aplastó el cigarro en el cenicero y se marchó. Ricardo se dirigió a su casa. Al entrar el perfume de otros días lo abrazó. Cayó bajo el influjo de un sueño (más bien de una pesadilla). Abrió la puerta, se topó con un pasillo jamás visto. Algo lo llamó. Al fondo distinguió unas escaleras. Se dirigió al cuarto, lo encontró lleno de neblina. El radio estaba prendido sonaba una canción que conocía de sobra.

Buscó en el cajón más grande. Hurgó hasta tentar al recuerdo. Lo sacudió, estaba un poco empolvado. Acarició los puntos, rozó la textura. Se desvistió; harto contempló su cuerpo y, por primera vez, observó un halo de luz a su derredor.

Desnudo, sin manecillas, se reconoció en el espejo. Después tomó el tejido, se lo puso: los estambres viejos recuperaron el color original al tacto con su piel. A Ricardo lo invadió una tranquilidad exquisita, mejor que todo lo añorado. Mejor, mucho mejor que el ansia de palpar el eco.

Taciturno, vagó vistiéndolo. Caminó, subió, bajó. Entonces, en medio de la noche, comprendió que era una treta del reloj. Los hilos de tristeza empezaron a borbollar desaforados. Le rodearon el cuello, lo apretaron con paciencia. Ligeras patadas, rostro amoratado.

Le falta el aire. Está perdido.

Silencio.

Nadie supo por qué. Dicen que encontraron sobre la cama, rodeado de millones de hilos, un cuerpo sin vida, enredado en la trampa del recuerdo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01