Clarita

José Luis Vasconcelos

Si me dieras la espalda, besaría tu nuca y arrancaría las plumas que dan peso a tu sombra...

Poco a poco empieza a comprender el mensaje que van dejando los pasos arrastrados de la vieja. Entre rezos y rezos sus pasos dicen: estás loca Clarita, estás más loca cada día. Su mente no se altera, sólo toma las palabras y las ordena de formas variadas: loca Clarita estás día cada más estás más día loca Clarita. Tiene que levantarse, debe hacerlo. Es hora de ajustar cuentas con la vieja. De pronto, al incorporarse, siente que la vieja es fuerte, poderosa aunque se oculte dentro de esa carne débil y quebradiza que huele rancio. Y la mujeruca camina de acá para allá, con el rosario entre sus manos de uñas gruesas y amarillentas. Tres mechones de pelos blancos y tiesos sobre la frente. Un par de medias viejas cuelgan arriba de sus tobillos secos. La anciana es cómica. Clarita empieza a reir para sus adentros. La vieja es vieja. La vieja se avieja. Aviejaviejalavieja. Y cierra los ojos porque un río de sangre brota de sus cabellos y no la deja pensar más.

Si tuviéramos que decirnos adiós, lloraría porque tu recuerdo aún no ha sido lo suficientemente rasgado...

Agobiada por los días la vieja se detiene frente a la cocina. Hace mucho tiempo que la cueva de los aromas dejó de ser un sitio luminoso. Rincón donde los olores y las pláticas sazonaban los días. La familia de su hijo le parecía de fábula. La mujer hermosa y buena. El hijo amable y trabajador. Clarita, su nieta, la niña más dulce y risueña del mundo, la más comportada. Ahora observa la entrada de la cocina, ya sin puerta. La pintura cae como esos recuerdos.

Si tuviéramos que dejarnos de ver, lloraría porque aún quedan paisajes detrás de esas montañas...

La niña toma la mano de su madre, parece un trozo de viento trigueño que cuelga de una casona verde que se mece entre los árboles. El rostro de la niña flota sobre un vestido rosa. Caminan hacia la abuela y sonríen. Nieta y nuera avanzan entre los árboles del jardín. Un viento azul las eleva por los aires. La vieja despierta espantada por esos sueños. Toma el rosario que tiene sobre su pecho. Se inclina hacia el frente, quiere ver si la nieta permanece tendida en el piso. Ya no está. Escucha gruñidos dentro de la cocina.

Si dejara de amarte caería de bruces sobre la tierra que escupe más silencios...

No me picoteen, no me picoteen, musita la vieja... La vida se le escapa a borbotones. Alcanza a ver su sangre. Es negra. Los buitres desgarran su cuello. Ya no llora.

Si has dejado tus manos en mi rostro, mueve los dedos quiero sentirme vivo...

Clarita, cuando no tiene nada qué hacer, busca las estampillas que guarda, esas que pertenecieron a su madre, piensa que al mirar el rostro de la muchacha de pómulos salientes y labios rojizos su furia disminuirá. Pero el rostro de la anciana le obsesiona: las arrugas negruzcas, todas las maldades del mundo enterradas dentro de esos surcos, su lengua morada, los ojillos entrecerrados, la mirada de hambre, penetrante, colorada.

Si ha llegado el momento de arrancarnos la piel, mi sangre está lista para regar el mundo...

La anciana sale de la casa. Está convencida que la muerte llega cuando menos se espera. Ella que deseaba morir sobre su cama y ahora lo hará lejos, tendida bajo un sol que secará sus carnes flojas. Camina, avanza lentamente porque no esperará a que Clarita salga de la cocina y continúe con sus agresiones. Ya no desea más. No puede soportar más porque todo se ha convertido en un vicio. Abuela y nieta peleando a diario. Ambas viviendo de recuerdos, en instantes idos. Ya no le importa qué pasará con Clarita. Tal vez la encuentren muerta o más loca. Sucia y desgreñada en el centro de la casa. Y ella, sus huesos, blanqueados por las lenguas del sol.

El doctor hace tanto que no viene. La edad, tal vez. O la mujer ésa con la que se desposó hace cinco años. Cuando su hijo vivía los visitaba cada seis meses. Luego empezó a ir cada año. Cuando se percató de la enfermedad de Clarita dejaba dotaciones de medicamentos. Luego dejó de ir. Y la medicina acabará como las esperanza.

Si has vuelto a mirarme, fíjate bien que ya no soy una estatua de sol...

Clarita lanza la cuchara de plata sobre el rostro de la anciana. El ruido del metal contra la cara suena seco. La vieja levanta la vista hacia Clarita. La joven se muerde el labio inferior y comienza a hablar.

-Ya no te soporto.

-Clara, estás loca. El doctor vendrá pronto. Traerá más medicina para que te compongas, pero mientras eso ocurre, ya deja de agredirme. Eres como un cachorro de perro. ¿Recuerdas al pequinés que te regaló papá cuando cumpliste tres años? Era insoportable. Gruñía a todo lo que pudiera moverse. Arrasó con zapatos y pantuflas. Así estás ahora. Eres un cachorro incontrolable.

Si la memoria no me falla, no recuerdo desde cuándo te he amado...

Con cierta calma la anciana cerró nuevamente los ojos y continúo sus oraciones. Clarita se levantó con rabia, aventó la silla hacia un lado y comenzó a trotar alrededor de la mesa.

Es una vieja rata, es una vieja inútil, piensa Clarita mientras su cuerpo empieza a humedecerse a cada vuelta. De pronto se lanza contra la pared. Siente el golpe en la frente, un vacío espeso y doloroso danza en medio de sus pensamientos. Luego se tira al suelo y con el piso frío bajo la espalda queda mirando las figuras que forman las sombras del techo.

Si acaricias mi rostro sentirás el latir de los años danzando en mis arrugas...

Ahora ya vuelan sobre ella. Tal y como lo imaginó tantas veces. Esas aves enormes, desgarbadas, de mirada fija y pico retorcido. En poco tiempo estarán sobre mí, piensa la vieja. Mi muerte será lenta, pero más rápida que mi vida. No sé si recordaré o el terror será tan terrible que mi mente quedará en blanco. Siente la lengua seca. No ha probado agua desde hace horas. Sus piernas ya no las siente. De vez en vez le llega el tufo de su cuerpo, de sus excrementos. Luego algo la distrae. Una nube que se deshace en el aire. Un objeto que cruza sobre la luna blanca. La necedad del sol sobre sus párpados. Su piel marchita que se quiebra aún más a cada momento que pasa.

Si un día me recuerdas, piensa que ya no estaré regando más tu tumba...

Sólo unos pasos entre ella y Clarita. Pasa los días pensando que un día, cuando la enfermedad avance, la muchachita tomará un cuchillo y lo clavará en su pecho. Cierra los ojos porque el dolor será terrible. Sus huesos crujirán, sabe que se astillarán al paso del metal y ella caerá como las súplicas. Si fuera más joven para poder correr y salir, pero no puede. La puerta de la casa está muy lejos. Tendría que caminar demasiado, horas tal vez para llegar a la puerta. Sabe que el cansancio sería lo de menos, pero no soportaría morir bajo el sol. Los buitres empezarían a rondar en círculos. Primero alto, luego irían bajando y ella tendría los ojos entrecerrados para no sentir los rayos del sol. Después vería bultos, escucharía graznidos, aleteos. No, no podría ir hasta la puerta, sería demasiado. Ahora que ve el rostro de Clarita siente una ternura blanda como de parafina. Apenas ayer era una niña tan seria y obediente. Hoy es un animal y la odia a muerte. Clarita podría llegar a la puerta en pocos días, saldría hacia la calle y cruzaría los puentes de marfil.

Si una boca pronuncia nuestros nombres, bésala y déjala que cante...

Un ruido la despierta. Clarita gruñe. Ve al ratón que avanza hacia ella. Intenta capturarlo. El animal se oculta detrás de la despensa. Clarita mueve el pesado mueble, ahí están dos cajas de medicina. Algo le dice que destape las cajas, que tome las pastillas, que beba agua...

Un ruido le trae aquí de nuevo. El vaso que estaba cerca de su codo yace quebrado en el suelo. Clarita observa todo a su alrededor. Qué vieja está la cocina. La casa se cae. Ha pasado tanto tiempo desde que están solas: ella y su abuela. Lo ha decidido: Se marchará de ahí con la vieja. Empieza a llamar a la vieja. Quiere compartir con ella su decisión. Ya no es tan niña y le ayudará hasta llegar al pueblo. Se llevarán los papeles de la casa, la venderán y abrirán un negocio. Ella sanará porque verá al doctor con frecuencia y caminará con la abuela por las calles del pueblo. La vieja no responde.

Si un día dejamos de sentir estrellas que la noche caiga sobre los otros.

Desaparece la tristeza de la vieja. No hay miedo, ni temor. Ve a la niña que parece un viento magenta, prendido a la casona verde. Le llaman. Vienen por sus huesos. No escucha nada, también sonríe porque le da mucho gusto escuchar nuevamente la risa de su hijo.

En la casa no hay ruidos. Portazos que da el viento. Un llanto lejano, si acaso, apenas un gemido.

Si un día escapamos de los odios, tendámonos sobre el césped para ver cómo danzan las nubes...


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03