Déjame ver el sol

José Luis Vasconcelos

El cielo se ha puesto gris. El aire besa mis cabellos, susurra como una mujer que dice cosas dulces al oído. Necesito contarte lo que pasa. Lo que en esta víspera llega a mi mente. Tal vez, después de que leas esto me convierta en un candidato más para sumarme entre tus víctimas.

Recuerdo mi rostro de niño. La primera vez que me asomé al espejo del lago. La mancha rojiza que bajaba desde esta frente llena de dunas, y de dudas, hasta mi barbilla. Mi lunar en forma de isla que flotaba entre la cartografía de mis facciones.

Extraño el olor de mi madre. Nunca volví a sentir esa tranquilidad porque me sentía seguro abrazando ese tronco firme, recostando mis mejillas sobre el vientre blando. La presión exacta de sus yemas acariciantes sobre mi cabeza, sus dedos entre mis cabellos. Las dulces palabras de aliento, esa sonrisa amable al ver el lunar de mi rostro, idéntico al que mi padre tenía en el cuello. Era joven aún y recuerdo el gran alboroto que causó tu nacimiento. Justo esa noche Erostrato incendió el templo de Diana, en Efeso.

Mi madre solía conversar con la tuya y nos contaba que Olimpias, en ocasiones, les narraba historias increíbles, aderezadas por la fogosa imaginación de la sangre albanesa que corría por sus venas. También solía hablar con admiración de Filipo, tu padre, de su hermosa figura y de cómo añadió a Macedonia casi toda Grecia. Pero la bruja, como le llamaban a tu progenitora, le impactaba porque afirmaba que un día daría de qué hablar. Observaba que detrás de su sonrisa había un ave de mal agüero indicándole el camino a seguir...

Dime, ahora que las fiebres te consumen, ahora que sudas olores nauseabundos, que tu cuerpo se ve llagado y que ni todo el poder sirve para recuperarte, dime... En algún resquicio de la imaginación verás el rostro de tracios e ilirios cuando los grandes de Macedonia se amotinaron para arrebatarte lo que por herencia te pertenecía. Qué sentiste cuando los tébanos degollaron a nuestros guerreros que mantenían a buen recaudo la ciudadela. Cuéntame, veías entre las teas el rostro enardecido de Demóstenes arengando en tu contra, viendo como palabra tras palabra lograba extraer de las almas de sus oyentes la furia contenida. ¿Pensarías en colocar pequeñas brasas ardientes debajo de su lengua para que aprendiera a callar?

Cierro los ojos, siento los labios de aquellas que he amado, que pasaron suavemente su lengua sobre mi lunar. Siento las manos de la adolescente que anoche tomó mi rostro, su mirada fija mientras pasaba su lengua sobre mis testículos y el beso más tierno que un perro de guerra haya recibido jamás.

Qué más puedo hacer... Quisiera tener ese valor indomeñable cuando formé parte del grupo que salió a sofocar a tracios y getas, después vendría el sometimiento y posteriormente la unión de celtas y otros bárbaros.

Qué sino recordar. Los recuerdos son el único cargamento que se nos permite llevar de un lugar a otro. Qué sino recordar tu sarcasmo cuando decías que Demóstenes, estando tú en Iliria, te calificaba de niño; cuando llegaste a Tesalia, de adolescente y querías demostrarle que a los pies de las murallas de Atenas ya eras un hombre, nuestro líder capaz de someter la menor duda con una mirada... Qué recordar, a un hombre ebrio que huye desnudo de sus víctimas o uno que se perdió entre la travesía en la noche...

Aun la sangre combativa se percibe en la mirada del guerrero, los recuerdos no. Nadie sabe si estás antes o después. Ninguno imaginará la danza de las sombras cuando incendiamos Tebas, con excepción de la casa de Píndaro, al que tanto admirabas. Las llamas eran lenguas que besaban la noche. Mi mano sujetaba lanzas, levantaba al caído y lanzaba teas sobre los techos. Vi adolescentes correr como niños y niños pelear como hombres. Pisé vísceras, arranqué mechones de pelo. Escupí sangre y te seguí como la sombra fiel. Nadie sabe si en los recuerdos eres el niño que llora en su rincón de la cocina o el adolescente correteando por el bosque o ese amante implacable en el ecuador de un lecho nutrido de fluidos y perfumes o un viejo guerrero reflexionando sobre todo y nada antes de la partida...

Qué pensaría mi madre cuando se enteró de la muerte de tu padre. Las habladurías se regaron, la tensión flotaba en el ambiente, los rumores brotaban entre los muros. Ya se habían alejado pero el temor fue pan diario en esa época. Ella, como otras más, se fue alejando de la albanesa porque ya no era la misma. En ese tiempo la madurez me reclamaba y ansiaba tener la pericia suficiente para ingresar a ese cuerpo selecto de guardias al que ingresaste a los 16 años. Tú, a tus veinte años, reclamaste el trono de tu padre y el ejército te apoyó. Yo entre ellos, porque sería una de tus sombras. Y después, cuando las cosas estaban en su sitio. Cuando entregaste el poder a Antípater y repartiste tus bienes entre todos sólo respondiste que guardabas para ti la esperanza, pero no sólo era la tuya porque sabías que tu esperanza flotaba segura sobre la calidez de nuestro afecto.

Cualquier obstáculo era paso libre para ti. Hacías lo que deseabas. Recuerdas el oráculo, a la desgarbada pitonisa que te dijo "Hijo, no hay nadie que se te resista", cuando la obligaste con violencia a subir al trípode. Y desde aquella colina me fui acercando para ofrecerle agua a nuestro joven guía de 22 años que comandaba un ejército de pueblos nuevos, que avanzaban bajo el sol y las órdenes de expertos generales. Poco más de 35 mil almas formaban la infantería al mando de Parmenión, más de 4,500 en caballería, al mando de Filotas, víveres para soportar unos 40 días y 70 talentos o un poco más. Así salimos y cuando te dije que si era suficiente, sólo respondiste: La conquista nos proveerá en lo sucesivo.

Veo mis manos, estos dedos que se han aferrado a la empuñadura de la espada. Estos diez huesos forrados de piel áspera que han sacado ojos, detenido golpes, acariciado mi lunar, que han sentido la primera humedad del sexo de mujer. Veo mis uñas con restos de sangre seca. Con la punta desportillada. Veo mi rostro en la pupila de las doncellas que me lavan y sé que el tiempo me ha enseñado a lamer con paciencia el clítoris de las mujeres que están al alcance de mis llamas.

Qué pensaría Aristóteles cuando caminaba contigo, porque no estaba creando a un erudito, enaltecía el amor por tu tierra y tus orígenes para regarlos por ese mundo que algún día sería tuyo. Amasaba con placer un espíritu deseoso de aventuras y capaz de eliminar cualquier obstáculo con tal de alcanzar su más leve deseo... Qué mirada tendría el custodio del nudo gordiano, allá en Gordio, cuando al sopesar las posibilidades sentiste que no podrías deshacerlo y mejor lo cortaste de un tajo cumpliéndose el vaticinio del oráculo.

Soy esto, nada más. Fui siempre una eficaz máquina de matar. En Arbela lo demostré porque fui uno de los tantos verdugos de aquellos miserables que sembraron el campo con su vida. Nunca olvidaré el olor, el olor de nuestra gran batalla y su perfume de muerte. 300 mil almas caídas y miles de prisioneros. Y tú sólo perdiste poco más de 100 hombres y unos mil caballos. Y el cielo se mantuvo firme y los árboles dejaron de mecerse y las aves interrumpieron para ver los despojos de los caídos y la alegría sin límite de los vencedores.

Tal vez ya nada valga la pena, pero haber peleado ahí, bien vale el precio de la sangre...

A veces te veía correr, y vaya que corrías, impulsando ese cuerpo atlético y altivo que no podía intervenir en los juegos gimnásticos porque no había otros cuerpos de tu linaje con quienes competir. Desde entonces sabía que alguien muy especial debería inmortalizarte...

Recuerdo con placer el momento en que vi aquella primera escultura en el taller de Lisipo. El joven rascándose parecía más alto y flexible que el modelo. Supe que estaba ante un mago que extraía cuerpos hermosos del vientre de la piedra. Fui yo, y nadie más, quien te sugirió que Lisipo era quien debería esculpirte al frente de una partida de caza, porque tu rostro podría así ser conocido por aquellos que aún danzaban en el éter. Y tú, posteriormente, consentiste que sólo Lisipo y Apeles fueran los encargados de realizar retratos del hombre que revivió la gloria de la Grecia de antaño.

He sentido la leve resistencia de la carne ante la intrusión del metal. Vi escapar la vida que se extendía bajo las ropas igual que una maldición en una familia de esclavos. Mi mano sobre mi abdomen sangrante. La palma de mi mano izquierda buscando taponar el chorro rojinegro que brotaba de mi bíceps. Observé la mirada sin objetivo del que estaba a punto de morir; sorpresa, desencanto, las muecas de la muerte. Traté de adivinar su último pensamiento, pero el metal sediento de sangre busca otros cuerpos, más carne que penetrar, dónde hundirse para mostrar para qué fue hecho...

Qué puedo hacer, me digo, si corren entre mis venas el rostro de mi esposa, las risas de mis hijas, las conversaciones fermentadas por el vino de la amistad. No sé si hoy deba morir. No sé si estoy preparado para partir de aquí. No sé si podré ver nuevamente las pupilas francas de las mujeres que besaban mi sexo, que mordían mis tobillos y dejaban correr su lengua por las maltratadas y rústicas plantas de mis pies. La desagradable zalamería de mis servidores con sus dientes amarillos y un aliento hediondo después de proferir una y mil zarandajas o a las doncellas de Abisinia afanándose por darme los mejores manjares cuando allá se preparaba el festín de la sangre.

He perdido la cuenta de los días, sí, de los días como tales. Sé que hoy es domingo y que en pocas horas estaré en ese campo luchando con mis hombres, sé que voltearé una vez y no te veré contagiando de valor a tus soldados, partiéndote en pedazos, peleando hombro con hombro con nosotros y aun así habré perdido la cuenta de los días. Nadie ha logrado sentir un verdadero afecto por el tiempo. Nadie...

Hermano de armas. Yo te entregué a Bucéfalo, cuando tomaste las riendas te comenté que el animal temía a su sombra y que para montarlo debías ponerlo contra el sol. Demostraste al mercader aquel y a Filipo de lo que era capaz un guerrero de tu casta, por eso tu padre te miró orgulloso y dijo:

-Busca otro imperio, hijo mío, porque el que te legaré no es digno de ti.

Sólo sonreíste; gallardo, fuerte, con los músculos guarecidos bajo la piel tensa de tu adolescencia. Mente superior. Capacidad inequívoca para descifrar los restos del naufragio de los días y la medida exacta de ironía para escupir en el rostro de los emisarios lastimeros de los reyes de lodo que tuviste que recibir en el aposento...

Quién sabrá que sobre esta floresta un guerrero cansado se hizo mil preguntas y vio lo que nadie verá. Quién, en otro momento, tendido en este mismo punto recordará y estará listo para dejarse abrazar por la Muerte. Quién sabrá, con justeza, que en este sitio murieron cientos de hombres atravesados por el metal que exige su tributo de sangre. Quién podrá decir una plegaria por este hombre harto que llora porque sabe que jamás regresará con los suyos, porque sabe que falta poco, para entregarse de frente hacia la muerte, porque no soportará verse humillado, tendido entre sábanas blancas, junto con otros viejos, acariciando esclavos de piel negra y lustrosa. Hoy le llegará el turno de caer con los ojos en blanco sobre un campo teñido con su sangre, mirando al cielo mientras el viento sople lento e incline la balanza para uno u otro bando.

Y dormiré en un sarcófago más simple que el tuyo, más sencillo que me otorgó Lisipo y que esculpió de prisa porque estaba entregado a realizar el tuyo. Pero siempre repleto de mi yo y yo de nuevo en esta piel que se marchita lento. Más viejo y más joven. Extraigo fuerza de los recuerdos. Por dentro no he envejecido. Siento el mismo coraje, la misma rabia antes del combate, pero mis brazos están flojos, arrugados, la carne es una armadura que comienza a pesar. Mis piernas tiemblan. Mis ojos aun no han perdido la precisión. La memoria insiste en llegar puntual a la cita.

Recuerdo que fuiste sofocando uno a uno las pequeñas pústulas de rebelión. Después partimos hacia los Balcanes, cruzamos el Danubio y compartimos tus dudas con respecto a si era conveniente extender tus dominios hacia esa parte del mundo salvaje y desconocida, pero volvimos, no sin antes incendiar una aldea insignificante. Sofocamos a los sublevados en Grecia y le prendimos fuego al orgullo tebano. Miles soñábamos tu sueño.

Cada parte de mi cuerpo respondió al adiestramiento; los músculos ejercitados a la perfección, movimientos precisos, nunca desperdiciando energía, jamás dando un golpe de más... La sangre era una fiesta y yo danzaba ebrio de ese néctar que nunca dejaría de probar. La extensión de un largo brazo disciplinado. Horas dedicadas al ejercicio en esos campamentos donde los simulacros de la muerte no son más que una mascarada.

Fuimos directamente sobre Troya. Hiciste sacrificios para honrar a Aquiles y a Héctor y tomaste para ti el escudo que se pensaba perteneció al primero. De ahí entablamos el primer combate contra los persas, justo a un lado del río Granico. Vi con mis ojos que los persas eran tan humanos como yo. Y que los demonios brotaban de nuestras bocas para enfrentarlos cara a cara. Pero nosotros éramos un sueño que se crecía en la sangre y les hicimos huir. Posteriormente nos reorganizamos en Gordio y de ahí a Siria. Después sería lo de Issus, volveríamos a topar con miles de persas comandados por el mismísimo Darío, pero él ya te temía y al igual que una mujer sorprendida en adulterio escapó, olvidando esa preciosa casa de campaña hecha de sedas y al interior las concubinas más suculentas de que tenga memoria que vieron con buenos ojos el cambio de amo.

Recuerdo un cumpleaños, la risa pronta de mi padre, el valor de mi perro ante los hombres defendiendo a su amo, rasgando la piel de los intrusos, la adolescente que amé bajo unos pinos... Recuerdos, recuerdo, quién me recordará... El pasto se vence bajo mi cuerpo, las ramas de los árboles se mecen, las nubes pasan, un hombre recuerda, unos hombres se matan, un viejo se cree niño, un niño se cree hombre y mata sin matar, los huesos de mi madre bajo tierra, los gritos de mi esposa en el momento del parto... Dioses, diosas... Cuál es la razón de la memoria, para qué los recuerdos, quién los cosechará, para qué tantas muertes, para quién mi amistad...

Seguimos hacia el sur, cruzamos Siria y llegamos a Egipto. El oráculo te dio la condición de dios. En la desembocadura del Nilo fundaste Alejandría, que unos años más tarde se convertiría en la ciudad más grande del mundo. Pasaron tres años más y fuimos directo al corazón del debilitado imperio persa. Ese imperio que ambicionabas ya estaba en tus manos. Te vi sonreír, porque poco antes Babilonia y Susa, con todo y sus riquezas, ya eran tuyas.

Sólo recobraré algún momento, un detalle justo. Una flor particular cerca de un hombre muerto, la textura de la tela teñida de sangre, el brillo de la espada, los gritos de los hombres en la batalla, la canción del viento, la huida del humo hacia los cielos, los árboles como viejos testigos, las aves que se alejan y mi sombra entre las sombras... Pero en cada rostro y en cada esquina brotarán escenas de Arbela y de Issus. Soy hijo de la sangre, de las batallas. Una herida en carne viva...

¡Pero la sombra de Darío Codomano, el autonombrado rey de los reyes del Universo te seguiría? ¡Cuántas veces desearías haber tomado su rostro para escupirle cuando te trato de bandido griego y untarle en la cara que aquella caja de oro que te envió era como la primicia de todo su tesoro que un día escurriría entre tus manos. Dejaste caer uno a uno los granos de lirio (el número de soldados que te darían muerte, según él) y dijiste que en esas partes sería seccionado el imperio codomanita y la bolita que mandó para que jugara el niño invasor representaba el mundo entre tus dedos. Y el látigo que te mandó para que castigaras a tus generales era el mismo que danzaba en tus sueños y que Filipo te señalaba para que castigaras al insolente persa.

Próximo a Arbela volvimos a estar frente a frente de los persas y de Darío, fue una batalla decisiva. Luchamos por horas, mi sudor era sangre, pero entre la humareda y los gritos la victoria se alzaba para nosotros. Darío huyó con sus tropas hacia el este y a pesar del cansancio y la fatiga fuimos tras él en esa cacería, éramos perros tras la zorra. Cuando lo alcanzamos vimos tu rostro ponerse sombrío, apretaste la quijada y contrajiste el puño cuando te enteraste que Darío había sido apuñalado por su guardia personal para evitar que le tomaras vivo, nosotros pensamos que deseaba robarle en plena desgracia. Todavía llegaste a consolarle. Qué le dirías, de cuál dolor le aplacarías la pena. De qué silencio interrumpido le hablarías mientras sus ojos se quedaban fijos y su boca abierta te soplaba la muerte.

¡Ah!, mi lengua chasqueó de gusto cuando destazamos a los primero 40 mil persas y seguimos nuestra marcha y el Granico lavó nuestra victoria. Recorrimos la Lidia, Asiria, Caria, Mileto y Halicarnaso. Nos anexamos la Frigia, Capadocia, Cilicia y en Tarso mostraste tus dotes de político devolviendo a esa viejas ciudades sus antiquísimas constituciones democráticas.

Issus, cómo olvidar la huida, la batalla, los ayes y los lamentos. Ahí enfrentamos a esa caricatura de rey de reyes que escapó entre la noche abandonando a su suerte a toda su familia; esposa, madre, hijos, tesoros y miles de miles de muertos. Ya se veía, se sentía, se intuía lo de Arbela, era cuestión de tiempo... Cuestión de tiempo.

Recordarás que poco después partimos hacia Damasco, Tito, Jerusalén y Gaza. Y eras aclamado como el Libertador. Y te veía crecer, alejarte del mundo. Tomabas posesión de tus conquistas y el latido de la ambición se escuchaba más fuerte entre tu pulso.

En sólo 60 meses lograste lo que nadie, pero sabíamos que no todo acabaría ahí. Los sueños que soñabas los veíamos nacer y penetramos el Asia, hacia la India y el valle del Indo antes de retornar a casa.

Pude haberme quedado en alguno de los diversos sitios donde formabas guarniciones, pero sentía que debía ir tras de ti. Nunca fui partidario de gozar mientras los demás luchaban a brazo partido, así que mi confianza se desmenuzaba y quedaba con aquellos que nos veían partir desde cada una de las más de 18 Alejandrías o de la Bucefalia que relinchaba de pena al ver que nos alejábamos.

Tu sueño nos jalaba, nos arrastraba pero estábamos cansados, no podíamos seguir. Necesitábamos reposo, cuidados de mujer, alguien con quien admirar amaneceres, una cariia en una tarde de esas en las que el sol incendia nubes. Volvimos a Sussa y ahí tomaste por esposas a dos mujeres de entre tus súbditas. Vi llorar a Roxana, esa princesa hindú con quien habías casado antes, pero esto era otra cosa, era la consolidación de tu reino, una gran boda colectiva donde se sembraría la semilla de tus hombres entre las hembras persas.

Gracias a ti conocí nuevos frutos. Veredas, pendientes, ríos, árboles, flores, pedruscos. Probé alimentos que jamás imaginé que pudieran provocar que mi lengua salivara como la de mis perros. Aspiré aromas novedosos y recordé olores que en cada paso pedían su confirmación como el sudor de mis hombres, las flatulencias de las bestias, el excremento de los corderos, el perfume rancio de las caravanas, tantas cosas. Reconocí las mismas estrellas en cielos diferentes. Las nubes tomaban formas caprichosas y en algunas lograba avistar escudos, cascos, grabados, luchadores, flautas, jarras, sandalias y tantas cosas tan preciadas para un soldado que está lejos de casa.

Pero los sueños cansan y más si se descubre que ya no es un sueño compartido. La disciplina se resquebraja. La vida licenciosa nunca ha sido buena consejera. Las mujeres y los hombres se enlazan en escaramuzas sin objetivo claro. La ambición repta por las paredes de palacio. Las murmuraciones anidan en el pecho de los envidiosos. Y empezaste a cambiar, a sospechar de todos, a ser cruel con quienes antes fuiste amable. Eras un hombre con grandes sueños, no el sueño de un dios. Y recibías un trato sin igual y querías más. Qué te pasó, qué trastornó tu voluntad que molestó tanto al animal guerrero, a ese monstruo de soldados, bestias que se removían inquietas entre su madriguera.

En Babilonia reconociste real ese sueño de la infancia, caminabas y todos a tu paso bajaban la mirada. Sólo escuchabas tu respiración, ni un ruido más. Nada más el dios macedonio que avanza entre alabanzas mudas, entre peticiones oculares, entre carcajadas silentes. Emisarios y embajadores de todas parte del mundo buscaban una palabra de tus labios, escuchar la voz del dios. Era el desorden, la perfección del caos, la inusitada caída en el torbellino de pasiones, deseos y voluntades. Ya no reías, no disfrutabas, no agradecías. Pegabas, pateabas, humillabas. Violento, ebrio del día a la noche ya no percibías amor, sólo temor. Un temor ciego que se ocultaba detrás de las cortinas, debajo de tu lecho iba creciendo el animal y entre sus movimientos te resbalabas sediento, arañando la piel del sin sentido, te veías resbalar hacia la nada, veías bajo de ti un río de sangre con rostros conocidos, con brazos mutilados y bocas que gemían.

¿Por cierto, alguien no sentirá temor? Antes de la batalla siempre temo, temo morir, temo alejarme de todos para siempre y siempre he vuelto, pero la que se avecina será distinta... Estoy hecho para eso, para nada más. Nunca sabré de la mezcla de grandes acciones y actos insensatos, de actos insensatos y de frases lapidarias, del despotismo y la crueldad y de los vicios y virtudes que te daban cuerpo y alma. Yo sólo soy un hombre de apetito limitado y deseos controlados.

Despertabas sudando, veías a tus mujeres y ellas escapaban desnudas aterrorizadas por el demonio que despertaba dentro tuyo cada noche. Qué pasó, qué fue del sueño que nos movía como un solo hombre, quizás se despertó y en ese parpadeo nos descubrimos solos, desnudos frente a miles de espejos. No quise entrar a verte cuando las fiebres tomaron posesión de tu cuerpo. No quise ver tu rostro porque ya no irradiaba nobleza, sino lástima, ni siquiera una pena o restos de los aires soñadores que Lisipo extraía de tu ser.

Estoy cansado, muy cansado ya, y moriré en lo mío, seré uno más de entre los cadáveres de esta inútil batalla. Ya no sé por qué peleo, ni a quién comando. Desde que te dejaste llevar por las costumbres y el lujo de los persas todo se vino abajo, todo cayó en pedazos como los granos de lirio, ¿los recuerdas?

Te ví tomar las manos del alcohol y abandonarte pleno. Te vi correr desnudo por los corredores del palacio y tomar tu sexo y orinar sobre las cortinas de tu alcoba. Te cubrí con mi manto y me senté a llorar contigo en la escalera.

Babilonia te ha corrompido, te hizo suyo, te ha sometido. Han pasado tantas cosas... Filotas apedreado y Parmenión degollado por supuestas conjuras. Ya no distingues bien de la noche y las grutas. Me parece ver a Clito morir entre tus manos, después que te salvó la vida allá en Granico y todo por ese comentario insulso que profirió en esa comilona. Luego vino lo de Calístenes que se negó a postrarse ante ti y sucumbió también. Ya no había nada que demostrar, hasta el descontento hubieras conquistado si te hubieses mostrado más humano. De nada sirvió lo de matar al león tú solo, ya te teníamos miedo.

A veces pienso que debí morir cerca de Arbela, en nuestra gran batalla para que mis hijas pudieran decir a los hijos de sus hijos que su abuelo fue uno de los semidioses que regaron su sangre para el mundo peleando al lado tuyo.

Avistan ya al enemigo, debo guardar estas palabras que algún día te enviaré. Espero sinceramente que mejores. Has salido de valles oscuros, tu pie jamás tembló cuando cruzamos angostos corredores por cimas heladas y barrancos profundos como la ambición. Hemos peleado hombro a hombro con la muerte.

Cuando leas esto yo no estaré aquí. Cuando tengas entre tus manos purulentas estas hojas curtidas, recuerda que están hechas con las mejores pieles de persas derribados en Arbela. Sabía que un día los utilizaría para algo, por eso mandé arrancarlas y curtirlas. Las tuve siempre junto a mí, en las alforjas de mi cabalgadura. Es mi manera de agraviar a esos que te corrompieron. De algo tenían que servir esos malditos. Ahora sirven para que leas mi voz, mis palabras de aliento y desconcierto, mis dudas, mis recuerdos y todo eso que va llegando de improviso...

Tú las abrirás algún día o tal vez no. Roxana u otra de tus mujeres te leerán esto mientras te recuperas. Y si no lo leyeras y si la lengua de las fiebres te asfixiara con su viscoso aroma entonces mi espíritu se lo comentará a tu espíritu porque de ser así muy pronto te veré, muy pronto besaré el dorso de tu mano y soñaremos otros sueños.

Ten por cierto que te seguiré, no importa qué se pueda conquistar en esos vastos territorios donde no existe frío, ni noche, ni dolor ni penas... Ahora... por lo pronto, como te dijo Diógenes aquel día, hazte a un lado Alejandro, déjame ver el sol...


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/00