La tarjeta odiosa

Víctor Antero Flores

 

-Roberto, el teléfono está cortado.

Luisa estaba en bata de dormir, con pantunflas verdes de pata de dinosaurio, tubos en el pelo y mascarilla de aguacate en en el rostro.

Robertó entró enojado en la sala, con la cuenta del teléfono en la mano.

-¡Mira, mira! ¡Mil seiscientos pesos de teléfono! Y son puras llamadas tuyas.

-Ay, mi vida, debe haber algún error. Ya sabes que siempre nos achacan llamadas que no hacemos.

-Ya lo confirmé en la central -le abanica los papeles en la cara-, todas estas llamadas salieron de aquí. Mira, a tu mamá en Monterrey, a tu papá en Tampico, a tus amigas de no sé dónde.

-Ay, pero si hablé bien poquito.

-¡Poquito! ¡Se te hacen poquitas trescientas llamadas en un mes! Son como diez llamadas al día.

-Y qué quieres que haga.

Luisa hizo algunos pucheros para convencer a Roberto.

-¿Quieres llamar de nuevo, mi amor?

-Es que tengo que hablar urgentemente con Queta.

-¡Pues paga la cuenta! -manotea el recibo-. Esto es más de la mitad de lo que gano en un més.

-Pero yo no tengo dinero.

-Pues a ver cómo le haces. Tienes una tarjeta de teléfono público, ¡úsala!

Luisa tardó dos horas en ponerse sus mejores ropas, maquillarse y peinarse. Todo esto para caminar diez pasos al teléfono de la esquina.

Introdujo la tarjeta. En la pantalla apareció la cifra de su crédito: $6.50. Marcó los números y esperó mientras escuchaba el sonido intermitente de la llamada.

-Hola, Queta. No tengo mucho tiempo para hablar. Estoy en un teléfono público y a mi tarjeta le quedan séis pesos. Ya sabes como son estas tarjetas. Hablas y se chupan el dinero, te marcan una cantidad cuando cuelgas y a la siguiente llamada ya le faltan dos pesos. Cómo quisiera que volvieran los teléfonos de monedas; son más fáciles, no tienes que andar comprando tarjetitas a cada rato porque se tragan el dinero. Uno como quiera una siempre trae monedas a la mano. Pero es que son tan buen negocio para la compañía que no les conviene... -el sonido intermintente de un número cortado llegó a su tímpano-. Bueno... ¿bueno?

La pantalla decía: Inserte otra trarjeta.

Luisa pegó un grito de coraje, golpeó el aparato y retiró la tarjeta. La dobló, la estrujó, estuvo a punto de romperla, pero un idea llegó a su cerebro.

-Debe haber alguna forma de recargar esta tarjeta ladrona.

Corrió a su casa, tomó una lupa e inspeccionó el cuadrito metálico.

Roberto la sorprendió.

-¡Qué haces! ¿Ya te acabaste la tarjeta, verdad?

-Están enmañadas. Se acaban muy pronto. ¿Qué tendrán dentro?

-Son sistemas computacionales, nunca lo entenderías. Se manejan através de un microchip. Almacenan bites de información por medio de puntos electromagnéticos. Es decir, están cargadas magnéticamente.

Luisa levantó las cejas.

-Si le acerco un imán... tal vez quede cargada de nuevo.

Luisa corrió a la cocina y quitó una de las figuritas del refrigerador y la restregó sobre la tarjeta. Luego corrió al teléfono y la insertó. El crédito era nulo. Regresó a su casa, no sin antes lanzarle un ladrillazo al parato.

-¡Tengo que hablar, tengo que hablar! Cómo le hago. Tal vez necesite más fuerza. A lo mejor... electricidad...

Arrancó el cable de la plancha y lo colocó sobre el microchip. La conectó, pero se desprendió el amarre de cinta adhesiva que le puso. Así que juntó los cables sobre la tarjeta a mano. Un chispazo le quemó los dedos, la corriente eléctrica atravesó su cuerpo y la hizo volar desde el cuarto de planchar, hasta la sala.

En cuanto se recuperó fue de nuevo al teléfono, insertó la tarjeta y el crédito marcó cero. La furia se a poderó de su espíritu, sacó el arma femenina más temible, un zapato, y arremetió contra su enemigo electrónico. La impotencia de no poder usar el teléfono la hizo delirar.

-¡Esta tarjeta está maldita!

-No, -dijo Roberto, quien la seguía curioso para ver de qué era capaz su esposa-. Simplemente se le acabó el crédito.

-Debe haber alguna forma de llamar sin gastar dinero.

-¿En qué país? Así es el sistema en que vivimos.

-Pero el teléfono me resta más de lo que hablo, es una tranza.

-Así es el sistema en que vivimos.

El ceño de la mujer se frunció hasta la nariz.

-Si el sistema se presta para las tranzas, entonces yo seré una tranza. Haré que esta tarjeta vuelva a marcar.

-Mejor compra otra.

-¡Paga la cuenta del teléfono!

-¡Págala tú, por tu culpa lo cortaron!

Luisa gritó y se jaló los cabellos. Corrió a la cocina y arrojó la tarjeta dentro del horno de microondas y le dejó allí por cinco minutos. El horno chisporroteó, una pequeña aurora boreal apareció dentro y finalmente, con un tronido, se apagó.

Cuando la introdujo de nuevo en el teléfono, la pantalla le indicó que no tenía crédito.

Al escuchar los gritos, Roberto fue a ver que le ocurría a su esposa y la encontró atacando al teléfono con las uñas y a mordidas.

-Luisa, te van a detener por dañar ese aparato.

-¡Qué se muera!

-Toma, aquí tengo otra tarjeta, le quedan veinte pesos, úsala, pero es la última que te doy.

Luisa la tomó, la cantidad era la que dijo Roberto. Marcó el número. El sonido de la llamada engolosinó su cabeza, como la droga para un adicto. De pronto un chillido desconocido la hizo arrojar la bocina. Los números del crédito hicieron una cuenta regresiva hasta quedar en cero y la pantalla se ensombreció.

-¡Qué le ocurrió! -gritó ella-. Se tragó todo el dinero.

-Lo descompusiste con tus golpes.

-¡No se puede confiar en los teléfonos públicos! Voy por la escopeta.

-Sólo recuerda que me debes el mes de servicio medido y una tarjeta.

Luisa regresó con el arma en la mano, cortó cartucho con furia y apuntó al centro, directo a los botones. La detonación estremeció le piso, el tubo que sostenía al enemigo de la mujer se dobló como de mantequilla. Humo y chispas brotaron del tremendo boquete. El criminal electrónico había muerto.

Luisa quedó tendida en el piso con la culata de la escopeta marcada en el rostro. Su marido la observó con severa expresión.

-No me mires así, la culpa la tiene esa tarjeta.

-¡Ah! -Exclamó Roberto mientras pensaba seriamente en pagar la cuenta del teléfono.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03