La trampa

Aunque nuestra conducta parece
tan diferente a la de los animales,
los instintos primarios son muy
semejantes en ellos y en nosotros.
Albert Einstein

Víctor Antero Flores

-Tú has de ser un pirujote.

No me gustó la forma en que esos ojos oscuros y hundidos se mantenían fijos en mí. Me incomodó la arrogancia y majadería de ese desconocido. Era un adolescente alto y flacucho, con una dentadura prominente, atrapada en unos labios que se torcían con persistencia. Una mueca de repugnancia era su preferida.

-No.

Mi respuesta le pareció mentira. Se rió. Se burló. Eso me hizo odiarlo. Hacía rato que se obsesionó con tratar de descubrir mi forma de proceder en plan de parranda. Lo conocía poco. Era hermano de una amiga.

-El viernes nos vamos de juerga. Vente con nosotros, Valente -me miró igual que antes. Jadeó con su risa apagada. Estrujó sus erizos cabellos y se agachó en actitud de incredulidad-. No, no... tú has de ser bien pirujote. Ya lo veo. Ándale, vamos el viernes. Nomás no vayas a salir con que no puedo. Tampoco me digas que sí y luego que no. Hace un rato me encontré a un cuate que me hizo eso. Le reclamé enfrente de su mamá. Se la rayé y me valió que estuviera la vieja allí.
Era un altanero. Como las personas enloquecidas que se quieren encajar como espina de coyonostle en el chamorro de uno. Lastiman y paralizan.

-No sé si pueda ir.

-¡Ah! Ya saliste. No. Vente con nosotros. Mira, va a venir un cuate. Nos vamos en su carro. Deja el tuyo. Vente sin tu nave.

La desconfianza me inundó. Era una persona agresiva. Lo había visto. ¿Qué clase de amigos puede tener?

-Haré lo posible. A qué lugar van a ir.

-A la Serpiente Emplumada. Yo sé que tú amacizas. O qué. Le sacas.

-Está bien. Tengo un negocio pendiente en ese lugar.

Se carcajeó. Eso que dije era solamente mera presunción. Entendió que no podía tratarse de otro negocio más que una mujer.

-Eres un pirujote. Te espero en mi casa... el viernes.

-Está bien. El viernes -puse mi mejor cara de altanero-. Allí voy a estar. Ya me voy.

Me alejé de él lo más pronto posible. No sé por qué acepté. Me comenzó a molestar el haberlo hecho. El negocio era real. Pero no la amistad o la condescendencia que le manifesté. Ese fue mi error. Mejor haber dicho que no y sostener mi decisión. Pensé que podía dejarlo plantado. No tenía por qué ir. Pero mi imaginación comenzó a traicionarme. Lo veía encima de mí, molestando, reclamando e insistiendo en que fuera su amigo. Veía el futuro negro. Lo mismo que si pensaba en ir con él. Me daba una gran desconfianza. Salí con su hermana un par de veces y siempre se vio fastidiado y celoso. Se comportaba como si me tuviera un rencor infinito. Constantemente alardeaba sobre su machonería, de todos los tipos que golpeó; por haber estado en la cárcel, por celar a los novios de sus hermanas. Yo sólo era un amigo, ni siquiera un pretendiente, y tampoco le gustaba. Tal vez esa invitación era una trampa.

Esos adolescentes pasionales tienen mucho de niños. Se juntan en grupo y atosigan y golpean a quienes les caen mal. Convencen, aparentan ser amigos para luego dar la puñalada por la espalda. Pensé que seguramente eso es lo que éste intentaba conmigo. Pero... dudé: -¿Y si no? ¿Y si realmente quiere ir a departir juntos, a divertirnos en esa discoteca, ligando chicas a la par y convidándonos las copas? Pero las imágenes oscuras me afligían más. Deseé no pensar más en eso.

Viví una semana tratando de olvidar. Lo logré en cierta medida. El trabajo y las actividades personales ayudan mucho.

Llegó el viernes.

No sé cómo pero a la hora dicha yo estaba allí, en el carro del amigo de este tipo. Me concentraba en mi negocio, en ese bar, aunque seguí desconfiando. Temía que de pronto sacaran sus navajas y el flaco me dijera: -¡No quiero que vuelvas a salir con mi hermana, te vamos a dar una chinga para que aprendas!-. Según lo escuché platicar en una ocasión, era capaz de eso. El amigo era un verdadero personaje sacado de las películas de narcotraficantes fronterizos.

-Pensé que no ibas a venir -Me dijo con voz raspada.

-Yo también -argumenté indiferente.

-¿Por qué? A poco te pones así porque soy más chico que tú.

-No, tenía trabajo. Terminé antes.

Tomamos la carretera que sale de la ciudad. La ruta era correcta. Pero esperaba que en cualquier momento se desviara, se saliera del camino y me pidieran que bajara bajo cualquier pretexto. Luego intentarían golpearme y dejarme tirado a las afueras del camino.

-Antes de llegar, déjame echar una meada, compadre.

Ese fue el amigo, quien conducía. Mis temores comenzaron a hacerse realidad. Me estaban tendiendo una trampa.

Detuvo el auto en un pedregal, muy lejos del asfalto. Salieron por las puertas delanteras. Luego el flaco abrió la trasera.

-Sal, ¿no quieres orinar?

-No. Aquí me espero.

-Ándale, de una vez.

Se colocaron a ambos lados de la salida, cerrando cualquier intento de escapatoria. Rápidamente abrí la puerta del otro extremo. Salí y puse el auto de por medio. Él manifestó gran desconcierto y enojo.

-¡Uta! Que idiota. ¡Pa´qué me haces abrir de este lado si te vas a salir por allá.

Me encogí de hombros. Sólo esperaba que me exigiera ir hacia aquel lado. Me querían agarrar como al Tigre de Santa Julia, mientras orinaba.

-Vente para acá -dijo el amigo-, por allá te van a ver los que vienen en coche.

Caminé lentamente. El flaco estaba orinando cerca de unos matorrales, de espaldas a mí, iluminado por los fanales del coche. El amigo me seguía a poca distancia. Eso me puso tenso, esperaba un ataque en cualquier momento.

Palidecí cuando escuché el sonido de una navaja de resorte. Me atacaría a traición. Escuché los pasos apresurados. Giré desgarbado y tomé el brazo. Lo torcí. Vi en la palma un destello metálico. Apliqué la llave y lo estrellé contra la carrocería. Le golpeé los riñones y cayó inconsciente. Sentí una mano fría en mi cuello.

-¡Qué te pasa! -dijo el flaco.

Me desembaracé de ese agarre y solté una combinación de puñetazos. Quedó tendido.

Todo ocurrió tan rápido que no supe exactamente qué fue lo que hice. Observé a los malandrines. Recibieron su merecido. Entonces creí prudente desarmar al amigo, antes de que se recuperara. Busqué el puñal en su mano y quedé perplejo al encontrar solamente un encendedor. Era un Zippo de cerrojo. Elegante.

Me engañé. Quedé allí en la oscuridad, con los fanales como únicos ojos testigos. No quise sentirme apenado. Además ellos tenían la mayor parte de la culpa, por ser tan fanfarrones, por alardear de malos. Tal vez con lo que les ocurrió cambien de actitud. Y yo... yo debo aprender a decir que no.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03