El último verano de Pascal

Cristina Rivera-Garza

Teresa Quiñones me amaba porque tenía la costumbre de mirarla en silencio cuando ella discurría sobre la disolución del yo.

-¿Quién eres tú? -solía preguntarme al final de su charla.

-Lo que tú quieras -le contestaba alzando los hombros, reflejando la sonrisa con la que me iluminaba por completo. Mi respuesta la hacía feliz.

-El mundo, desgraciadamente, es real, Pascal -decía después, arrugando la boca y dándose por vencida de inmediato. Luego, como si la felicidad fuera sólo una breve interrupción, seguía leyendo libros de autores ya muertos envuelta en su sari color púrpura, recostada sobre los grandes cojines de la sala. Entonces yo me dirigía a la cocina a moler granos de café para tener los capuchinos listos antes de que llegara Genoveva, su hermana. Cuando ella se aparecía bajo el umbral de la puerta con sus faldas de colores tristes y zapatos de tacón bajo, la casa se llenaba de su perfume de gardenias.

-¿Dos de azúcar? -le preguntaba, más por seguir un ritual que por esperar la respuesta. Genoveva se sonreía entonces sin atisbo de alegría pero con suma sinceridad.

-Ya sabes que no tomo azúcar, Pascal -me decía mientras colgaba su bolsa y su saco, dándome la espalda. Teresa, entretenida en oraciones sin fin, tomaba el capuchino sin despegar la vista de sus libros o mirando hacia la pared sin ver en realidad nada. Genoveva y yo, en cambio, nos acomodábamos en la mesa de la cocina para vernos de frente y provocarnos sonrisas impremeditadas. A diferencia de Teresa, Genoveva me amaba porque la dejaba callar mientras yo le contaba sucesos sin importancia.

-Ayer vi la foto del hombre más gordo del mundo -le decía entre sorbo y sorbo de café-. Fue horrible.

-Genoveva sonreía con amabilidad, sin decir palabra. Ese era el momento que yo aprovechaba para pararme detrás de su espalda y darle un masaje circular en la base del cuello. Los gemidos que salían de su boca me emocionaban. Pero nunca pasaba nada más porque a esa hora por lo regular llegaba Maura Noches, la mejor amiga de las hermanas Quiñones. Su algarabía sin rumbo, el torbellino de sus manos y piernas, rompía la concentración de Teresa y el cansancio circular de Genoveva. Entonces todos nos volvíamos a reunir en la sala.

-¿Vieron la foto del hombre más gordo del mundo que salió ayer en la prensa? -preguntaba como si se tratara de un asunto de vida o muerte.

-De eso me estaba hablando Pascal precisamente -le informaba Genoveva, provocando sin querer la súbita sonrisa de Maura.

-Por eso me gustas, Pascal -decía ella sin rubor alguno-. Te fijas en todo lo que yo me fijo -lo cual era cierto sólo a medias. Maura usaba el cabello corto y los pantalones tan ajustados que se le dificultaba sentarse sobre el piso, a un lado de Teresa. Cuando lo lograba, cruzaba las piernas con un desenfado tan bien ensayado que casi parecía natural. Diva sempiterna. Así, encendía cigarrillos con gestos desmedidos y continuaba con su plática acerca de cosas insulsas que, en su voz de mil texturas, parecían misterios encantados. Teresa usualmente se aburría, y por eso se iba a su habitación para seguir leyendo. Mientras tanto, Genoveva hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos y la actitud de interés, pero después de media hora usaba cualquier pretexto para retirarse también. Entonces Maura aprovechaba nuestra soledad para aproximarse a mí con ademanes seductores y voz de niña.

-¿Te diste cuenta que volvieron a robar la bocina del teléfono de la esquina? -preguntaba más para confirmar que ambos nos fijábamos en las mismas cosas que para saber la suerte del teléfono.

-Pero si eso sucedió hace tres días, Maura -le decía y ella de inmediato se abalanzaba sobre mí porque mi respuesta validaba sus teorías. Presos de su conmoción, a veces nos besábamos detrás de las cortinas y, otras, nos encerrábamos en el baño para hacer el amor a distintas velocidades y en tantas formas como el espacio lo permitía.

-¿Qué vas a hacer conmigo? -le preguntaba en voz baja cuando me tenía bajo sí, derrotado y sin oponer resistencia. A ella esa pregunta la volvía loca.

-Eres un hombre perfecto -me aseguraba justo al terminar. Después se lavaba, se vestía y, con la cara frente al espejo, volvía a acomodarse los cabellos cobrizos detrás de las orejas. Cuando se ponía el lápiz labial color chocolate me mandaba besos ruidosos sin volver el rostro.

-La intensidad es lo que importa -decía todavía dentro del puro reflejo. Observándola de lejos, aún con el olor de su sexo en mis manos y boca, yo estaba de acuerdo. El mundo, como decía Teresa, desgraciadamente era real, pero eso no le importaba a Maura y tampoco me importaba a mí mientras pudiera seguir haciendo arabescos con su cuerpo.

-Tú y yo nos entendemos muy bien, Pascal -insistía. Después tomaba su bolsa y salía corriendo para evitar encontrarse con Samuel, su novio oficial, o con Patricio, su novio no oficial, para quienes yo no era ni hombre ni perfecto, sino un confidente leal.

-Yo no entiendo a Maura -se quejaba Samuel-. Le doy todo y, ya ves, se lo monta con todo el mundo.

-Maura es incomprensible -plañía Patricio-. La cuido y la complazco y mira cómo me paga.

Yo los escuchaba a ambos con atención. Samuel era un hombre delgado de cabellos lacios que seguramente no había hecho nada ilegal en su vida. Patricio era un muchacho de piel dorada a quien sin duda muchas mujeres habían amado. Con el primero me reunía en un café al aire libre rodeado de jacarandas, mientras que al segundo lo veía en los campos deportivos donde se congregaban los futbolistas de domingo. Uno me invitaba pastel de frambuesa y el otro cervezas heladas con tal de enterarse de algún secreto que les permitiera desarmar el corazón de Maura. Yo no entendía por qué querían hacer eso pero, cuando me pedían consejos, le decía al primero que a una mujer como Maura nunca se le podría dar todo y, al segundo, que una mujer como Maura nunca pagaba. Después de escucharme con la misma atención que yo les brindaba, ambos se retiraban con los pies pesados y los hombros caídos sin fijarse en el gato que comía restos de pescado detrás del restaurante chino o en las nuevas fotografías de mujeres desnudas que adornaban el taller mecánico de don Chema.

-¿Ya te estás cogiendo a la Maura? -me preguntaba el mecánico moviendo la cadera de atrás hacia delante cada que pasaba frente a su negocio-. Diantre de chamaco suertudo -decía entonces entre carcajadas. Yo nunca entendí lo que quería decir la palabra "diantre" y tampoco me gustó el apelativo de suertudo. Tenía 16 años y las mujeres me amaban, eso era todo. La suerte poco o nada tenía que ver con eso.

En esas épocas vivía en el último piso de un edificio que estaba a punto de caerse, por eso la buhardilla húmeda de paredes azul celeste que pagaban mis padres desde Ensenada no costaba mucho. Mes con mes, recibía el giro postal que me permitía costear la renta, comprar algo de comida y algún libro. Lo demás me lo daban las hermanas Quiñones, que me adoraban, o lo recibía de las manos agradecidas de Samuel o Patricio, que se iban convirtiendo poco a poco en mis amigos. Mi madre, sin embargo, se preocupaba constantemente por lo que llamaba las "estrecheces" de mi vida y sobre eso se explayaba en cada una de sus cartas.

Pascal, ojalá que ésta te alcance en buena salud y mejores ánimos. Por acá las cosas siguen igual o no tanto. Tu hermana Lourdes tiene novio nuevo, un tal Ramón Zetina, con quien estoy segura que terminará casándose-lo cual no me gusta mucho porque el hombre no tiene carácter y tu hermana lo mangonea a su antojo y ya tú y yo sabemos a dónde van a parar las familias donde no hay un hombre que sepa fajarse bien los pantalones. En fin, temo mucho que sea igual a tu padre, quien sigue prefiriendo contar los barcos que pasan por el muelle a trabajar ocho horas diarias en una fábrica de San Diego. Por eso, querido Pascal, aprovecha tu estancia en la capital para convertirte en un hombre verdadero. Nada me llenaría de mayor orgullo. Tu madre que te quiere y te extraña.

Por alguna razón que no atinaba a comprender, las cartas de mi madre siempre me llenaban de pesar. Supongo que por eso las leía a toda prisa y las abandonaba como sin querer cerca del bote de la basura. Luego me iba corriendo a la casa de las Quiñones, que quedaba sólo a dos cuadras. En el camino compraba granos de café y me fijaba en los teléfonos, los charcos, las fotografías de los periódicos y las voces de los merolicos. Cuando atravesaba el jardín bordeado de alcatraces me llenaba los pulmones del olor a rosas de castilla y dejaba la ciudad atrás, porque para entrar al mundo de las Quiñones, eso había quedado claro desde el principio, todo lo demás tenía que quedar atrás. Al abrir la puerta de la entrada ya me sentía mucho mejor. Me bastaba con ver a Teresa en su sari color ocre y su larga trenza salpicada de piedrecillas brillantes para que me invadiera una extraña sensación de sosiego. Así, en ese estado sin urgencias, me sentaba cerca de Teresa sin hacer ruido y fingía leer alguno de sus libros.

-La identidad es una fuga constante, Pascal -decía con los ojos atónitos y la voz grave-. Nunca le ganaremos a la realidad -concluía. Yo admiraba la manera en que se atormentaba todos los días y, por eso, me recostaba sobre su regazo esperando el fluir de sus palabras.

-No te preocupes, Teresa, yo soy lo que tú quieras -le repetía cerca de los senos.

-Te lo dije, Pascal -me increpaba-, estás vacío. ¿Sabes lo que quiere decir la palabra inerme?

No lo sabía y tampoco encontraba razón alguna para discrepar de sus opiniones. En su lugar, le sonreía en perfecta calma y total silencio. Ella, a veces, pasaba su mano derecha sobre mi cabello. Otras veces, si estaba de buen humor, nos besábamos sin ruido hasta que oíamos los pasos cansados de Genoveva atravesando el pasillo de afuera.

-¿Dos de azúcar? -le preguntaba y ella y yo sabíamos por qué sonreía de ésa manera. Después llegaba Maura a transformarlo todo con su presencia.

-¿Viste al gato hoy?

-Detrás del restaurante chino.

-¿Y el anuncio de la corrida de toros?

-Ha estado ahí por dos semanas, Maura -el interrogatorio podía durar minutos u horas, todo dependía de cuánto aguantara Teresa sin un libro o del cansancio genético de Genoveva. Una vez a solas, no tenía que hacer otra cosa más que esperar. Si algo había aprendido en las muchas tardes que pasaba en la casa de las Quiñones era que la única manera de estar con Maura consistía en esperar, y yo lo hacía con una fe y una dedicación religiosa. La esperaba sobre el sillón y ella llegaba sin remedio y sin prisa.

-Eres mi imán -decía. Y mis ojos reflejaban entonces el asombro que se provocaba a sí misma cuando era capaz de convertirme en su hierro magnético.

-Cógeme -le murmuraba yo sobre la punta de la lengua y Maura no tenía otra alternativa más que obedecerse a sí misma. A veces me desabotonaba la camisa de camino al baño, otras me tomaba de la mano y me cantaba una canción de cuna sobre la alfombra. Sus deseos eran mis deseos. Tal vez yo era inerme, como decía Teresa, pero mi desamparo y mi indefensión me llevaban a lugares donde era feliz y me sentía a gusto. La casa grande de las Quiñones era uno de esos lugares. Ahí, entre el olor a incienso y bajo la luz inclinada de la media tarde, sólo necesitaba abandonarme a mí mismo para ser lo que en realidad era. No tenía ganas de cambiar. No tenía ganas de convertirme en nadie más.

El mundo, desgraciadamente, era real. Lejos de la casa de las Quiñones, el mundo me atosigaba con demandas y sospechas. Patricio, por ejemplo, cada vez hablaba menos de Maura en nuestras reuniones y cada vez más de la rareza de las hermanas.

-¿Y tú crees que andar envuelta en esos trapos de colores es normal? -se preguntaba Patricio mientras tomaba una cerveza.

-Es un vestido hindú que se llama sari -le aclaraba yo repitiendo las palabras de Teresa-. Es bonito, además -le decía. Él lo negaba con su cabeza.

-Te están volviendo loco a ti también, Pascal -me advertía entonces y se alejaba con una sonrisa de frustración en el rostro. Yo todavía no empezaba a dudar.

Samuel, por su parte, empezó a preocuparse por mi futuro.

-¿Qué harás cuando seas grande? -me interrogaba de cuando en cuando, justo cuando más disfrutaba la tarta de manzana y el café expreso al que me tenía acostumbrado.

-Pero si ya soy grande -mi respuesta sólo le provocaba una sonrisa displicente.

-No puedes ser el objeto sexual de las Quiñones toda la vida, Pascal -me decía-. A menos, claro está, que lo único que desees ser en la vida sea un gigoló.

Su selección de términos me impedía cualquier tipo de gozo. Objeto sexual. Gigoló. Ser grande. A veces me daban ganas de contestarle con alguna de las frases demoledoras de Teresa, pero al ver su mirada fija sobre mis ojos me daba miedo y compasión. ¿Qué le podía decir yo a un hombre que no sabía ni siquiera conquistar a Maura, la más fácil de todas las mujeres? En lugar de destruir su mundo, lo dejaba ir con su convicción a cuestas. Le pesaba tanto que caminaba con los hombros y los ojos caídos, sujeto a sí mismo y ajeno a su alrededor.

Samuel y Patricio me daban lástima y me hacían dudar, pero por meses enteros continué visitando la casa de las Quiñones a pesar de sus advertencias. Apenas si cruzaba la verja del jardín me sentía a salvo y, una vez dentro, me olvidaba de mis recelos y reparos. Ni Teresa ni Genoveva ni Maura me pedían nada, ni siquiera estar ahí pero, cuando lo estaba, las tres me disfrutaban en la misma medida en que yo lo hacía. Yo pensaba que era feliz. Y tal vez porque lo era y no tenía cabal consciencia de serlo, me aproximé a Teresa una tarde no con el silencio que acostumbraba sino con una pregunta inesperada.

-Sabes, Teresa -murmuré cerca de sus senos-, de un tiempo para acá me preocupa lo que haré de grande.

-Pero si ya eres grande -me contestó, empujándome suavemente fuera de su regazo, obligándome a verla a los ojos. La sorpresa total de su mirada me llenó de otro tipo de temor.

-El mundo, ¿verdad, Pascal? -susurró con la voz tersa.

-Desgraciadamente -le dije más por un reflejo automático que por pensarlo de esa manera.

Nada fue lo mismo después. Los pequeños gestos de rechazo se sucedieron uno tras otro, pequeños al principio y grandes hasta la grosería conforme pasó el tiempo. Cuando, por ejemplo, guardaba silencio frente a las disquisiciones de Teresa, ella me miraba con curiosidad malsana.

-¿En qué estás pensando, Pascal? -me preguntaba. Ninguna de mis respuestas la satisfacía y ante todas guardaba un silencio aún más pesado que el mío. Después, cuando trataba de masajear el cuello tenso de Genoveva, ésta se removía sobre el asiento con una desconfiada impaciencia hasta que daba un salto de gato montés que la alejaba de mí definitivamente. Maura, por su parte, dejó de desear mis deseos aunque yo cada vez deseaba más los de ella. A medida que la rutina en la casa de las Quiñones cambiaba de ritmo, yo me sentía más nervioso en su presencia. Patricio tenía razón, el sari de Teresa podía ser bonito pero era, a todas luces, incómodo. El cansancio de Genoveva no tenía razón de ser. Maura era promiscua. Yo, Samuel tenía razón, me había convertido en el títere de tres mujeres enloquecidas.

Poco a poco dejé de frecuentarlas. En lugar de ir a su casa, dirigía mis pasos al campo de fútbol donde me encontraba con Patricio o a los restaurantes de moda donde comía gracias a la generosidad de Samuel. Mi apariencia cambió también. Me corté el pelo y dejé de usar los mocasines que tanto le gustaban a Genoveva porque no hacían ruido sobre la duela. Mis camisas de botones blancos fueron sustituidas por camisetas arrugadas con logos de equipos de fútbol. Empecé a masticar chicle y a fumar de vez en cuando. Así, desaseado, sin cuidar mi apariencia, iba a reunirme con los hombres. Pronto me di cuenta que la mayoría de las veces sólo hablábamos de mujeres. Utilizábamos todos los tiempos: lo que iba a pasar, lo que pasaría, lo que tendría que pasar con ellas. Y, juntos, entre miradas vidriosas y oblicuas, ensayábamos todas las formas del sarcasmo.

-Maura es una puta -dije una vez en una cantina rodeado de amigos. Como todos parecían ponerme atención, pasé a describirles en gran detalle algunas de nuestras aventuras eróticas en el cuarto de baño de las Quiñones. A pesar de que el licor y las risas me mareaban, no pude dejar de notar que, acaso sin pensarlo, editaba mi relato a diestra y siniestra. Nunca mencioné, por ejemplo, que para tener a Maura entre mis brazos y piernas no tenía que hacer otra cosa más que esperar sobre el sillón de la sala. Cuando mencioné la palabra "cógeme" la puse en sus labios y no en los míos. Según mi relato de cantina, Maura siempre decía que yo era un hombre perfecto al final del acto. Nunca mencioné nada acerca de su idea de la intensidad. Así, despojada de lo que la hacía entrañable para mí, Maura era en realidad una mujer como cualquier otra. Una reverenda puta. Y yo la resentí.

Esa noche, cuando ya iba de regreso a mi buhardilla sin la compañía de nadie, pasé como siempre frente a la casa de las Quiñones. Sin poder evitarlo me detuve en la esquina para observarla largamente. Era una casa común y corriente. Una verja de hierro daba entrada a un jardín desordenado, lleno de maleza, donde algunos alcatraces y otras tantas rosas de castilla apenas si sobresalían entre la hierba. La puerta de la entrada era un simple rectángulo de madera. Y, dentro, como en todas las casas, había una sala, un comedor, una cocina, tres recámaras y dos baños. La veía por fuera y la imaginaba por dentro y de cualquier manera la casa era la misma. De repente, sin embargo, me descubrí llorando. Tuve ganas de volver a entrar y estuve a punto de intentarlo, pero me detuve en el último momento. Después salí corriendo calle arriba y, en un abrir y cerrar de ojos, regresé calle abajo de la misma manera.

-¡Teresa! -grité desde la acera, pero nadie respondió.

-Genoveva -vociferé mientras trataba de saltar la verja, pero mi voz se perdió en el más absoluto silencio. Cuando comprendí que todo era inútil, que todo estaba perdido, me puse a llorar como un niño frente a su puerta. No supe cuando me quedé dormido.

Al amanecer, me dolía todo el cuerpo. Como un convaleciente me incorporé poco a poco, observando la casa inmóvil sin parpadear, bajo el influjo de eso que Teresa solía llamar melancolía. Me dolía toda su presencia, es cierto; pero más dolía la posibilidad de su ausencia. Nadie me creería. Eso es lo único que pensé por largo rato: nadie me va a creer. Ningún hombre me va a creer. Ninguna mujer. Yo mismo ya lo estaba dudando. Por eso salí corriendo una vez más bajo el sol adusto de la mañana. Subí todos los escalones de dos en dos hasta llegar a mi buhardilla y, casi sin respiración, tomé un lápiz y una hoja de papel y todas las palabras que le conocía a Teresa. Así comencé este relato un 13 de agosto de 1995 a las 6: 35 de la mañana. Tan pronto lo terminé, salí una vez más rumbo a los campos de fútbol. Los amigos de Patricio me recibieron con algarabía y pronto me sumé a sus filas. Jugamos bien, ganamos ése día. Cuando el último silbatazo detuvo el juego, corrimos los unos a los otros. Nos abrazamos entre sonrisas y maldiciones y, después, nos sentamos alrededor de unas cuantas cervezas. Olíamos a sudor. Poco a poco, mientras ellos contaban chistes y continuaban con el festejo, dejé de escucharlos. El ruido de una sirena que se va. Pensé que Genoveva debía estar llegando a casa en ese momento. Luego, me recosté sobre el pasto y, mirando hacia lo alto, me di cuenta que empezaba el otoño porque había un extraño lustre dorado sobre las hojas de los eucaliptos.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/00