El Vigilante
Rafael Trujillo Navas
Un relámpago de fatalidad culebrea en la mente del vigilante. Sus ojos, tan somnolientos antes de que los dos hombres invadiesen su ángulo de visión, acaban de convertirse en dos pupilas esmaltadas que rastrean de un lado a otro el vial, sopesando un peligro confuso e inminente. Durante un segundo se posan en la pareja de extranjeros que hace horas aparcaron su cutre furgoneta delante del edificio: una rubia rechoncha y un tipo con pantalón de peto, luego apuntan hacia la ventana iluminada del despacho de Garín y después, en un rapto aprensivo, descargan su analítico fulgor en los dos hombres del Opel blanco. La espesura del seto y la fila de naranjos a lo largo de la acera le permiten entrever con bastante dificultad cabellos oscuros, hombros, la espalda de alguno de ellos y una manga parda: retazos imposibles de conjugar en alguien completo. Los latidos se le agolpan. Su pensamiento errático topa con la agorera sentencia de su amigo Garín: "El corazón busca la noche para desaguar sus bajíos, Anselmo". Mientras rumia la frase ve las cabezas de los hombres del Opel sobre la línea del seto. Bastaría con que caminase un trecho hacia el interior del edificio para conectar la alarma y de ese modo evitar el peligro. Sin embargo, acecha. Conviene templar el ánimo en este oficio y no azorarse por un barrunto aciago.
La avenida está muerta a estas horas: cada diez minutos pasa un coche o una moto, cada mucho más alguien que camina como si quisiera incorporarse a una muchedumbre invisible.
Las cabezas se están hundiendo bajo los ramujos. Puede oír cómo los hombres achantan sus voces. De nuevo Garín le vuelve a las mientes; en ese instante se lo imagina en el butacón giratorio aporreando un sensible teclado con sus dedos astillados de padrastros, abriendo y cancelando operaciones de la compañía en la otra faz del mundo. "El alma asoma de noche, Anselmo, a la hora de las brujas". Un vaho ceniciento crece y se difumina sobre el matorral. Fuman. Estarán contemplando el trasiego de bártulos desde la baca hacia dentro de la furgoneta que realiza el extranjero mientras la gorda lo observa quieta como un buzón. Toman precauciones antes de cerrar la portezuela de la furgoneta y enfundarse en sus sacos de dormir. Desconfían del país, de este lugar de bloques anodinos y solares a medio construir o comidos de broza. Percibe el runrún que se traen los dos hombres, alguna palabra que despunta, una risa desganada y sus molleras calvas. Tiene sed, calor, a pesar del relente y la niebla que está cayendo. Debe sobreponerse a la desazón que lo aflige pensando en algo divertido. Le da vueltas en su sesera al próximo partido de fútbol contra los de la fábrica y eso le dibuja en su rostro una sonrisa nostálgica. Recuerda las encendidas carreras de Garín en otro tiempo, aquellas piernas lampiñas de entonces. Regatea casi igual de bien que cuando jugábamos en el instituto; la misma chispa del Diablo... Es posible que los hombres hayan reparado en el rectángulo de luz. Quizás, mientras guipan la ventana hacen cábalas y después planes y luego...¡Mierda! El frío le atiranta la cara, pero continua apostado fuera del edificio. Ni los dos hombres ni los extranjeros de la furgoneta saben que Anselmo está al loro, con las palmas de las manos empapadas de angustia, porfiando contra la incomprensible pasividad que lo mantiene allí, como varado en la nada. La ventana parpadea en su conciencia. Le da cosa que Garín esté todavía mareándose con papelotes sellados o traspuesto ante el cristal líquido del monitor; aunque sabe muy bien que Garín es un noctámbulo incurable. Además, conoce la negra honrilla de su amigo: si el asunto es importante para la compañía, los números de su reloj pasan a ser guarismos absurdos, vacíos de tiempo. Un purasangre, el Garín, batiéndose el cobre en el campo de fútbol... y en su momento estudiando en la facultad, según dicen. Me pregunto dónde estaríamos ahora de no habernos cruzado en el camino. Naturalmente, Garín, sentado en el mismo sillón, ante la amplia mesa repleta de documentos relevantes y no de partes de vigilancia; pero el menda...
Desde hace un rato uno de los hombres trata de hacerse entender por el tipo con pantalón de peto. La mujer redonda, sin gestos, le recuerda a una figura de Botero expuesta al aire libre para que los paseantes la contemplen al pasar. Los brazos semiabiertos del extranjero muestran desconcierto ante el hombre cuyo dedo imperativo señala la furgoneta. El vigilante escucha un fárrago de palabras castellano-alemanas imposible de retener con tanto espacio de por medio. Dentro del cuchitril acristalado de recepción, el teléfono, las esposas y la porra resaltan sobre la lisura del tablero. Debajo del mostrador la pantalla de televigilancia aún está apagada. Algo más lejos, empotrado en la pared, destaca el cuadro niquelado de la alarma. Pero el vigilante se pudre en una pasividad incomprensible. La inquietud es mala consejera. Retiembla de frío. Se frota los muslos, los bíceps sebosos a pesar de la molienda casi diaria de bajar y subir mancuernas. Le sobran años y le faltan músculos y convicción para llenar el uniforme gris asfalto que lleva puesto. Se bebería de un buche media botella de coñac de garrafón para sacudirse la rasca y las penurias que le rondan en la cabeza. Pero..., ¿cómo se lo tomaría Garín? Al fin y al cabo él me costeó aquella clínica para borrachos y borrachas con pasta gansa. Ni mojarme los labios. Un sentimiento siniestro, solapado desde hace mucho tiempo le remueve la bilis. El tipo con pantalón de peto se deja comer el terreno, recula, aletea con los brazos como un ave desplumada y estúpida. Alguien, quizás el otro hombre, un bulto inquieto a tanta distancia, hurga dentro del maletero del Opel blanco y extrae algo pesado, tal vez una caja o una bolsa alargada que deja sobre el capó.
El vigilante agradece el chorro cálido de su propio aliento bajándole desde el escote abierto hasta las tetillas. Un fino temblor le desdibuja las manos como hace meses, cuando le faltaban los tragos precisos. Casi las tres de la madrugada en su reloj de submarinista. El vano de luz atrae nuevamente su atención. Le hierve la sangre. ¡Tanto favor, obliga!, se dice cerrando enérgicamente el puño, con ánimo de alejar el odio añejo que le quema el estómago. Siempre dispuesto, Garín, desde que nos sentaron en el mismo pupitre. Por eso me lleno la boca al referir que el director de la compañía, don Pedro Garín, es antiguo amigo... Os contaré más, le digo a la gente henchido como un pavo, él me soplaba las contestaciones en los exámenes del primer curso de bachillerato. Me engorda, maldita sea, que sepan a quién le debo este empleo. Entretanto dialoga consigo mismo, la furgoneta vira y desaparece al final de la calle. ¿Por qué ese empeño de los dos hombres en echar de la avenida a los extranjeros?, murmura entre dientes, prefiere no hayar la respuesta.
Los contenedores de basura, los coches alineados, los rótulos, la niebla, los naranjos; hasta el mismo rebrillo del asfalto bajo la luz de las farolas redundan en la soledad del vial. Los hombres no se ven ahora en ningún sitio por más que mira; sin embargo, el coche está donde lo dejaron. Mide de reojo los escasos metros que lo separan de la alarma apagada, del interruptor de videocámaras: veinte ojos que ahora podrían estar lanzando sus miradas infrarrojas sobre los puntos de acceso, en lugar de dos globos irrigados de venitas que asoman como puntas de iceberg a la superficie helada de la cara y que oscilan y enrojecen y muchas veces se enturbian y no quieren reconocer lo evidente. Procura calmarse. Hay que tragar saliva en este oficio. Aguardará un tanto más para poner en funcionamiento el sistema de seguridad. Aguza el oído: ningún cuchicheo tras el verdor, ni humo ni ruido de pasos. Garín, Garín, Garín..., repite deslizándose con la espalda pegada al muro de la fachada hacia las traseras del edificio. Se agacha bajo los postes del inmenso cartel de Magno, entra en lo baldío y quebranta la maleza escarchada bajo las suelas de sus zapatos. Apenas se demora. Le sobra con un vistazo para cumplir, para decirse a sí mismo que no ocurre nada en aquella parte. Cerrará con llave la puerta del parking cuando Garín salga en el coche. De regreso a la entrada principal, presiente contrariado que quizás éste lo llame al despacho como otras veces que se ha quedado trabajando hasta muy tarde. A Garín le gusta hablar a lo grande cuando está cansado y satisfecho, después de rematar la dura tarea: una parrafada filosófica antes de irse a dormir alisa los nervios más que un vaso de leche tibia o un dedito de wisqui...
Ni rastro de los hombres todavía. Poca cosa van a encontrar en la zona que no sean oficinas o sucursales bancarias desiertas. Puede que hasta Green, el pub más cercano, esté recogiendo o a punto de hacerlo.
Se escucha un martilleo y a continuación un golpe sobre una superficie metálica. El vigilante baja parsimonioso hasta el seto y no ve a nadie en la acera. Vuelve a plantarse detrás del pilar, cerca de la puerta de entrada. Ignora si el trasteo que está escuchando viene de la parte de atrás del bloque o de los edificios contiguos. Las cosas parecen vivas de noche, las miras fijamente y quieren moverse. Tal vez los ruidos que está oyendo procedan del thriller que transcurre en su cerebro de centinela: calles lóbregas, lluvia, humo, voces ebrias que repiten su nombre; manos que se prolongan en una hoja inmaculada o en un cañón estriado, gente que maquina en nauseabundas covachas lo que hay que hacer con el vigilante. El teléfono sobre el mostrador asalta sus pupilas. No cesa de percibir sonidos vagos: Será Garín que baja, se dice. Pero la puerta del ascensor continua tercamente sellada. Se aprieta con ganas las falanges de los dedos. Escucha los tristes crujidos de sus tendones y sin pausa los nítidos disparos rompiendo la noche, provenientes de alguna planta del bloque. Durante un tiempo incierto permanece en la misma posición circunspecta que estaba cuando escuchó la detonación. Es como si en ese estrecho período sus miembros hubiesen pertenecido a un extraño. Poco a poco sus brazos se le despegan del tronco y sus piernas recuerdan el movimiento y le obedecen y ascienden peldaño a peldaño por las escaleras. Los dedos ateridos palpan la áspera funda del arma. La puerta del despacho de Garín está abierta: papeles, disquetes, carpetillas, archivadores diseminados por la gruesa moqueta. De las pocas cosas que han quedado en su sitio son la mesa, el sillón y Garín sentado en él, con la mirada aún caliente perdida en algún lugar del techo. El vigilante zanquea escrupulosamente para no pisar las cosas sembradas aquí y allá. Asoma su rubia y rizada cabeza por la ventana. El Opel blanco continúa allí. Sin meditarlo, sin atreverse a mirar otra vez lo que queda de Garín, cruza el despacho y el pasillo y desciende por las escaleras aguantando el resuello. Sale del edificio y echa a andar a lo largo de la acera. Los dos hombres abren las portezuelas y observan antes de subir al coche y marcharse los andares reticentes, inofensivos del vigilante.
Éste regresa al mismo punto donde había estado al acecho. El arma le pesa en la mano. La examina, la huele y la enfunda sumido en una calma ausente. Sacude la mano a una cuarta de sus ojos, con vehemencia, repetidas veces, como si quisiera despejar la niebla que va adensándose en la avenida, y de paso borrar de su mente la pechera ensangrentada de Garín y las caras grotescamente maquilladas de los dos hombres. Los brazos le cuelgan como a un vigilante de trapo. Ya no hay nadie a quien custodiar entre aquellos muros; nadie a quien espiar ahí fuera. El vigilante escruta en la niebla. Gira sobre sus talones y recorre esa distancia hasta la alarma que debió activar a la menor sospecha, al vislumbrar a los hombres del Opel blanco en la avenida. Lleva la cuenta de sus pasos rigurosamente, como un duelista. Quince, ajusta al final del trayecto. Los quince pasos de odio que siempre, secretamente, lo habían separado de Garín.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 10/Jun/00