Aunque Nunca Vuelvas a Madrid
Carlos Vadillo
- Arturo... papá no aguantó la operación... ha muerto...
Era la voz gangosa de mi hermano por el teléfono, distorsionada aún más por la interferencia; otra vez ese tono que siempre me cayó en gracia, que era motivo de burlas en el pasado, y si no fuera por la gravedad de lo que comunicaba, lo hubiese embromado de nueva cuenta, pero en esos momentos sentí odiarlo: su voz parecía darme la noticia de la muerte de otro hombre, de un desconocido de la nota roja del periódico, y no de nuestro padre; así de ofensiva e impersonal me sonó su entonación.
Era de madrugada en Madrid, por eso el timbre del teléfono me produjo un respingo en mi cama. Me había metido horas antes, envuelto en la colcha, con un sueño profundo y pesado, arrullado por las ramas de los castaños que en el parque, debajo de mi piso, crujían hostigadas por el viento de otoño; quién sabe cuánto tiempo llevaba ya repiqueteando el aparato, tal vez hasta me tardé demasiado en contestar. Ese maldito timbre que suena a horas inoportunas y que de inmediato lo asociamos con los peores sucesos, porque nadie va a hablarnos a esas horas para decirnos que nos quiere, que nos hemos ganado un viaje a Hawai, o que nuestro nombre ha sido elegido por la computadora de los sorteos.
- ¿Estás ahí, Arturo?... ¿Por qué no contestas? ¿Estás borracho, drogado o qué...?
- ... No, nada, es que me quedé como ido... y mamá... ¿Cómo está?
- Cómo quieres que esté... imagínatelo... tú que estudias literatura y no puedes imaginártelo...
- ...
- La cremación será mañana... ¿Qué vas a hacer?
- Esstee... iré para allá...
Al colgar reparé en mi última frase: dije que iría para allá, como si saliera a la calle y tomara un taxi o un autobús, como si México estuviera a seis cuadras o a ocho esquinas; estaba aturdido, en medio del comedor, con la mirada en el auricular bañado por la desgastada claridad que penetraba por las ventanas. Caminé hacia el baño y encendí la luz para observarme en el espejo; no sé para qué iría a mirarme, si sabía que a mis treinta y dos comenzaban a marcárseme algunas arruguillas debajo de mis párpados; mecánicamente, después de lavarme la cara y como si no tuviese otra cosa mejor que hacer, me afané en lo que siempre me recomendaba Gloria que hiciese antes de dormirme, y que yo, por pereza o por falta de vanidad, nunca hacía: untarme el rostro con una crema humectante. Mientras me embadurnaba la frente, los pómulos, confirmé lo que todos me decían: me parecía mucho a mi padre, más que todos mis hermanos, una similitud asombrosa, adjetivo que Gloria aplicó cuando le presenté a mi padre a través de una foto familiar que yo había cargado en la maleta. Pero Gloria se había marchado justo ese mediodía hacia Santander, al curso de psicología educativa en el que se había inscrito. Lamentaba la ausencia de mi novia colombiana en Madrid, porque, al ser domingo, se hubiera quedado a dormir conmigo, como sucedía siempre, en esos dos meses que sumábamos juntos, y los dos hubiéramos afrontado mi recién estrenada orfandad. Imaginé la escena, que de cierta manera, como un tonto consuelo, me reconfortó: tumbados en la cama, desnudos, después de hacernos el amor, con las piernas estiradas, yo boca arriba, con el cuello reposado en su muslo, y ella, apoyada en la cabecera, acariciando mis cabellos, sin decirme nada, transmitiéndome su bálsamo a través de las yemas de los dedos. O por momentos, con su voz de soprano, canturreándome una de esas salsas que se bailan por sus regiones, y que ella se sabía de memoria. Pero Gloria no estaba, y seguramente para esas horas ya estaría instalada en algún cuarto del campus de la "Menéndez Pelayo", descansando del viaje de cinco horas en autobús. Ya la hablaría mañana, pensé, para enterarla de mi súbita partida y pedirle que le explicara a mi casero, pues en unos días vendría por su renta.
Volví a fijarme en mi rostro, frente al espejo: lo había untado con demasiada crema, como si me hubiera colocado una mascarilla de cera, de tan blancas, pegajosas e irreconocibles que tenía las facciones. Parecía un grotesco mimo. Con la toalla me deshice de los excesos y la aventé sobre el inodoro. De pronto me quedé con los brazos caídos, sin saber a qué más dedicarme. Inútil era echarme de nuevo a la cama, porque dormir no podría, tales eran los latidos descompasados en los pulsos de mis muñecas; para distraerme encendí el televisor del comedor y fui a mi cuarto por un cigarrillo, a la cocina por una cerveza; el programa de variedades que pasaba el único canal que transmitía a esas horas, se me figuró insufrible, a los pocos minutos. Ni siquiera las tetas descubiertas de las bailarinas que amenizaban los concursos, me sacaron del letargo en el que empezaba a descender. El Ducado y la Mahou me supieron bien, pero me revolvía inquieto en el asiento, como si me sudaran las posaderas; sentía también una comezón y un escalofrío que se trasladaban del espinazo hacia mis piernas, que amenazaban con entumecerse. Me levanté, retiré el seguro de las persianas, separé las dos hojas de madera en canalillos y abrí las ventanas de vidrio. Nadie circulaba por la calle ni por el parque, iluminados por unas farolas que despedían una luz amostazada; el único ruido, lleno de sugestiones, provenía del leve chasquido que producían las hojas al precipitarse desde las arbóreas alturas. Me sujeté del pretil y saqué la cabeza por el balcón para pegar un tremendo alarido, un grito que me sacudió de pies a cabeza, y que seguramente también estremeció a más de uno de mis vecinos de la plaza Olavide. Inhalé una bocanada de aire frío. Por toda respuesta una boca tosió en uno de los balcones cercanos al mío, y en otro, más lejano, sonaron unos carraspeos de alguien que tenía problemas para expulsar unas flemas. Después de mi exabrupto me sentí más tranquilo, pero no como para permanecer en el piso, así que cerré las ventanas, recogí la chamarra y la cartera, y bajé con premura, de dos en dos, los chirriantes escalones del edificio; tal urgencia tenía por lanzarme a la calle, a la nocherniega "marcha" por los rumbos de las viejas calles que rodeaban la Puerta del Sol, donde siempre había gente y tascas abiertas.
En el cielo, como en un lienzo de tema apocalíptico, se entretejían por el frente lenguas de diversas tonalidades rojizas; tal era el horizonte incendiado de la calle por la que me extraviaba. Por los costados, encima de los aleros de las construcciones, predominaba un gris metálico, con algunas rasgaduras de nubes que se dispersaban. El viento gélido me obligó a subir hasta el cuello el cierre de mi abrigo.
El termómetro instalado en una esquina céntrica, marcaba cinco grados de temperatura ambiental. Caminé con pasos rápidos para entrar en calor. Creo que hasta troté por en medio de la vía, que de eso ya ni me acuerdo. Tenía hambre, un hambre inusual en mí, acostumbrado ya, por cuestiones de economía, a no cenar más que fruta y yogur. Y ganas también de beber en las tabernas para ahogar en cerveza mi congoja: «bebo, luego tú ya no existes», me dije en el mostrador del primer bar que encontré abierto. Estaba repleto, «hasta la bandera», por lo que me posesioné de mi sitio a punta de codazos; me sentí mejor al encender otro pitillo, sumergido en ese pantano de voces y risas, de entrechoques de platos y tazas, de gestos y manoteos, y de vez en cuando me refocilaba mirándole el trasero a alguna chica de buen ver.
El centro de Madrid era una fiesta, a pesar de que ya era lunes.
Me bebí varias cañas a sorbos lentos, disfrutando la amargura helada de la bebida que inundaba mi garganta; ya no quedaba nada a qué hincarle el diente, ninguna ración ni tapa. Las hordas habían arrasado con todo comestible. Me marché hacia la calle de La Cruz, a la búsqueda de un lugar que recordaba, en el que alguna vez había comido una tortilla española que me supo a gloria, valga la redundancia. El cafetín estaba casi vacío.
Cuando masticaba el último pedazo del bocadillo, vi por el espejo a la muchacha. Se acercaba a las mesas, decía algo inaudible, estiraba un brazo, pero indistintamente los comensales negaban con la cabeza; un par de viejos que jugaban al dominó en un rincón la echaron con bruscos ademanes. Hasta que llegó a la barra, en el momento que me limpiaba la boca con una servilleta, pues ya había dado cuenta de la ración.
- Por favor, cinco duros para comer.
Al igual que yo, el hombre que estaba al mando del mostrador no había dejado de seguirla con la mirada, seguramente desde que entró, hasta que ya no pudo contenerse y estalló.
- ¡Pero es que no puedes dejar en paz a los señores... búscate los cuartos por otro lado!
- Hombre Paco, no te encabrites de esa manera que tú estás malo... anda chica, a buscarse la vida por otro lado-, intervino un viejecillo que tomaba café con leche, acodado en la esquina.
La chica dio la media vuelta, con el gesto amoscado, y cuando pasó junto a mí la llamé; la joven se detuvo.
- Anda, pide algo que yo te invito.
La joven me miró incrédula, como si no hubiera escuchado nada, e hizo el intento de salir del lugar, pero la detuve del brazo.
- En serio, pide algo, no te dé pena.
- Bueno, gracias majo.
Mientras ella elegía de entre la lista de viandas dibujadas en un tablero, frente a nuestras caras, pedí otra cerveza y de soslayo realicé una discreta inspección a la fisonomía de mi invitada, a la que calculé unos veinticinco añitos: tenía el cabello negro, corto y un tanto disparejo de los lados, por donde se despeñaban unos pelos azules; en los párpados destacaban unas ojeras como de varios días de no pegar un ojo, pensé; cuando miraba hacia su descolorida indumentaria de mezclilla, pantalón y chamarra, la chica ordenó una tortilla con chorizo y un chato de vino tinto. Ante la orden de la mujer, Paco me miró inquisidor, y yo asentí ratificando el pedido de la recién llegada.
- Hola, soy Inmaculada-, saludó, y me asestó dos besos, uno en cada mejilla.
- Pues yo soy yo y punto.
- Oye, tú eres...
- Mexicano... no te quiebres la cabeza... raro el acento, ¿no?
- Sí, un poco... pero es que sois tan simpáticos... sabes, hablan de una manera tan... melodiosa, no sé... como si cantaran siempre... a mí me parece agradable.
- A ustedes se les hará chistoso.
Inmaculada arrastraba las palabras al hablar, como si antes de expulsarlas, las catara dentro de su boca. Se desabotonó la chamarra, se trepó al banquillo y pude ver su camiseta negra, con el estampado de Los ángeles del infierno en el centro.
Pedí otra cerveza, para acompañar a mi nueva amiga, y callé, mientras Inmaculada bebía con avidez y devoraba a dos carrillos. Por momentos Paco nos echaba una ojeada y le hacía un mohín, como de disgusto, al viejo, que para no dormirse, tabaleaba sobre la madera de la barra.
- Anda vámonos de aquí... las tortillas son estupendas, pero el tío que las hace tiene muy mala hostia, como te habrás enterado.
Estuve de acuerdo. Salimos a la bulliciosa calle.
- Jo, macho, que hay una marcha de puta madre... Mira, si te apetece damos una vuelta, y si te quedan pelas podemos tomar una cañita en cualquier bar, ¿vale?
« carajo menuda tía en la que me he fijado pinche suerte la mía qué buen ligue éstas que pasan a mi lado están rebuenas y yo con semejante mamarracha ¡puta madre! y ésa que va ahí adelante uff qué meneo ahoraaguanto vara por pendejo»
- Mira, mira, aquí hay una taberna en la que siempre hay algunos amigos; espérame aquí en la plaza, que yo iré a por unos porros, ¿vale?
- Si, sí, aquí te espero mi reina-, y la vi partir, mientras me atusaba los bigotes.
Y desapareció detrás de unos muchachos que estaban en la puerta del atestado bar. Crucé a la acera de enfrente.
- Pero Ignacio, aquí ni Dios entra, tío.
Y ahí estuve como quince minutos, con los brazos cruzados y apoyado en el capirote de un auto, con la boca reseca, mirando pasar a la romería de sedientos que deambulaban en busca de nuevos sitios para seguir bebiendo; era como estar en un tianguis, como el de los domingos en el Rastro. Durante mi estancia en Madrid no había visto jamás en la calle al río de gente que circulaba esa noche. Los coches transitaban a vuelta de rueda por los frenones, por culpa de los que se atravesaban intempestivamente. Encendí un cigarro.
- Tío, me invitas a un tabaco... gracias... hasta luego.
Algunos bebían en las bancas de las plazas, como la que yo tenía a un lado. Una patrulla de policías circuló con lentitud, con las torretas encendidas.
- Chocolate, chocolate...- ofrecía en voz baja, cautelosamente, un tipo con pinta de moro, con las manos ocultas en los bolsillos de la camisola.
Empezaba a impacientarme «tal vez sea mi última noche en Madrid y yo esperando a esta tía zorra que se la cojan por culo aquí me tiene hecho un pendejo soplapollas me siento peor que uno de esos chinos vendedores de bocadillos y cocas en las calles». Inmaculada pareció escuchar mis pensamientos, pues la vi salir del antro y levantó la cabeza para buscarme entre el tumulto; alcé la mano y se dirigió hacia mí, muy sonriente.
- Estamos de suerte, macho, que he conseguido unos buenos porros. Vámonos a fumar por alguna de estas callecitas.
Me tomó del brazo y partimos. Yo me dejaba guiar, no porque no conociese la zona, pues algunos fines de semana me los había pasado deambulando, de noche, por la parte vieja madrileña, sino porque a medida que caminaba me comenzó a invadir una laxitud en las piernas, a tal grado que ya no me importaba por dónde avanzábamos. Me sentía arrastrar por la muchacha. Ella encendió el cigarro y lo fuimos consumiendo, cada uno a su debido turno. Nos alejábamos, silenciosamente, de las escandalosas calzadas. Sentí relajarme aún más. Al doblar en una esquina nos azotó los rostros una tolvanera. Los repentinos giros de nuestras cabezas nos ocasionó un infantil festejo. A pesar de no hablar casi nada, junto a Inmaculada me entró la impresión de andar del brazo de una antigua conocida que me protegía, y aunque no fuera guapa ni estuviera presentable, sentí un inesperado orgullo de estar a su lado, aunque su cabeza me llegara a los hombros. Ella me miraba de vez en cuando, sobre todo cuando aspiraba del pitillo.
Creo que cerca del metro Noviciado nos detuvimos ante un callejón semioscuro, y sin ponernos de acuerdo, lo penetramos; de inmediato nos recibió el olor a meados; a lo largo de las aceras había material de construcción. Parecía un pasaje usado como escombrera y baño público. Íbamos a la mitad, cuando ella se detuvo; ahí se le ocurrió encender otro porro. Nos recargamos contra el muro.
- Cuéntame... ¿Y tú qué andas haciendo por España?-. Su voz se derramó en mis oídos, como a través de un tubo de desagüe.
Tras un breve silencio y sin contestar a su pregunta, solté, atropelladamente, la razón por la que andaba vagabundeando esa noche por ahí, le dije de mi urgente partida a México y le conté de la necesidad que tenía de estar entre la gente para no sentirme solo, y de los deseos de tomarme todas las cervezas que me entraran por el cogote. Apenas le distinguía el rostro, emparedados como estábamos entre esos descascarados muros, pero yo sabía que, a medida que me escuchaba, Inmaculada empezó a mirarme de otro modo, como maternal, como se mira a un chiquillo que ha hecho algo malo, pero al que se le está dispuesto a perdonar la falta. Me pasó el cigarro. Aspiré profundo, con los deseos de que el humo inundara mis pulmones y se esparciera por los vericuetos de mis entrañas. Pretendí devolvérselo, pero ella insistió para que siguiera fumando.
- Anda majo, esto te hará sentir un poco más tranquilo.
Volví a fumar hondo, produciendo una ruidosa aspirada con los labios y mi saliva. Reclinado en la pared, alcé la cabeza para mirar al cielo que se aclaraba por algunas partes. Inmaculada retiró el cigarro de mis dedos. En el fulgor brillaron sus pupilas.
«para qué partir si ya nada importa si ahí sólo me esperan dentro de la urna unas pavesas sin voz un rescoldo sin aliento unos ojos de carbón unas palpitaciones de vapor unas miradas de ceniza»
Una colilla describió una parábola en el aire y se fue a estrellar contra un montículo de grava. Alumbró su última señal de vida y se evaporó en una columnilla de humo.
«como un cigarro también se volvió humareda como un tabaco se consumió en una bocanada como un porro su cuerpo será una porción de hollín que ocupará su espacio en el mundo»
Inmaculada dijo algo ininteligible. No me preocupé por averiguar su significado. Ni siquiera la miraba, me reconfortaba oírla respirar a mi lado. Me interesé más por la estrella que acababa de descubrir, en aquella porción de cielo que parecía venírsenos encima. Ella se despegó de la pared y se puso frente a mí: « - ¿Qué miras guapo? »; sentí sus manos tibias que sujetaron mi cuello. Ladeó su cara y me atrajo hacia ella; sus labios apenas rozaron los míos, que se humedecieron con unos besos calmos, unos besos cargados de su hálito agrio que se me impregnó en el paladar. Sentí la sangre agolparse bajo mi piel, como si pugnara por reventar las venas y salir en búsqueda de su liberación; mis dientes buscaron sus labios inferiores para mordisquearlos con saña, y mis manos la atenazaron por la cintura, apretándola febrilmente contra mi cuerpo, cortándole el resuello. Ella emitió un leve gemido y en mi boca sentí el sabor de la sangre caliente: la había rasgado con mis dientes, pero excitado por esta nueva sensación gustativa, la despojé de la chamarra, levanté su playera y de un movimiento rompí el seguro de su sostén. Ella luchaba tímidamente por apartarse, alarmada por mi reacción.
- ¡Vámonos de aquí, marchémonos para mi piso... es aquí cerca!... -le ordené con rabia, agitado, mientras separaba mis manos de su cuerpo. Me habían entrado náuseas al imaginarme rodar semidesnudo entre todos esos desperdicios materiales y humanos. Recogí la chamarra del suelo, se la coloqué en la espalda y sin darle tiempo de cuestionar el mandato, la tomé de la muñeca y la arrastré hacia la salida de la callejuela. Corrimos entre los caminantes, como si nos fueran persiguiendo, tropezábamos con ellos y nos insultaban a nuestras espaldas. La apreté con fuerza, con furia, creo que hasta la magullaba, porque sentía fláccida su carne debajo de mis dedos, tal era el temor de que al doblar en una esquina se me disolviera en el vacío. Inmaculada hacía el intento de detenerse y aspirar un momento, de decirme algo, pero nada le salía, y de inmediato la volvía a jalar para que siguiéramos con nuestra loca carrera. Pasábamos entre los coches que nos pitaban, a punto de atropellarnos, pero nada me importaba. Sólo quería llegar a mi cama para desnudar y poseer con violencia a Inmaculada, porque sentía un raro furor, una exasperación que me ulceraba las vísceras, unos deseos de fundirme en sus carnes, de calcinarme entre su sexo, de volver a nacer entre su vagina. Las facciones de mi cara iban contraídas por unas punzadas dolorosas que se dejaron sentir en mi pecho, y porque iba llorando, pero nadie se dio cuenta, no sólo por la prisa por la que transitábamos, sino porque me pasaba la manga de mi chaqueta por los pómulos, para secar las lágrimas. Al fin nos encontramos en la esquina de mi calle y así se lo hice saber a mi cautiva. Apoyado en sus cuartos traseros, vimos a un perro de abundante pelaje que defecaba junto al contenedor de basura de uno de los portales de la calle.
Ambos comenzamos a toser, pero ninguno de los dos rió. La sujeté del hombro, y anduvimos tambaléandonos como borrachos. Señalé mi resplandeciente ventana, pues había olvidado apagar la luz, en el segundo piso. Tenía yo la frente sudada, por lo que también la limpié con mi chaqueta. En el portal del edificio ella se desasió de mi abrazo. Intenté besarla, pero apartó la cara. Todavía hacía esfuerzos por respirar. Advertí un punto de sangre en su morro inferior, y ella, temblorosa, se abotonó el chaquetón y de su interior sacó un pañuelillo blanco con el que se limpió la boca. Lo miró con gesto perplejo.
- Sabes majo, dejémoslo aquí... no te encabrites pero hasta aquí hemos llegado... tengo que marcharme...
Como si no hubiera dicho nada, busqué la llave y la introduje en la cerradura. Abrí el portón.
- ¡Que no, que no... te he dicho que no!-, gritó como una histérica, y la sujeté del brazo.
- Inmaculada, déjate de gilipolleces y entrémos de una chingada vez, coño.
- Te he dicho que no... que yo me marcho... ¿no lo entiendes?... suéltame... ni siquiera sé tu nombre y me has hecho daño...-, tartajeó, ya un poco más calmada, pero volví a arrastrarla para introducirla en el portal, pero ella oponía resistencia, tirando para atrás sus piernas y doblando el cuerpo. Tenía cara de borracha y no podía estar derecha. En la última ventana del edificio de enfrente se encendió una luz; la claridad traspasó los visillos. Impulsada por un repentino viento, la puerta se cerró a mis espaldas. El perro pegó un brinco, un ladrido, y se fue husmeando por los otros botes de basura que estaban en las aceras. Seguramente desde la esquina de la calle lo vieron todo, «lo que me faltaba», porque la patrulla, con sus faros apagados se acercó hasta mi portón; los dos ocupantes nos miraron; descendieron.
- ¿Qué está pasando aquí?... y a ti, ¿Por qué te estaba metiendo a la fuerza el señor?
Inmaculada se echó a llorar apoyándose en el hombro de un policía. « pinche actriz de pacotilla». El otro se acercó, ordenó con voz autoritaria que me diera la media vuelta y me esposó. Me registró los bolsillos del pantalón y la chamarra.
- No pasa nada oficial, mi novia que no quería entrar conmigo... se ha pasado un poco, eso es todo, no pasa nada...
- Señor, que no pasa nada, que nada más están escandalizando a horas impropias... Se han quejado los vecinos y los vamos a llevar a Comisaría. Muéstreme su carnet-. Con una gesticulación indiqué que lo cargaba en la cartera, en el bolsillo de atrás de mi pantalón. El hombre metió mano y la extrajo. Revolvió entre sus secciones: estudió mi pasaporte, mi carnet de estudiante de Filología Hispánica en la Complutense.
Me volví y miré a Inmaculada dentro del carro, en el asiento trasero. Me pareció más calmada porque hablaba con el que conducía, también dentro del coche, moviendo las manos pausadamente, de un lado a otro. A la distancia me parecía intensamente pálida, como una muñeca descolorida, de ésas que han dejado abandonadas a la intemperie. A una seña de su pareja, el que me custodiaba se acercó al vehículo, dejándome ahí parado, bajo el portal, y llevándose mis documentos. Los grilletes me apretaban las muñecas y sentía el frío metal que rasgaba mi piel. Apagaron la luz del piso de enfrente, pero yo adivinaba a más de una cabeza huroneando hacia la vía pública. Entonces sentí la heladez que me traspasaba los huesos. Mis dientes entrechocaban, como castañuelas. Una parte del cielo se tintaba de un azul añil. Me sentía un imbécil ante la absurda escena, con ganas de abrir la puerta, pues las llaves colgaban de la cerradura, y meterme, escaleras arriba. El policía, inclinado hacia el interior del auto, seguía en la conferencia. Yo no alcanzaba a escuchar nada, sólo el murmullo. Un par de jóvenes, borrachos y con los pelos pintarrajeados de color naranja, pasaron en la acera opuesta, cantando en un idioma que yo desconocía. El perro empezó a ladrarles. Abrazados se detuvieron a contemplarnos, y luego emprendieron la bamboleante marcha. El animal se fue tras ellos. Al fin el guardia se volvió y vino hacia mí. Hizo una seña para que me diera de nuevo la vuelta. Me quitó las esposas.
- Métete a dormir tío... pronto va a amanecer...-, y me dejó en la mano mis identificaciones.
- Gracias... es buen consejo-, contesté con un dejo irónico.
Desde la ventanilla Inmaculada me lanzó un beso que rechacé con un ademán de la mano. El auto arrancó y los tres se fueron.
Yo me introduje al edificio, dando tras de mí un portazo « zorra de mierda ». Tenía un par de horas para empacar mis cosas, pero antes tomé una ducha con agua tibia.
El sabor a metal estaba instalado en mi lengua, recorriéndome los dientes, las muelas, y tenía una sed que no se me apaciguó ni con el medio litro de agua que bebí. Del armario saqué todo el dinero que me quedaba y lo extendí sobre la cama. Tendría que cambiar algunos dólares para completar el precio del billete de avión. Éstas y otras reflexiones me ocupaban cuando oi un leve, pero insistente golpeteo en el balcón.
Eran piedrecitas sobre mi ventana. Limpié con la mano el vaho del vidrio empañado y me asomé, sin abrir. Era Inmaculada, parada en medio del arroyo, con el cuello estirado y los ojos apuntando hacia mi balcón. Vista desde arriba parecía desvalida, disminuida en su tamaño, como si la hubieran reducido. Su voz lerda y chillona rebotó en el vidrio, amplificándose hacia dentro de la estancia.
- ¡Joder macho, ábreme esta puta puerta que quiero estar contigo... anda joder que me abras y deja de contemplarme como un pelma!-.
Al verme tan impasible se desesperó, pues tomó una piedra grande e hizo el ademán de lanzarla hacia la ventana, pero sólo fue el intento, ya que ante mi inmovilidad, ante mis brazos cruzados, la arrojó contra un muro. A la luz de la farola encendida de la calle contemplé una gasa de neblina que bajaba hacia ella, envolviéndola.
- Está bien Arturo, vale, porque ya sé tu nombre, pero cuando regreses búscame siempre entre las plazas, entre las callejuelas, entre los bares, entre el humo de los porros, que ahí estaré... búscame, que siempre tendré ganas de estar contigo... búscame, aún en tus sueños, en tus besos de sangre bañados de rocío, en tus manoseos cubiertos de calígine, búscame, aunque nunca vuelvas a Madrid.
Así la dejé marchar. Se fue alejando, con las manos entrelazadas, volviendo la vista de tramo en tramo hacia el balcón, entre oscilaciones como de barquía en el mar, farfullando otras frases, desarticulando otras incoherencias. Desapareció de mi vista y de mi existencia.
Yo no sabía si regresaría a Madrid; de lo que en verdad tenía ganas era de clausurar el último cerrojo de mis maletas, de guardarme el dinero en las bolsas de las ropas, y de salir a la otoñal mañana para comprarme, en una agencia, el boleto más próximo hacia México, y en la librería, el volumen de Jorge Manrique; quería releerlo durante el viaje.
Mas lo primero que hice cuando la luz matinal se proyectó en mis gafas oscuras, fue encauzar mi vida hacia el Pasaje de San Ginés: quería tomarme un chocolate con churros en compañía de los noctámbulos que todavía quedaban de pie en la ciudad.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02