Yo maté a Javier Solis
La escritura es un crimen para aspirar a la existencia
Philippe BrenotLeo Mendoza
Lo malo de todo fue que se lo dije a Elmer Mendoza -que no es mi pariente- y quien, segurito, escribirá una historia parecida. Pero a mí también me la contaron, Trejo y Juan José. La mera verdad, fue Trejo, porque Juan José sólo hizo las acotaciones pertinentes y brindó con nosotros mientras se desgranaba la historia. Me lo dijeron entre carcajadas, allá en El Barrilito, al tiempo que una bailarina se contorsionaba encima de nuestra mesa. Era una morena de bikini verde a quien Ernesto -tan putañero que ha provocado los regaños y las maldiciones de su madre- le puso el ojo desde que cruzamos la puerta de batientes de esta cantina devenida table dance y que, a decir de mis amigos mazatlecos, rifa hoy mucho más que el celebérrimo Tarrandas donde tan memorables y polvorientas borracheras nos hemos puesto y cuya fama sólo es superada por el Apache, sito allá por el Malecón, donde por módicos cincuenta pesos las bailarinas se quedan tal y como Dios las echó al mundo.
Así que si la historia es falsa, cúlpese a Trejo y a la borrachera -borrachera de puerto, de nivel del mar, inexistente a decir de mis amigos-, quienes la inflaron tanto que me vi obligado a sacar mi libreta para apuntar aquel, Chuy Tibiezas, apodo de una de las mariposas más célebres y celebradas de Guamúchil, en aquel entonces pueblo y hoy ciudad donde -dicen las buenas lenguas- nació Pedro Infante aun cuando como cantor popular su cuna es motivo de disputa entre por lo menos otras tres poblaciones del Pacífico.
Las otras lenguas -las malas- dicen que el apodo del Chuy se lo dejaron sus amantes a quienes en la cama acusaba de poco ardor, de tibieza erótica, lo cual, ahora, ya mayor, le ha dado harta fama entre el paisanaje que no lo deja ni a sol ni a sombra, máxime si, como dice Trejo, él es el culpable directo de la muerte del último de los tres grandes de la canción mexicana. Por supuesto que habló del inmortal intérprete de Payaso, Sombras, En mi viejo San Juan y Siéntate a mi lado, esta última, una obra rompemadres en la cual con ambigüedad poética un tipo le pide a una fichera que lo acompañe; llora pero jamás sabemos el porqué y la resolución del misterio queda en manos del escucha quien debe adivinar cuáles son las penas que lo aquejan, mientras "va secando el llanto que el humo en mis ojos dejó".
Cuando la historia ocurrió -dijo Trejo- Chuy Tibiezas era un muchacho pero ya todos en el pueblo sabían para qué lado cojeaba su natural. Javier Solís era el ídolo de ídolos aunque Chuy lo admiraba muy a su manera y por ello se negaba a practicar las poses, a usar la ropa de norteño que el cantante puso de moda y menos aún los paliacates al cuello y las camisas de botonadura brillante, uniforme de rigor en aquel tiempo entre el pleberío. No, nada de eso: el Chuy se miraba en el espejo y se ajustaba la cintura, usaba pantalones blancos recortados a la altura del tobillo y una camiseta de manga corta, tal y como se vestía en una revista de monitos María Elena, su heroína favorita, aquella conquistadora de un galán que era copia al carbón del intérprete de todas esas canciones que los chavales entonaban acompañados de una guitarra mal afinada y del estruendo de los miles de pájaros que llegaban a dormir entre los arrayanes de la plazuela.
Chuy cantaba a Chelo Silva o, mejor dicho, la imitaba: las poses, los gestos y hasta la voz. Iba, desde entonces, a contracorriente de la moda.
Trejo lo conoció cantando en una de sus tantas cantinas. Entró a tomarse una cerveza y se quedó fascinado por la peluca rubia y los andares de gran señora del Chuy Tibiezas, quien, grabadora en mano y de mesa en mesa, gorjeaba los éxitos de las famosas, recreando cada uno de los tics, los adames, el mohín aquel que había hecho célebre a la estrellita en turno. En la calurosa tarde Trejo oyó a la mismísima Chelo -el mayor orgullo de Chuy-, a Lucha Villa, Daniela Romo y Celia Cruz, de quien los parroquianos le exigían una y otra vez "Tu voz".
Fue ahí donde le soltó la frase que años más tarde mi amigo repetiría en la mesa de El Barrilito, en un vano intento por recobrar la mirada, la forma en que el rostro maquillado de Chuy se iba transformado con el recuerdo y surgía adolescente de nuevo, parado frente a la entrada de artistas -la misma puerta de boleteros y acomodadores- del cine Cocos por donde habría de salir el ídolo de Tacubaya.
Justo eso fue lo que le conté a Elmer Mendoza mientras devorábamos un cebiche de camarón -lo cual es una herejía porque en agosto, se quejaban mis amigos como buenos conocedores, el crustáceo es casi todo de cultivo y su sabor es muy diferente al de mar- y un pescado zarandeado. Se lo dije mientras la brisa de Altata atenuaba los rigores del calor veraniego, teniendo como testigos a la Chavira y al Juan Esmerio. Elmer sólo soltó una de esas enigmáticas sonrisas que guarda en su repertorio para decirme, sin ambages, que ahí estaba el título de un cuento.
Y entonces dejé ir el resto de mi historia como quien arroja su última carta en una mesa de póker.
Chuy no quería ser como Javier Solís aun cuando su cuarto se encontraba tapizado de fotos del cantante. Lo amaba. Era su pasión. Por eso, cuando se anunció que la Caravana de las Estrellas actuaría en el Cocos, ni tardo ni perezoso fue con el dueño del cine a rogarle que lo dejara presentarse al lado de su ídolo, cantando, por supuesto, todas aquellas letras aprendidas mientras preparaba la comida y remendaba los trapitos de la familia. Pero se llevó el chasco de su vida: el empresario sólo rentaba el inmueble a un productor de la capital a quien -se lo dijo con cierta amargura- le tocaba la mayor parte del pastel.
Chuy hizo entonces lo que todo mundo: compró su boleto. Pero ni siquiera consiguió un lugar en las primeras bancas del cine, todas reservadas desde muy temprano por las familias pudientes. Se conformó con ver a su admirado Javier Solís desde la entrada del cine ahí donde los impuntuales tuvieron la mala fortuna de escuchar aquellas canciones coreadas muy a la chiticallando; repitiendo, al unísono con el intérprete esas letras aprendidas de memoria: "estoy en el puente de mi carabela" o tal vez "en cofre de vulgar hipocresía, ante la gente oculto mi derrota " o a lo mejor "si me llaman el loco..." y rematar, casi en un suspiro, con aquel "ea" que era su sello de distinción, la marca de la casa.
Pero bien dicen que los últimos serán los primeros y poco antes de que la turbamulta saliera del cine con el canto en los labios y felices de aquel programa caravanesco, cuando a varios de aquellos espectadores se les saltaban las lágrimas tras escuchar "adiós, adiós, adiós, Borinquén querido...", Chuy se aposentó en la puerta de las estrellas y ahí aguardó, defendiéndose con uñas y dientes de los embates de sus paisanos, quienes luchaban por un autógrafo del ídolo o, de perdida, por poner una de sus manos sobre sus espaldas o cualquier otra parte de su anatomía.
Justo ése era el deseo de Chuy, pero mucho más íntimo, y lo cumplió.
Por lo menos así se lo contó a Trejo.
"Me lo pastelee que no tienes ni idea". Le dijo mientras bebía una cerveza en la mesa de mi amigo, sujetando su grabadora de pistas como si se tratase de un tesoro.
Así fue. Al amparo de la multitud, Chuy Tibiezas le metió mano a Solís. Lo toqueteó de arriba abajo y aun pudo comprobar que el cantante no había sido muy bien dotado por la naturaleza. Sin embargo, el propio protagonista lo cuenta, aquella manoseada que enfureció a su adoración fue la causa de su último mal. Ya venía enfermo -le dijeron que del hígado- pero la verdad es que fue tal su coraje ante la imprudencia de aquel adolescente que apenas llegando al hotel se desmayó. De aquí se lo llevaron a Los Mochis, los subieron al avión y lo trasladaron a un hospital capitalino. Al mismo hospital donde, quince días más tarde, se anunciaba esa muerte que llenaba de luto a la canción mexicana.
Eso fue todo lo que me contó Trejo al ritmo de alguna canción de John Lennon porque aquí, en El Barrilito el eclecticismo del discjockey está más allá de cualquier duda razonable y lo mismo nos receta a Bono y U2 que a la Banda del Recodo o a los Alegres de Terán.
Pero eso fue todo.
Como la noche se nos venía encima, pagamos y nos encaminamos al auto.
La mar estaba en calma.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99