Y Viceversa
Arturo Ledrado
Un crepúsculo plomizo. Densas nubes. Indecisión de las veletas. Calles fotografiadas en blanco y negro.
Fluyen del pueblo tres caminos que corren a perderse en el laberinto de polígonos irregulares, a difuminar sus márgenes en la bruma, a pervertir su oficio allí donde la infinita sucesión de cerros calvos es paisaje y tiempo detenidos.
Hacia el oeste, un declive continuo, un descanso apenas perceptible bajo los pies.
Sobre la vega, las nubes multiplican su volumen, ganan peso y amenazan con quebrar la superficie de la tierra liberando a las criaturas del abismo.
El río es una corriente exigua y salobre que discurre en silencio, tal vez intimidado ante la desmesura arcaica de su cauce. A unos metros del cañizo y de los juncos que ya se vencen, los despojos de una construcción que fuera importante: la techumbre derrotada; los muros generosos orlados por el tiempo; la colonización del abandono.
La casa, hoy, no está habitada, mas sirve de nidal para una marejada de estorninos.
Remontando el río se alcanza el puente nuevo, y más allá del vado, oculta por unos árboles que juegan al corro, se emplaza la otra casa de la vega.
No es posible divisar esta segunda edificación desde el camino que va y viene sobre el puente nuevo. Sí son perceptibles los álamos, sus siluetas ahusadas contra un cielo otoñal y plomizo.
Nunca he estado junto a un lecho de muerte. Debe ser algo muy triste, como la última luz de un cabo de vela. No llego a entender cómo es que algunas personas disfrutan en los velatorios.
La Cleta, la bruja que vive aguas arriba del puente nuevo, esa mujer es adicta al sufrimiento. Como los pájaros carroñeros se comporta, igual que ellos. Quizá por eso el primo Eustaquio le tomó inquina.
Cada vez que se producía una muerte, y por más que se apresurase mi primo, cuando llegaba a la garita ya estaba allí la Cleta esperándolo, con su vestido negro y un pañuelo, negro también, recogiendo unos cabellos inexistentes.
Cierta tarde discutieron de veras los dos, sacaron fuera la comezón y la mala sangre que hasta entonces habían guardado en sus tripas. Si los acompañantes del duelo no hubieran mediado en la disputa, el primo Eustaquio y la Cleta habrían llegado a las manos.
Yo no pude presenciar esos hechos porque sucedieron durante una de mis estancias en el General, hará tres años en agosto.
¡Pobre Eustaquio! La noticia apareció en los periódicos de la provincia, incluso alguno de ámbito nacional colocó una breve reseña en la página de sucesos. Dicen que se ahorcó, aunque yo no lo creo. Y dicen más: que esta locura, el andar siempre con una cuerda en el bolsillo y un árbol aojado, es cosa de familia.
Seguro que están esperando a que yo, un día cualquiera, penda también de un álamo.
El primo Eustaquio no vivía en el pueblo sino en una de las casas de la vega, más acá del vado.
Aunque a veces se quedara a dormir en lo de los abuelos, él prefería la soledad y el recogimiento de su tabuco, porque sólo una habitación había medio arreglado en la heredad, y la usaba lo mismo de cocina que de alcoba. Las noches que no bajaba al casón de quintería eran las de algún sábado, o las vísperas de fiesta, o durante la semana de ferias.
De lo suyo, o sea, las defunciones, recibía noticia puntual a través de las campanas de la iglesia. Así escuchaba el primer tañido, se ponía en marcha hacia el pueblo, porque él fue siempre muy escrupuloso en lo referente a su oficio, y casi antes de que las mismas campanas definieran el sexo del rondado o la rondada, ya estaba Eustaquio trasteando con los aperos de enterrador que se guardan en la garita del cementerio. Pero nunca consiguió llegar antes que la Cleta.
Por lógica, no debiera haber sido de ese modo, porque la casa de ella dista al menos dos kilómetros más del pueblo que la que entonces ocupaba mi primo, mención aparte a la manifiesta renquera de la bruja. Si ella, por adelantarse, recurría a la magia de un conjuro, si bien todos lo pensamos, nunca nadie ha reconocido haberla visto surcar el cielo caballera a los lomos de una escoba de palo.
Fuese o no el resultado de un encantamiento, la Cleta, encorvada y humosa, negra como un grajo, le tomaba siempre la delantera, y mi primo, dueño de unas piernas fuertes y andarín de prestigio, no atinaba a dar razón de semejante misterio. Y hasta que el difunto o la difunta no dormían bajo dos palmos de tierra, no regresaba la hechicera a sus lugares.
Cuando lo de Eustaquio tampoco estaba yo en el pueblo.
En los últimos años he pasado al menos dos de cada tres meses en el General. De la mayoría de los sucesos sólo he tenido noticia por terceros y con bastante demora.
Lo de mi primo, en cambio, lo supe casi en su momento, porque el mismo día en que él murió, ingresó por la tarde uno de los chicos de la Dolores, y la madre vino a detallarme la desgracia y a ofrecer su más sentido pésame.
Solicité el alta médica y me concedieron ese privilegio, sí, pero a los tres días. No pude asistir al sepelio, y en verdad lo siento porque desde que fallecieron los abuelos, Eustaquio pasó a ser mí único pariente conocido, y viceversa.
Entre el médico y cuatro amigos convencieron al señor cura -el pueblo es muy pequeño-, quien no se atrevió a prohibir la inhumación del primo Eustaquio en suelo sagrado. Otros brazos cavaron la nueva fosa, a Eustaquio destinada y en la cual espero que ahora él descanse en paz.
Como era su costumbre, y según averigüé después, la Cleta se acercó al pueblo para presenciar el entierro de mi pariente, mas en aquella ocasión, y para sorpresa de todos, apareció vestida con una falda roja tableada, una blusa blanca con adornos de pasamanería en la pechera y un pañuelo floreado en la cabeza. ¿Por qué ese comportamiento inusitado? No se sabe. Como tampoco es público el motivo por el cual, a partir de ese día, la Cleta jamás volvió a pisar las calles del pueblo. Y han sucedido otros perecimientos desde entonces.
Nunca he estado junto a un lecho de muerte, y va siendo hora.
Si me vieran los vecinos, sobre todo alguno que yo me sé, qué contentos se pondrían al descubrir entre mis manos esta cuerda. Sólo que no es para mí. Yo sé que el primo Eustaquio no se colgó por su voluntad de aquel álamo. Fue la Cleta quien anudó la soga.
Nadie me creería si yo expusiera aquí las razones de mi sospecha, lo reconozco, y por ello, en cuanto la bruja expire me marcharé lejos para no volver nunca.
Los doctores dicen que ya estoy curado, que ya arrojé fuera todo el lastre que era preciso desterrar de la memoria y que nada me impide, a estas alturas de la terapia, llevar una existencia convencional. Quieren que viaje, para que no tenga ocasión de abrir ciertas puertas que están mejor así, cerradas.
La ciencia, en definitiva, está de mi parte.
Descubrir el mundo no es una tarea despreciable y, además, la prescripción facultativa encaja cabalmente en mi proyecto de futuro. Porque no quiero imaginar lo que supondría vivir el resto de mis días huyendo, escondiéndome, analizando ante los eruditos galenos si el impulso homicida fue consciente o el producto de una nueva crisis. Mejor así. Mucho mejor llevarme en la maleta esta certeza: la mujer que gruñe y patea mientras la estrangulo es mi madre.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01