Trejo Fuentes, Ignacio |
La mayoría de los escritores tiene más de una faceta, una voz, una personalidad, un carácter. Son, por decirlo de alguna manera, desdoblables. Me refiero a que suelen manejar distintos géneros literarios, y en consecuencia recurrir a diferentes herramientas, tienen que cambiarse el disco antes de empezar a funcionar. Creo que soy uno de ellos.
Escribo ficción (cuento y novela), crónica y ensayo. Y hago periodismo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que a eso me condujeron mis estudios profesionales: estudié Periodismo y Comunicación Colectiva en la UNAM y después hice una maestría en Letras en la Universidad de Nuevo México; luego, mis actividades combinan ambas áreas, el periodismo y la literatura.
Empecé siendo crítico, ensayista, y hasta donde sé, quienes conocen mi trabajo me asocian estricta y necesariamente con esa área, soslayando casi siempre mis otras facetas.
Mi tesis de licenciatura fue sobre la crítica literaria mexicana, material prácticamente inexplorado cuando me acerqué a él. Lo publiqué con el título de Faros y sirenas (aspectos de crítica literaria). Eso llevó a que mis primeros pasos periodísticos se encaminaran a las bellas artes, a la literatura en especial: así, desde 1977 no he dejado de reseñar libros ni siquiera una semana; quiero decir con esto que puse en práctica mis conocimientos teóricos: suponiendo que conocía los mecanismos de la crítica en sus distintas modalidades (la crítica periodística, la crítica de investigación o académica y la crítica creación), me apliqué a su práctica.
Jamás he reunido mis reseñas de libros, como acostumbran hacer algunos colegas. En cambio, reuní en lo que fue mi primer libro (Segunda voz) ensayos sobre novela mexicana. Y aquí empezó a funcionar ese cambio de piel de que hablé al principio, pues no es lo mismo pergeñar una nota crítica de libros destinada a aparecer en un periódico, una revista o un suplemento, y que debe ceñirse a las reglas de origen periodístico que exige (novedad, inmediatez, sentido noticioso), que escribir textos de mayor extensión y profundidad sobre autores u obras específicas pero que no enfrentan la exigencia de lo actual. Aunque son parientes cercanísimos, la reseña y el ensayo mantienen su propia fisonomía, sus peculiares formas de abordaje. Y para hacerlos uno debe seguir las reglas, ponerse el disco adecuado.
Paralelamente, fui escribiendo crítica de la tercera naturaleza, la llamada crítica de investigación o académica. Ésta es del todo distinta a las antes mencionadas, así sea que opere sobre el mismo fenómeno, la literatura. A diferencia de aquéllas, este tipo de análisis nada tiene que ver con la premura, ni con la limitación espaciotemporal. Si la reseña actúa sobre materiales de recientísima aparición (no se puede reseñar impunemente el Quijote, ni Las mil y una noches); si el ensayo de mayor extensión y profundidad se concibe para ser publicado en revistas especializadas que a la vez permiten ir más allá de las dos cuartillas que impone el periodismo, la crítica académica permite al practicante todo el tiempo del mundo para hacer acopio de información, consultas bibliográficas y hemerográficas, entrevistas, en fin, y el resultado suele ser publicado en forma de libro en el que, por supuesto, se ha utilizado una metodología del todo distinta a la de las otras modalidades críticas. Algunos de mis libros correspondientes a esta categoría son el ya mencionado Faros y sirenas, De acá de este lado (una aproximación a la novela chicana), Tres tristes tópicos: la narrativa de Sergio Galindo y Lágrimas y risas: la narrativa de Jorge Ibargüengoitia. (Publicaré en los próximos meses Guía de pecadoras [personajes femeninos de la novela mexicana del siglo XX], que no es exactamente un trabajo académico, sino más bien lo que he llamado crítica creación, porque no interviene la rigurosa metodología, y aún así contiene grandes dosis de información y teoría.)
¿No queda claro así que quien ejerce la crítica literaria debe cambiar de voz, de método, de herramientas, aun cuando se trata del mismo género? Si esto es imperativo, necesario, hay que imaginar el cambio radical que debe hacer el mismo crítico cuando decide hacer ficción, es decir cuento, o novela, o poesía.
En mi caso, debí empezar por el cambio del disco de la crítica en cualquiera de sus formas por el de la crónica. Ésta, según entiendo, contiene elementos del periodismo y la literatura, es la frontera exacta entre ambas materias. La crónica -por lo menos la que he practicado- tiene un origen esencialmente periodístico, pero trasciende los límites de la nota informativa porque se sacude el obligado concepto de la objetividad y, apelando a recursos propios de la literatura, alcanza otro nivel, de ahí que muchas veces los lectores de periódicos consideren que lo que se les ofrece como crónica sea en realidad una ficción, un cuento. Pero qué va: aun sin apegarse del todo a la objetividad periodística debe mantener el principio de verosimilitud e inmediatez, es decir, tiene que partir de hechos reales, concretos, susceptibles de comprobación, algo que está muy lejos de serle exigido a un cuento, que es casi siempre una invención.
Voy a poner un ejemplo para matizar el carácter dual -periodístico y literario- de la crónica. Si asisto al acto de apertura de una exposición de pinturas en la sala principal del Museo de Arte Moderno de la ciudad de México y me encuentro que entre los asistentes hay una indígena, una María, cargando en su rebozo a un niño y en las manos una caja de chicles mientras mira y admira con detenimiento las piezas expuestas, tendré que extrañarme, porque no es el público habitual de esos actos. Sin embargo, si llego a la redacción de mi periódico con tal noticia, es seguro que mi jefe me mandará al carajo, porque eso puede ser curioso, mas no es la gran noticia. Es entonces cuando aparecen las virtudes de la crónica: si cuento lo mismo no con los elementos de la nota informativa, sino apelando a los de la literatura (descubriendo la extrañeza, los fuchis de los espectadores emperifollados, los rasgos y actitudes de la indígena, los berridos de su niño, etcétera) es seguro que el material podrá interesar al jefe y en consecuencia a los lectores. Es un hecho real, comprobable, al que hay que reforzar con las herramientas propias de la ficción. Ese es el tipo de crónica que he practicado: durante muchos años publiqué una cada semana en unomásuno, y más tarde reuní algunas de ellas en Crónicas romanas, Loquitas pintadas y en el volumen colectivo Amor de la calle. (Publiqué un par de crónicas de otro tenor [de viaje, más extensas], en Aztecas en Kafkania.)
La crónica tiene, entonces, sus propias reglas, sus mecanismos singulares. Y cuando determiné cambiar la crónica por el cuento, debí cambiar también el método, las herramientas, la voz, la estrategia, el disco.
El cuento, ya se sabe, posee sus reglas precisas y casi inevitables, y su sustento está en la imaginación. Debe (entre otras cosas) ser breve, de un solo tema y en general sorpresivo o sorprendente. Y quien lo practica debe sujetarse a esos preceptos (aunque hay sabios que les agregan detalles de su personalísima cosecha), olvidándose de si es también ensayista o cronista o poeta o novelista. He publicado cuentos en revistas y suplementos, y recogí algunos en Amiga a la que amo, Loquitas pintadas y Besos del Diablo (entregué a la imprenta la colección Locas del cuerpo).
Y quien se olvida de los cuentos y debe escribir novela necesita cambiarse la máscara, el disco, y ceñirse a las condiciones del género, quizás el más ductil y rico y generoso de cuantos hay. Olvidándome del ensayo, de la crónica, del cuento, de las características de cada cual, escribí una novela breve: Hace un mes que no baila el Muñeco.
Quizás no he respondido como se debe al asunto de mis herramientas literarias, pero quiero creer que lo dicho hasta aquí es indispensable para sostener que no hay un patrón, una sola regla inflexible en esto de la literatura, y tal vez esto me lleve a entrar de lleno al motivo de esta disertación.
Por principio, considero que todo escritor debe estar totalmente empapado de su materia desde el punto de vista teórico, técnico. No concibo (aunque los hay) escritores que ignoren los elementos de su materia prima, como no concibo a un médico que opere pacientes sin antes haberse aprendido al dedillo las nociones fundamentales de la anatomía humana, la cirugía y esas cosas; o como no puedo entender a un artista plástico que pretenda la absoluta originalidad sin primero haber aprendido a mezclar los colores, a conocer la perspectiva, a dibujar la figura humana o un bodegón... La técnica, ante todo. Que el cuentista o el novelista o el poeta hagan lo que les dé la gana con sus materiales y con las reglas y con las formas, siempre y cuando las conozcan. De lo contrario suceden cosas lamentables como las que todos conocemos: poetas que defienden como perros rabiosos su escritura en verso libre por la razón de que no conocen las formas clásicas, ignoran lo que es un soneto y qué la métrica. E insisto: que se dediquen a versificar libremente, siempre y cuando lo hagan por convencimiento y no por ignorancia. Otro tanto ocurre con novelistas: sin saber nada de estructuras, técnicas, trucos, escriben como Dios les da a entender, y los resultados son desastrozos: ¿no estamos hasta el pescuezo de las llamadas novelas light o chatarra? Al margen de que haya poderosos motivos editoriales (comerciales) para la proliferación de esas cosas que pretenden pasar como novelas, podría asegurar que los descalabros estéticos obedecen a que sus hacedores desconocen las reglas elementales para hacer novelas.
En ese sentido es como exijo y me exijo que antes de entrarle a la manufactura de un texto literario hay que tener bien claro con qué se come eso. Y así como no me atrevería a meterme a un quirófano a operar a alguien, ni me aventuraría a construir un edificio porque mi ignorancia de cómo se hace eso arrojaría resultados catastróficos, quiero que nadie se diga escritor si no se ha preparado miunuciosamente y a conciencia para eso. (Se podrá decir, y con razón, que ha habido escritores naturales que han escrito textos decorosos y aun memorables; y yo replicaría que también ha habido, hay, personas que curan enfermos sin haber estudiado medicina, o simples albañiles capaces de hacer bien una sólida casa. Pero, en todo caso, ¿no sería mejor dejar la responsabilidad de mi salud en un verdadero profesional, y la construcción de mi casa a un auténtico arquitecto?)
Con lo último no pretendo que el conocimiento de las técnicas sea lo único y definitivo en literatura; es sólo una parte, pero muy importante. Existen, claro está, el talento, la sensibilidad, la inspiración, las musas. Cómo negarlo; mas si a esos dones naturales, esos que no se aprenden en la escuela, en los manuales o en la práctica se les da un empujoncito con el conocimiento de la teoría y la técnica, las posibilidades se enriquecen.
Alguien dirá que la mayor parte de los escritores han sido y son autodidactas. Lo acepto y lo entiendo muy bien. Sin embargo, y para que mi perorata no parezca un rosario de sinsentidos, debo decir que no estoy en contra del autodidactismo, ni exijo que antes de sentarse a escribir los escritores muestren sus títulos académicos. Nada de eso. Abogo por el conocimiento, sin importar los medios para llegar a él. Por ejemplo, la experiencia demuestra que sin necesidad de haber ido a escuelas donde se enseña literatura, muchísimos grandes escritores lo han sido porque fueron, antes que nada, lectores apasionados, de tiempo completo. ¿Qué mejor forma de aprender a escribir que viendo cómo lo hacen los otros, los que saben, es decir leyendo? Juan Rulfo no se paró por las escuelas antedichas, y no obstante fue un genio: y es que leyó, cuidadosa y enfebrecidamente, acaso más que seis profesores de literatura juntos.
Por lo demás, quien aspira a ser escritor y no puede o no quiere asistir a la universidad para aprender a serlo, tiene muchas vías para lograrlo. Lo primero, la lectura infatigable, y qué mejor si se trata de una lectura guiada, orientada. En ese sentido, y contra la opinión de tantos colegas, defiendo y apoyo la existencia de los talleres literarios; en ellos, el mentor, que se supone es un profesional, se encarga de ahorrarnos sinuosos caminos para llegar a donde queremos ir, nos indica brechas y senderos apropiados. Así, si le entrego un texto surgido de mi más ferviente inspiración de diletante que empieza diciendo "Vine a Pachuca porque me dijeron que aquí vive mi padre, un tal Ignacio Trejo", de seguro me dirá: "Te salió muy bonito, pero hay que leer Pedro Páramo".
Otra herramienta indispensable en estos menesteres es la disciplina, la constancia. Flaco favor hace la espera cómoda y paciente de la llegada de la inspiración y de las musas. Como alguien dijo, las musas existen, y qué bueno; pero que cuando lleguen nos encuentren trabajando.
Como reza la sabiduría popular, no es lo mismo ver llover que estar en el aguacero: ni roncar que oír ronquidos. Quiero decir: mi exigente postura de que quien desee ser escritor debe conocer muy bien sus herramientas y aplicarlas de la mejor manera, me coloca en la difícil posición de predicar con el ejemplo. Mi desempeño como crítico literario supone que debo hablar con los pelos en la mano y resistir los juicios que otros lectores hagan de mi propio trabajo. Me pregunto y trato de responder con toda la honestidad posible: ¿Me satisface mi propio trabajo?, ¿estoy contento con ello?, ¿estoy conforme? Sí me satisface mi trabajo y estoy contento con él, pero no estoy conforme, pues como sugiere la canción, hay que aceptar que uno no sabe nunca nada: el conformismo pudre, aniquila, y por eso siempre estoy dispuesto a aprender nuevas cosas cada día, aun a sabiendas que la voracidad de conocimiento es inagotable. Podría resumir entonces que mi herramienta literaria más importante es la disposición para aprender. El talento, la creatividad, la inteligencia, se cocinan aparte, y corresponde a los demás aquilatarlos, decir si uno los tiene o no. Pero por ganas y por disposición, uno no para. Uno no debe parar nunca.
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Publica por primera vez en Ficticia el: 06/Oct/99