Asuntos que atender

Sandra Huerta

Soy un hombre ocupado. Un hombre serio, que siempre creyó saber lo que hacía, a dónde sus pasos lo encaminaban. Más esta noche, tan similar a la de ayer, mientras sigo desde lejos a esta mujer, repentinamente me doy cuenta de que mi voluntad es capaz de rebelarse. ¿Qué hago aquí tras de ella? Tengo otros asuntos que atender. Además, ¿no debería de guardar el periodo de luto? Sé que ella no me ha visto, que no imagina que alguien pudiera estar siguiéndola. Papeleo, embalaje, notario, epitafio. Estoy perdiendo el tiempo de la manera más estúpida, pero, ¿qué me impide volverme sobre mis pasos y regresar a casa? Juro por Dios que no lo sé. Da vuelta en una esquina. La maldita lluvia, casi imperceptible al principio, ha logrado traspasar la barrera que he intentado levantándome el cuello de la gabardina. ¿Es el frío lo que me hace temblar?, ¿o será el miedo de no saber qué demonios hago aquí? A ella en cambio, no parece importarle nada: camina lentamente al amparo de su enorme paraguas negro. Vamos a ver: si mis intenciones son contratar sus servicios, ¿por qué no puedo simplemente alcanzarla y ofertar, como decía mi padre que se estila a la hora de conseguir compañía? Se detiene en una esquina bajo la luz de una farola, esperando. Aunque he tomado mis precauciones, sé que el barrio es peligroso. Estoy tan lejos de casa que no puedo reconocer el nombre de esta calle. Me imagino a mí mismo frente a la ventana, junto a la chimenea, viendo las gotas esforzarse en vano por entrar a mi cálido hogar. Pero no, heme aquí en este momento, con la espalda aplastada sobre estos sucios ladrillos intentando no ser visto por una mujer de la que no estoy completamente seguro si es puta. Me esperan dos rimeros de papeles por organizar: mi padre, que en paz descase, siempre fue un desordenado para esas cuestiones. ¿Qué estará esperando? Un taxi al que pretende detener sigue de largo. Presiento su rostro haciendo un mohín de fastidio, y me doy cuenta de que ni siquiera he podido verle la cara. Echa andar de nuevo. No parece incómoda en esos puntiagudos zapatos; en cambio estos botines que hasta hace unas horas eran lo más cómodo que una pequeña fortuna pudo comprar, ya son un par de canoas a punto de irse a pique. A ella parecen gustarle los charcos. Debe estar loca. Pero más loco debo estar yo. Tendría que estar en casa, revisando los papeles del viejo, por lo menos para asegurarme que he de recibir puntualmente mi parte de la herencia, es decir, todo lo que el viejo tacaño acumuló a lo largo de cuarenta años de negarle hasta el lujo más indispensable a su único hijo. Supongo que lo echo de menos: después de todo, aquí estoy siguiendo su ejemplo, tratando de conseguir una puta tal y como él se preció de hacerlo hasta hace muy poco. Cruza la calle. Cuidado con el auto. ¿Nadie sabe conducir con cortesía en este barrio cenagoso? Se aleja, pero yo tengo que esperar a que el tráfico se detenga ante la luz roja. ¿Por qué no he traído el auto, por lo menos? Yo mismo lo hubiera conducido, para algo así puedo prescindir del chofer. Aunque seguramente hay mejores putas en mejores barrios; pero, ¿por qué esta no se detiene por un maldito instante? Más calles, más noche. No sé ni qué hora es, cuánto tiempo ha pasado. Allá va, hacia la puerta de ese edificio. Me sorprende que me recuerde al sitio donde encontraron muerto a mi padre, de un tiro de revólver en la cara, en un barrio bajo similar a este. No sé si soy un malcriado al alegrarme por él ante el hecho de que a su lado había una mujer. Bueno, lo cierto es que estaba muerta también. Aquí debería acabarse esto: tengo que darme vuelta y regresar. Ella abre la puerta con una llave que ha sacado de su bolso; esta vez se apura, pues ha tenido que plegar el paraguas. No puedo sino detenerme y esperar un momento: podría darse cuenta de que estoy aquí. Pero qué estupidez, si eso es lo que tendría que hacer: salir de la sombra y acercarme para hacer la transacción. Se ha metido al edificio ya. Avanzo hacia la puerta. A través del cancel veo sus largas piernas subir por la escalera. Estoy de suerte: ha dejado abierto. ¿De suerte? Ayer acaban de matar a mi padre a sangre fría y mañana se lee el testamento. Bueno, bien sé lo que dice. Soy el único pariente que tenía el viejo avaro. Desde el pasillo se ve el vestíbulo del pobre apartamento. Ella ha vuelto a dejar la puerta abierta tras de sí. ¿Qué, no le enseñaron que hay que hacerse responsable de la propia seguridad?, ¿o será que se dio cuenta de que la siguen? Sería una manera muy peligrosa de hacer sentir cómodos a los clientes, sobretodo si se enteró ya de la noticia de la muerte de un hombre tan célebre como mi señor padre en circunstancias tan parecidas a estas. Entro en silencio, incómodo por ensuciar de lodo el piso de vinil. Escucho voces: alguien la esperaba; está con ella en la habitación de al lado. Los papeles me aguardan. Hay tanto que empaquetar. Pero ya estoy aquí, qué le vamos a hacer: acabemos con esto. Me acerco tratando de no hacer rechinar mis suelas mojadas. Podría jurar que reconozco esa segunda voz cascada, apenas masculina de tan antigua. Pero no, no debo arriesgarme, quién sabe si hay peligro. Bueno, no importa: entraré. Después de todo, a diferencia de papá, yo si soy un hombre que toma sus precauciones ante las amenazas de la vida. Mientras empujo despacio la puerta, me alivia el pensamiento del revólver que empuño con fuerza en el bolsillo derecho de la gabardina.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03