Tercera llamada

Julio Ramírez

El infierno es amor... pues vayamos a su lumbre. Y nos lanzamos hasta los calores del istmo tehuantepecano. Al puerto de Salina Cruz, con mar, cantinas y burdeles al mayoreo, para ser exactos.

El Güili, Ligo y yo, entonces menores de edad, pero con la libido en ristre, solicitamos permiso a nuestros padres para ir al rancho de Gil, quien a fin de cuentas fue quien no pudo unirse a la comitiva y tuvo que estar unos días encerrado en su casa, solidario con nuestra mentira. Así es el rito de la buena amistad.

Viajamos por la noche para arribar sacándole punta al día. Después de instalarnos en el Guasti, el mejor del puerto en esos días, dormir un poco (antes el Güili y el cabrón Ligo se agandallaron las camas y me dejaron el catre mientras yo firmaba el registro en la administración), bañarnos e irnos al mar a nadar, ellos (hasta hoy no sé) y yo con más fe que deporte meterle a la cerveza (religión que aún conservo). Medio comimos, por aquello de las economías, ya que el ahorro era necesario para lograr la finalidad de nuestro viaje. Ahítos de mar y más calientes que al principio, a la caída de la tarde regresamos al hotel, nos atildamos y salimos ufanos a pervertir al Güili. Aquí debo aclarar que el Güili era el único casto y por lo tanto el más eufórico.

Un taxista fue el encargado de llevarnos a conocer todos (más bien la mayoría) los burdeles del puerto.

Avanzaba la noche a horcajadas, prometedora pero sin cumplirnos nada. Quiero decir, exculpando a la noche istmeña, que en los lugares donde nos dejaban pasar a pesar de nuestra minoría añera, cuota bocarriba por supuesto, los marineros hacían sentir su presencia y su mirada hacia nosotros era algo más que una amenaza.

El taxista, un poco harto pero pensando en su galana paga, puso a todo volumen su capacidad nemotecnia y recordó un centro "privado", casi exclusivo para nosotros. Y allá fuimos.

Resultó, verdaderamente, un centro privado, ideal para pendejetes adolescentes como éramos: privado de luz, la oscuridad se jadeaba, reprimida en murmullos de felices risitas; privado de asientos, nuestros ojos deseaban dar saltos en la negrura; privado de atenciones, ya que mientras agarrábamos valor tuvimos que chutarnos unas pinches cervezas más calientes que nuestro temperamento. Mas no privado de chavas, eso sí que no, con el entusiasmo goloso de pensar que todas eran para nosotros ya que éramos la única clientela las imaginamos, entre las sombras, en corro formando una docena de adorables ninfas.

La luz de un cerillo chisporroteó como cocuyo en celo y en un parpadeo las pudimos ver. Y la ciencia ficción se coló por un tubo mientras la voz quebrada por las feromonas de Ligo chirrió:

Los grillos emanciparon su escándalo a la hora en que, envuelta en el hálito de una tímida vela, apareció Estrellita. Una cacatúa rodante de perdida cuenta de años. En la cara algo que pretendía ser sonrisa.

El Ligo no perdía tiempo en menesteres de tratos económicos, eso lo dejó a nosotros; él era un pulpo sudoroso y colorado como camarón hervido. Planteado el hecho con Estrellita se encabritó y entre insultos, consejos y maldiciones nos empujó a un cuarto iluminado por velas; allí nos pasareleó a dos o tres de su fiero repertorio, sin convencernos; el ojo agudo, libidinoso, de Ligo, había sido certero.

Estrellita fulguró, pero de ira, cuando le dijimos que su pupila se iría con mi cuate al hotel.

El Ligo y la pequeña pirulina cuchicheaban, mientras sus manos exploraban la fiebre adolescente. Aferrada a la bragueta de Ligo, encaró a Estrellita:

Le pagamos, después de mucho regateo, lo de la salida y nos encaminamos hacia el taxi, aguardante, fiel, puntual, como soldado de carrillón, mientras en las orejas nos rebotaban los agradecimientos de Estrellita:

Dejándole un fuerte olor a gasolina rebotando contra su azufre, nos alejamos de la palapa apagada de Estrellita y le sugerimos al conductor buscar un lugar parecido donde el Güili y yo pudiéramos hallar algo para el asalto.

Es por demás contarles que tuvimos que darle una lana al administrador para que pirulina pudiese pasar. Aparte de la promesa de no hacer escándalo.

Mientras lucubramos mil venganzas, por supuesto que sin separar los oídos de la puerta, el erotismo se tornaba en envidiosa ira. Así fue que, sin contar el tiempo, sobresaltó a nuestra imaginación el chorreante sonido de la regadera.

La puerta repentinamente se entreabrió y apareció la cara, sonriente y feliz, del Ligo.

Antes que el Ligo pudiera responder, nuevamente el chaparrón de la regadera cayó de bruces ante nuestro parabólico sentido del oído.

El buen Güili apareció, todavía en calzoncillos, con una alegría distinta, hasta entonces desconocida en él.

Mi orgullo herido era de más baja intensidad que mi febrícula. Mientras pirulina terminaba de refrescarse miré en derredor: dos amplias camas desarregladas y mi catrecito impecable. Sucede que el Ligo y el Güili, pasándose de vivos, utilizaron uno la cama del otro y así ensuciaron las dos. Me sentí satisfecho. Par de abusivos, y di un salto de felicidad.

Como estábamos en un ambiente tropical, realmente las colchas servían de artículos decorativos; así es que opté por tomar la mía, extenderla en la cama del Güili (que era la menos maltratada) y lanzarme con todos los ímpetus de mi edad sobre la golosa pirulina. No sé cuánto tardamos, porque aún pasamos juntos al baile de la ducha, mas debe haber sido algo más que mis cuates porque éstos comenzaron a llamar desesperadamente a la puerta.

Los héroes estábamos fatigados. Pirulis pasada por agua, no.

Le pagamos, nos despedimos de ella pero insistía en quedarse, inclusive sin cobrarnos más. Todos nos negamos y tuvimos que amenazarla con llamar al administrador para que la disuadiera. Nos trató de chantajear con el cuento que su familia no la iba a querer recibir por la hora, que seguramente no encontraría taxi alguno que la llevara y demás yerbas. Para bien nuestro, abrimos la ventana y exactamente frente a ésta se ubicaba un sitio de taxis con varias unidades semidormidas. Enfadada, prometió visitarnos al día siguiente y se marchó.

Esa noche fui el único que durmió con sábanas limpias.

Una semana después los tres reprobamos el examen de álgebra. Compungidos y temerosos, por la tarde nos fuimos al cine. Con película normal, hasta fresa, podría decirse.

El Ligo y yo estábamos bien acomodados en nuestros asientos, tragando tortas y cocacolas, cuando apareció el Güili, con el rostro cruzado por una marcada preocupación. Sin dudar siquiera nos indicó que lo siguiéramos; bajamos aprisa las escaleras del segundo piso del cine Oaxaca, hasta el pasillo donde están los baños. El Güili nos empujó para que entráramos. No hablaba, sólo nos miraba con dureza. Se destrabó el cinturón, se bajó los pantalones y nos mostró un pene babeante, secretando un líquido viscoso, verde, que en un hilo asqueroso se unía a su truza. Nos hicimos hacia atrás por la sorpresa y por el hedor.

No pudimos responderle al Güili, el Ligo y yo estábamos verdaderamente aterrados. Mentalmente de acuerdo, nos salimos del cine a comprar, precautoriamente, una gran caja de penicilina en tabletas.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Dic/99