El ahogado

Leo Mendoza

Un ahogado concita multitudes. Más allá de las insolaciones, las borracheras, los adulterios, las violaciones y los crímenes pasionales que ocurren entre las dunas, es él quien gana la partida y el público.

Ningún otro evento social iguala la desesperada búsqueda de un cuerpo ni siquiera el baile de Viernes Santo, que siempre inicia envuelto en las brumas de algún norte para aguarles la fiesta -dicen las beatas- a los impíos que cambian los rezos por la playa.

Digámoslo de esta forma: un ahogado es bueno para el comercio porque, a la espontánea reunión de paseantes, le sucede una bien organizada aparición de vendedores de pescaditos y cebiche y cocos con ginebra y peines de madera, anteojos para el sol y bronceadores y collares de conchas y tortugas disecadas; todos ellos, patinando sobre la calva de la oportunidad, buscando rehacer sus pocas y muy escasas economías.

Es un fenómeno curioso, en verdad: la alarma de los primeros gritos rompe la monotonía vacacional, esa tregua en los odios familiares que mal pueden disimularse y el hijo se libera por un momento de la obnubilante presencia de los padres y algo, en su ser más íntimo, desea aquel destino, venganza definitiva y última para todos los maltratos recibidos en la infancia y sólo superados a fuerza de soñar con la desgracia. Para su malafortuna, sólo a su cobardía, a su desconocimiento casi total de la manera en que se tienen que dar las brazadas, puede achacarle la desventura de no haber sido él el desdichado, el príncipe caído en un momento de arrebato por la pendiente limosa del rompeolas. Desengañado ya, se une a la multitud de curiosos que impide, prácticamente, el trabajo de los voluntarios; esfuerzo realizado, casi siempre, muy lejos de donde el ahogado fue visto por última vez.

Entonces, ser cómplice es fácil. Ni siquiera el amigo que acompañaba al infortunado sabe describirlo. No encuentra palabras y los colores de la ropa que vestía su compañero se confunden con los del arcoiris. Y hasta el nombre del ahogado se olvida rápidamente, como si la memoria estuviera envuelta por esa escarcha de los amaneceres tormentosos.

El sitio aquel donde el mar cobró su víctima se convierte en romería, en peregrinación obligada de las familias que advierten a sus hijos, merced a aquel ejemplo terrible, de los cambiantes humores de estas aguas, mansas por encima, pero rugientes y amenazadoras bajo la superficie, madres de remolinos y corrientes traicioneras.

Y tampoco faltan aquellos que llegan con el grabador a todo volumen y poco a poco organizan una tertulia, ya que la playa se mueve al ritmo de las preocupaciones. Un ahogado es el grito que convoca a los veraneantes y cuando ocurre una falsa alarma no faltan los juramentos y las exclamaciones de desilusión y justificado desencanto por el descanso interrumpido tan abruptamente.

Casi siempre, como cuando una hija se va de casa o el marido engaña a su mujer, la familia es la última en enterarse. Ante los gritos de dolor, los rezos y las maldiciones, los curiosos ponen cara de circunstancia y se dedican a contar historias de salvamentos milagrosos, de accidentados que han vuelto a la vida incluso después de haber pasado una hora y aún más tiempo en el seno traicionero de las aguas. Y hasta el ahogado llegan fragmentos de estas conversaciones, trozos de recuerdos y angustias que él se niega a escuchar porque allá abajo se encontró de repente con el abrazo de las Nereidas y el beso pasional de la petenera. Por eso, él los oye y sonríe.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Mar/00