Borges y el Che

Leo Mendoza

La historia ya la contó Jorge Luis Borges, aunque lo hizo con un héroe de antaño. Está en un libro escrito al alimón por Borges y Bioy, o Biorges, ese fabulante rioplatense cuya criatura, don Isidro Parodi, resolvía todo tipo de retos policiales recluido en la penumbra de su celda.

Además, es muy probable que a Borges su paisano le fuera muy antipático y que no encontrase en él algo, un solo gesto, que pudiera igualar a la grandeza del hijo de Filipo. Todos sabemos de su menosprecio por el Martín Fierro. Para el autor de la Historia universal de la infamia, el gaucho nacido del exilio no representaba el alma de los argentinos. Y el poema de Hernández no debería ser la obra nacional de la Argentina porque su héroe, en el fondo, era un villano, un hombre fuera de la ley, un proscrito, un matón de negros y cómplice de la deserción de un soldado. Reparos que, por cierto, Borges jamás tuvo para con los textos homéricos y sus abigeos heroicos.

También se sabe que para el penumbroso inventor de ficciones la palabra "montonero" era un insulto y así calificó a grupos vocales como Buenos Aires 8. Y ni siquiera podemos imaginar lo que hubiera dicho de los nuevos tangueros; él, tan aficionado como era al tango viejo, al de arrabal y compadrito, el de los orilleros y el facón.

Es casi imposible que el irónico autor del "Poema de los dones", ese anarquista que sirvió de modelo al bibliotecario ciego de Umberto Eco, sintiera admiración o aprecio por su compatriota. Y esto es aún menos probable por el orgullo que ligaba a Borges a una vida tradicional y respetable y a la aristocracia del pensamiento. Él, que consideraban a troyanos y aqueos como sus contemporáneos, a quien la historia se le colaba a tirones por la puerta trasera de su biblioteca, que se sentía orgulloso de las prisiones de su madre, encarcelada por cantar el himno nacional durante la dictadura de Perón, y de aquel acoso que lo convirtió en inspector de mercados, ¿cómo podría admirar esa cara de la locura?

Para el escritor 1967 fue un año simbólico y para su coetáneo, terrible. Borges se casa por vez primera mientras el otro siente de cerca el aliento de la muerte; viaja a los Estados Unidos para dictar conferencias en Harvard y aparecen las crónicas de Bustos Domecq, escritas también en colaboración con Bioy, además de una Introducción a la literatura norteamericana donde dejó huella de su admiración por Emerson, Whitman, Poe y, por supuesto, Melville.

Si durante sus viajes tuvo alguna noticia de la muerte de su compatriota, no existe ningún registro de ello en la prensa. Ninguna huella ni siquiera uno de esos comentarios irónicos, esos golpes de inteligencia irritantes y provocativos en los cuales era un experto. Tal vez alguna vez dijo, como de sus compadritos de las esquinas rosadas: "murió en su ley". Pero todo esto ocurrió cuando, para la gran mayoría de sus lectores, Borges aún no era Borges sino su doble, ése al cual le ocurrían las cosas.

Para él, es cierto, la muerte de Kennedy, el asesinato en Dallas, fue un hecho mucho más terrible que la captura y muerte del guerrillero. Y no hay ningún testimonio que nos aclare si muchos años antes, entre viaje y viaje, entre biblioteca y biblioteca, entre lectura y lectura, los ojos apagados del poeta se cruzaron con la mirada encendida del joven revolucionario. O a lo mejor se vieron vagamente en una de esas fiestas de la buena sociedad provinciana a las que el muchacho asistía con la misma ropa de la semana mientras que el maduro profesor lo hacía con el traje de los domingos, aquel de sus estadías en Androgué.

A su manera, los dos amaban el viaje. Borges retrocedía, iba hacia el pasado, hacia las altas cumbres del pensamiento donde tenía una de sus patrias, Ginebra, la casa de Rosseau. Para Borges todo periplo era una experiencia civilizadora. Su paisano avanzaba hacia lo desconocido, hacia lo nuevo, hacia ese nacimiento que significa la fractura del mundo. Nadaba con brazada ardiente en el remolino de la aventura. A donde fuera, como en el poema conjetural, las balas silbaban y en la manigua había perdido su vocación de médico cuando abandonó una caja con medicamentos a cambio de una dotación de cartuchos.

Pero la historia contada por Borges y atribuida Chesterton es otra y es la misma. Nada tiene que ver con las semejanzas y diferencias que pudieran haber entre estos dos argentinos quienes, hoy, como en la ronda de Hans Holbein, arropados por los helados dedos de la muerte, ya no son tan diferentes. Borges, bajo el césped de un cementerio suizo. El Che, en el barro boliviano que dio cabal cumplimiento a una canción que clamaba por un entierro revolucionario.

Tal vez la historia esté demasiado fresca en la memoria. Treinta años son menos de los que ahora poseo y el fabulista del Aleph apenas hace diez que se marchó para siempre. El azar que llamamos tiempo y que en ocasiones es destino quizá espera que alguien cuente esta historia dentro de mil años. Por lo pronto, esta variante la encontré mientras revisaba en un libro de Borges que perteneció, de acuerdo a la firma, a Juan José Rosales.

El libro es una antología, "Ficcionario" se llama y lo encontré en una librería de viejo. Por eso la transcribo tal y como aparece en la pequeña hoja de papel doblada una y mil veces y escondida en la página 272, justo donde empieza el cuento "La otra muerte".

El estilo no es borgeano, el tema, tal vez. Y yo quiero pensar que alguna vez Borges pensó que todas las vidas son una y la muerte es para todos la misma.

El anónimo redactor del cuento -quizá el propio Rosales- tituló a su versión de una historia de Chesterton contada por Borges y Bioy y con algunos trazos del zahir, "La otra muerte":

Digamos que el Che no murió en Bolivia ni fue hecho prisionero en la quebrada del Yuro. El que murió fue otro, su doble, ese doppelgänger tan recurrente en la obra del escritor argentino. Todo fue un montaje, una representación como la que acompañó al tema del traidor y del héroe en la incendiaria Erin de principios de siglo.

Hoy, el Che aún es la viva imagen de aquella fotografía de los primeros días en Bolivia, la del pasaporte falso. Es el disfraz de estanciero, el saco, la corbata, el pelo cuidadosamente peinado y engominado, aunque cada vez más escaso, como debería de tenerlo un viejo cantante de tangos. Pero ya no es un hombre joven y lo sabe. Está muy cerca de cumplir los setenta años. Ya nada tiene que ver con aquel del cabello alborotado, la barba salvaje y sin recortes. Hace tiempo que abandonó el tabaco por prescripción médica y que cuida sus niveles de colesterol y azúcar en la sangre. Es el jefe de una nueva tribu de guerreros, sólo que los de ahora ya no visten el luido uniforme de la guerrilla sino el maletín, los lentes para sol obtenidos en el mercado negro y, cuando el tiempo se los permite, se ponen saco y corbata. Ya nada queda de aquellos que se murieron en la raya, de los que en las montañas bolivianas trataron de fraguar un ataque suicida en los días aciagos que siguieron a su captura.

A veces recuerda. Ve las imágenes en los muros y vive otra vez los combates de la Sierra Maestra, los de Santa Clara y la entrada tumultuosa en La Habana. Entonces, recorre en el viejo Dodge 57 aquellas calles por las que alguna vez caminó victorioso y se siente condenado al escritorio, al silencio. Ve los ocho tomos de sus obras escogidas, con portadas en brillantes colores, y sabe que ya nadie le podrá agregar uno solo de los textos que ha escrito desde entonces, acumulados en gruesas carpetas, destinadas al fuego sin siquiera ser vistas. Algunas veces, creyendo que burla a sus compañeros de oficina, acecha el paso de su hija o lee en los periódicos extranjeros la polémica desata por la declaración de uno de sus amigos franceses. Sabe que Vietnam ya no es el ejemplo a seguir y que de todos los países del bloque del Este, aquellos a los que él veneró con ingenuidad revolucionaria, ya ni uno solo queda al amparo de la hoz y del martillo. Ciertas noches viaja hacia el pasado; se rebela cuando algunas copas de ron le corren por las venas, pero eso sólo lo hace tras la seguridad de los muros, rodeado por sus fieles servidores que son, a la vez, sus carceleros. Oye, con mal disimulada envidia, las canciones que se han hecho acerca del guerrillero heroico y, de golpe, el dolor y la nostalgia le asaltan cuando escucha que Nicolás Guillén declama con voz mulata: "no porque hayas caído tu luz es menos alta..." A veces siente nostalgia de todo lo que no fue y en otras desearía agregar una cuantas páginas al libro clausurado de su vida.

Un día se encuentra con su efigie en una moneda de tres pesos cubanos. Ahí está él, con el gesto adusto, de mártir, y un dejo de preocupación en la mirada. El pelo, en largas hebras, surge de una boina de iluminada estrella. La camisola de miliciano abierta, el cuello levantado al desgaire. La ceja espesa, la barba y el bigote apenas marcados por los brillos de la aleación y por encima del rostro aquel lema símbolo de un destino que él no pudo cumplir: Patria o muerte. Esas monedas de tres pesos, que nada tienen que ver con el Zahir, son las mismas que sus amigos, sus correligionarios, sus jóvenes guerreros, cambian por los dólares feroces contra los cuales él levantó su voz, muchas años atrás, allá, en Punta del Este. Y en ese momento intuye que ya nada tiene que ver con el hombre que aparece en aquel dinero ni con el que aún colorea al alto contraste las calles de La Habana y menos con aquel al que los jóvenes compositores aún cantan. Se mira y no se reconoce y aun así piensa en su pasada gloria.

-Alguna vez fui El Che.

Agacha la cabeza y vuelve a sumirse en la contabilidad, en el trabajo de la oficina, en su puesto de funcionario menor pero con privilegios.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99