Su penúltimo viaje

Bruno Schwebel

Estoy de vuelta en Neulengbach. Verano del 2005. Hace cinco años, el pueblo, de unos nueve mil habitantes, fue ascendido a categoría de ciudad. Está a menos de treinta minutos en auto de Viena, enclavado en una región donde el Wienerwald 1comienza a ceder una buena parte de sus bosques a la agricultura. Encontré el pueblo remozado, ostentando su prosperidad. "Willkommen in Neulengbach, die Perle des Wienerwaldes", pregona un letrero. Hoy día, muchos vieneses han seleccionado Neulengbach para establecerse definitivamente, o acuden los fines de semana a algún restaurante campestre a disfrutar de los platillos locales.

La población cuenta con una buena variedad de actividades culturales. Hay una oficina de información turística con mapas de toda índole, el municipio proporciona gratuitamente bicicletas a los excursionistas, y se puede visitar el castillo medieval o el museo dedicado a Egon Schiele, quien vivió ahí un par de años. Acusado de perversión de menores, pasó tres semanas en la cárcel local, durante las cuales se dedicó a pintar una docena de acuarelas. Me pregunto si mi madre, que nació en Neulengbach y que en tiempos de Schiele tenía diez años de edad, supo de este incidente. Mucho resiento que nunca encontráramos ocasión para platicar de ello. Curiosamente, poco se menciona sobre lo relacionado a la invasión de los turcos del siglo diecisiete. Recuerdo que de niño visitamos una barranca en un bosque cercano, denominada Türkengrube, en la que, delatados por el canto de un gallo, fueron masacrados muchos lugareños. Sí, "turco" era sinónimo de violencia y muerte. Hoy día me cuesta trabajo imaginar a algún trabajador huésped turco con turbante y bombachas, blandiendo su cimitarra.

 

En el archivo de la alcaldía obtuve información sobre el inmueble con el nombre de "Haaghof" en relación a mis abuelos paternos Moisés y Hermine. Siempre había deseado saber más del porqué y del cómo se establecieron en Neulengbach.

Sabía que habían decidido salir de la Viena golpeada por la situación depresiva de la gran guerra del catorce, de lo aglomerado y ahogante del barrio judío; que habían decidido adquirir alguna propiedad fuera de la ciudad, al alcance de sus ahorros; que deseaban echar raíces en un sitio tranquilo, que no se encontrara demasiado lejos de Viena para no perder el contacto con la familia, y donde pudieran disfrutar los años restantes de sus vidas. Lo encontraron en Neulengbach. Me cuentan que el abuelo había sido cantor en la sinagoga de su barrio en Viena. Una diminuta casa de rezos (Bethaus) le permitiría seguir observando las funciones religiosas hebreas en el entorno de unas cuántas familias judías, ya establecidas en el pueblo. Recuerdo que nosotros, sus nietos, fuimos llevados al Bethaus más de una vez.

Es de imaginarse que el primer viaje de los abuelos a Neulengbach para ver la propiedad, a principios de 1915, debe haber sido de grandes expectaciones. ¿Quién de la familia los acompañaría? ¿Mi papá, el mayor de los hijos varones? El Haaghof constaba de una casona de dos pisos en estado de bastante deterioro y media docena de cuartos situados alrededor de un patio. Una gran huerta y pradera con una superficie de cerca de una hectárea completaban el inmueble. El precio era de 28,800 Kronen. Seguramente, la familia estimó que con las cosechas de avellanas, nueces, cerezas, peras y manzanas para mosto y mermeladas, así como con la renta de algunos de los cuartos, quedaría asegurado suficiente ingreso para una subsistencia modesta y para pagar la hipoteca. Un criadero de gallinas y la consecuente venta de huevo constituiría cierta posibilidad adicional. De cualquier forma, se vio que sería necesario solicitar préstamos para poder hacer reparaciones, alguna ampliación, instalar una prensa para exprimir la fruta y adecuar una bodeguita donde guardar el mosto.

El Haaghof estaba -y sigue estando- en un sitio elevado sobre un valle atravesado por el río Tulln. Hoy día el río casi no trae agua y en lugar de la poza, donde años después papá nos llevara a nadar, está una represa. Desde la ventana de su recámara el abuelo tenía vista sobre el pueblo, su nuevo pueblo, enclavado en una colina del otro lado del valle. Podía distinguir las casas del centro, la iglesia, la escuela - a la que, tal vez pensaba, llegaría a ir alguno de sus nietos- y el castillo que destacaba de entre encinos y castaños. Como en todos los otoños el camino que conduce al castillo está cubierto de cáscaras espinosas, de las que se asoman las castañas, grandes y de un brillo seductor. En mis retornos al pueblo nunca falta que guarde una de recuerdo, luego de pulirla con mi pañuelo.

De seguro que Opapa no podía dejar de comparar Neulengbach con Czortkow, el Shtetl 2de Galicia en la Polonia de entonces, su ciudad natal, de donde había huido de los duros inviernos, de la pobreza, de las eternas escaramuzas entre polacos y rusos, de la constante amenaza de los pogroms3 y de bandidos. Se había cansado de vivir en un ambiente de miedo. Logró conseguir lo necesario para emigrar a Austria. En 1889, ya en Viena, decidió casarse con Hermine Kallenberg (llamada "Hennie" por todo mundo), formar un hogar, e integrarse a las miles de familias judías que ya se habían establecido en los barrios de Leopoldstadt, Stuwerviertel y otros guetos. Omama puso un pequeño negocio de venta de huevo, y él se instaló en un diminuto local en el Bezirk Rudolfsheim para dedicarse a la compostura de relojes.

No me es difícil imaginar la emoción que deben haber sentido mis abuelos cuando, en noviembre de 1915, tomaron posesión de su propiedad. En los archivos de la alcaldía dice que Omama, la compradora, pagó un adelanto de 1853 Kronen a la vendedora, una tal Johanna Müllner, y que tuvo que absorber una deuda de 25,746 Kronen que dos años antes había contraído esa mujer con las señoras Katharina Binder y Karoline Lichtenstern. Me pregunto, ¿qué clase de personas eran esas dos señoras? ¿Prestamistas? ¿Hubo alguna reacción de los lugareños a que una familia judía se estableciera en la comunidad? Es lógico suponer que el pago adelantado fue muy oneroso para los abuelos. Viviendo en un gueto de judíos pobres en Viena,¿qué tanto se podía ahorrar vendiendo huevo a los vecinos, reparando relojes y teniendo que mantener un hogar con seis hijos?

Me hubiera interesado saber de quien fue la iniciativa de adquirir el Haaghof. ¿Quién de la familia andaba en un pueblo tan lejos de Viena? 1915 eran tiempos de guerra. Muchos de los varones de la familia ya habrían sido reclutados por el ejército austro-húngaro. A mi padre le tocaría el año siguiente. ¿O tal vez la iniciativa provenía de la señora Lichtenstern, que vivía en Viena, y que quizás sabía del propósito de la señora Müllner de vender el inmueble?

Me sorprendió que en los archivos de la alcaldía estuvieran registrados todos los créditos solicitados por Omama. En al año de 1924 -en pleno período de gran incertidumbre económica- el crédito fue de 11 millones de Kronen; en 1926 fue de 2600 chelines al 12% de la Sparkasse Neulengbach. Es probable que los abuelos solicitaron estos préstamos para poder pagar la hipoteca, el adeudo dejado por la señora Müllner, continuar con las reparaciones del inmueble, o para adecuar la tiendita de abarrotes que Opapa abrió al frente de la casa. En 1930 la abuela solicitó 3500 chelines, en 1934, 1500 chelines a la Firma Ignaz Holub y, en febrero de 1936, 10,000 chelines más al 10% a un tal Franz Matouschek. Además, es probable que los abuelos hayan contraído deudas privadas con familiares. Todo parece indicar que tuvieron que seguir endeudándose para poder cumplir con obligaciones ya contraídas. En todas estas operaciones fue necesario dejar como garantía el Haaghof, debidamente asegurado contra incendio. Debe haber sido de gran estrés para ellos tener que arriesgar su propiedad para obtener esos créditos.

Cuando trato de imaginarme cómo era el Haaghof de aquellos días, veo muros resquebrajados que alguna vez habían sido pintados de amarillo ocre, goteras en los techos, una chimenea cubierta de hollín, la cerca alrededor de la propiedad semidestruida, la huerta bien enyerbada, y percibo el patio saturado del olor penetrante de las porquerizas. Con la ayuda de un viejo desempleado, que trabajaba por la comida y un mínimo de dinero -tengo entendido que se apellidaba Stolizker-, y un par de muchachos del vecindario, se repararía ya esto, ya aquello, partes del tejado, del gran desván -sitio predilecto para nuestros juegos, muchos años después-, la bomba manual del pozo, y se dejaron habitables algunos cuartos. En ocasiones llegaría algún pariente para ayudar en los trabajos. En medio del patio se construyeron bancas y mesas alrededor de un enorme tilo, sitio predestinado a ser el centro de las reuniones familiares. Con la gran cantidad de ramas tiradas en la huerta habría leña de sobra para la estufa de la cocina. Las porquerizas se convirtieron en gallinero y, eso sí lo recuerdo muy bien, no había gallina que lograra escapar de los intentos de Opapa de atraparla. Sí, aunque regordete, el hombre se movía con agilidad, adquirida, quizás, en su adolescencia en Czortkow, donde -quiero imaginar- ayudaría a su padre en sus actividades de compraventa de caballos entre rusos y polacos.

En tiempos de mis abuelos, el rumbo del Haaghof estaba poco poblado: una que otra pequeña granja y grupos de casas esparcidos por la campiña en calles que se formaron con el paso de gente, carretas y ganado, y donde se estancaban grandes lodazales después de las nevadas y lluvias. Había una lechería, una fabriquita de lacas y pinturas, un restaurante campestre con su Biergarten frente a la estación de tren, una ladrillera y mina de arena que surtían material de construcción a la comarca, y su campo de fútbol, claro está. No gran cosa más. La propiedad estaba como a cinco minutos a pie de la estación por una callecita que llevaba -y sigue llevando- su nombre, "Haaghofgasse", que pasaba junto a grandes depósitos de remolacha en espera de transporte. Hoy día trabajadores del ferrocarril construyen modificaciones de las vías para agilizar el servicio de carga y el paso de los trenes rápidos procedentes de Sankt Pölten y, de más allá, Alemania, y los terrenos adyacentes a la estación están repletos de grandes pilas de durmientes, rieles y otros materiales ferroviarios. La calle que pasaba frente al Haaghof atravesaba una barrera guardavías para subir por una colina y perderse entre más colinas y bosques, donde se convertía en un camino con profundos surcos dejados por el paso de carretas. Años después el ejército efectuaba ahí maniobras militares, que el abuelo gustaba de observar a distancia, en compañía de algún nieto. Recuerdo haberle acompañado alguna vez. A un lado de la propiedad un angosto camino bajaba hasta entroncar con la carretera que conducía al centro del pueblo, que en tiempos de escuela (en Neulengbach hice mis primeros dos años de primaria) recorría en compañía de mi hermano Helmut y de mi prima Dita.

Una vez establecido en el Haaghof, supongo que fue el frecuente paso de gente lo que animó a Opapa a adaptar uno de los cuartos como tienda de abarrotes y expendio de mosto. Los trabajadores del rumbo aprovecharían así su descanso del mediodía para disfrutar un vaso de mosto fresco a la sombra del manzano frente a su tienda. Con frecuencia se sentaría con ellos para intercambiar bromas y anécdotas. Tenía mucho de qué contar, y a veces enseñaría a los clientes alguna expresión en polaco o ruso. La gente entraba así en contacto con un judío, con su mundo, la vida en los Shtetl y en los guetos, un mundo que tradicionalmente había sido envilecido por gran parte de la sociedad. En ocasiones se les juntarían sus hijos, mi padre y mi tío Óscar, para hablarles de política y de su partido. Una vez por semana iría al mercado del pueblo o tomaría el tren a Viena para adquirir lo necesario para su tienda y llevar fruta a sus familiares.

Ya por 1924, mi tío Óscar puso una pequeña tienda de ropa con el nombre de "Volkswarenhaus Schwebel" junto a la de abarrotes del abuelo. En uno de los cuartos del Haaghof se instaló un peluquero, y los demás inquilinos eran gente sencilla, de pocos recursos. Desde las bancas afuera de su tienda el abuelo podía distraerse viendo el paso de los trenes o siguiendo las travesuras de los muchachos del rumbo, que saltaban la cerca de los terrenos de almacenamiento del ferrocarril para jugar fútbol por entre los montones de remolacha. Sólo el aullar de las locomotoras y el traqueteo de los vagones arrancaba momentáneamente al rumbo de su calma.

Había sido táctica del partido socialdemócrata que sus funcionarios organizaran eventos artísticos en sus áreas de influencia. En el caso de mi padre y de mi tío, miembros de ese partido, su deseo de involucrarse en la vida cultural de la comunidad se debió también a inquietudes artísticas personales, ya que ambos eran excelentes músicos. Encontraron una participación entusiasta en Resi, mi madre, y en mi tía Mariana, así como en amigos y parientes. El Haaghof se estableció como centro de reuniones artísticas. Se improvisó un escenario en el patio. Desde alguna ventana, tal vez disfrutando un vaso de cerveza y su pipa, el abuelo seguiría las declamaciones, los duetos de violín de sus muchachos, los coros y las veladas poéticas, o representaciones de operetas con la participación de sus hijos, nueras y amigos. Estaba consciente que esta coyuntura contribuyó a que su familia raras veces fuera objeto de un antagonismo abierto de los lugareños. Cuando me contó mi primo Robert, el mayor de los nietos, que en una ocasión Opapa lo llevó a un espectáculo de lucha en una arena improvisada de un Wirtshaus, me costó trabajo creerle. ¿Mi abuelo judío en aquel ambiente?

 

Caminé de la alcaldía en el centro de la población al Haaghof, mi pensamiento enclavado en el pasado. Desde los años cincuenta la propiedad había sido fraccionada en cinco partes. Traté de localizar, de entre las casas en construcción y fragmentos restantes del gran jardín, el sitio en el que podía haber estado el pequeño y rudimentario quiosco rodeado de arbustos y árboles, donde el abuelo solía estar sentado, bonachón, sonriente, fumando su inseparable pipa, disfrutando de los juegos de nosotros, sus nietos, con alguno de los más chiquillos en las rodillas. Encontré la casa y el patio muy renovados. Nadie había a quien tener que saludar y dar explicaciones de mi presencia. Donde había estado el tilo se encontraba una sombrilla con muebles de jardín. Cerca del portón de entrada estaban colocadas un par de fotografías, mostrando cómo la casa había sido "antes" y como quedó una vez renovada. Me irritó su presencia, porque hacían evidente cierto desprecio hacia el Haaghof de entonces, mi Haaghof, el Haaghof de la época más feliz de mi niñez.

Embebido de recuerdos, caminé a la estación ferroviaria y me senté en una de las bancas a esperar el tren que me llevaría de regreso a Viena.

 

Mi mente se remonta a septiembre de 1939. Veo a mi abuelo y su hija mayor, mi tía Helene, en el andén, lejos de las bancas y fuera de la sala de espera de acceso prohibido a judíos, para no ser objetos de una llamada de atención o de algún insulto. Los veo sentados en un par de maletas, tal vez las mismas con las que veinticuatro años antes habían llegado al rumbo. No hacen esfuerzos por ocultar el Judenstern 1 que traen cosido en una manga. Del Wirtshaus 2 frente a la estación me llega el olor a Biergarten, el discurso por la radio de algún líder nazi, la marcha Horst-Wessel, las voces de los comensales, una que otra seguramente conocida por el abuelo. Gente que alguna vez le trató con respeto. El semblante de Opapa se pierde en el gris del muro en que está recargado. Sus ojos resecos parecen tratar de refugiarse en sus órbitas. Tante Helene tampoco ha logrado llorar. Hace mucho calor, pero el abuelo prefiere no quitarse la chaqueta y el chaleco para así guardar su personalidad de gente honorable que la sociedad de Neulengbach respetó por tantos años. Su cuerpo ya no llena la ropa como cuando lo conocí. Mi abuelo y mi tía tienden a difuminarse en las ondas de calor; la marcha, el olor a cerveza, el discurso y las voces desaparecen, difusos, para luego volver a enjaretarme su hiriente presencia.

Los tiempos trágicos se habían desencadenado diez meses antes, noviembre de 1938, con "La Noche de los Cristales Rotos", acontecimiento después del cual papá, mamá, mi hermano y yo huimos a Francia. Poco a poco el resto de la familia se fue desintegrando. Se dispersó con destinos inciertos; de muerte, la mitad de ellos. Hijos e hijas, nueras y yernos, nietos y nietas: Mi tío Óscar con Tante Anni y mis primos Herbert, Dita y Nelly, los Schwarz con mis primos Fredi y Robert, los Schramm con mi prima Erika, los Klein con Reni, mi primita Lizzi con sus papás Rosi y Max Wolfmann, y muchos de los parientes de la abuela, el clan Kallenberg. Dejaron solo al anciano en el Haaghof. Sólo Tante Helene se quedó con él. He pensado mucho en eso. No acabo de comprender cómo fue que no trataran de llevárselo. Quizás lo hicieron, pero él se negó. Como sucedió con muchos judíos, tal vez subestimó el peligro en que se encontraba. Sin embargo, me cuenta mi primo Robert que a mediados de 1939 el abuelo hizo un intento de cruzar la frontera a Suiza, caminando como si quisiera dar un paseo. ¿Quién, de la familia, se encontraba todavía en Austria para acompañarlo?¿Lo haría con el propósito, tal vez inconsciente, de que no lo dejaran pasar para que pudiera retornar a su querido Haaghof?

Mi abuela Hennie no tuvo que ser testigo de los acontecimientos del 38. El 14 de mayo de 1936 fue declarada mentalmente incapacitada por un médico local, un tal Anton Maurer, que la examinó en el Haaghof luego de que Omama había sufrido tres embolias cerebrales que la dejaron semiparalizada. Fue trasladada a un hospital de Viena, donde fue tratada a base de sangrías y choques eléctricos, y donde murió en noviembre de ese año. Está enterrada en la sección israelita del cementerio general de Viena. Consecuentemente mi abuelo quedó como propietario del Haaghof desde marzo de 1937, luego de que sus hijos Helene, Dora, Josephine, Rosalía, Óscar y mi padre Theodor renunciaran a la herencia.

En abril de 1938 el abuelo tuvo que declarar a las autoridades nazis su patrimonio1 . Declaró que el Haaghof valía aproximadamente 14,000 marcos alemanes y que restaba un débito de 10,666 marcos. ¿Por qué sería que no se pudo realizar la venta del Haaghof, venta apremiante, que había acordado con un tal Franz Hörhan y su esposa Leopoldine el 2 de diciembre de 1938? En los archivos de Neulengbach está registrado que la operación no fue validada por las autoridades. Los documentos relacionados a ese asunto están perdidos o arrumbados quién sabe dónde. De cualquier forma, dadas las deudas contraídas por mis abuelos, no hubiese sobrado dinero para emigrar. En consecuencia, tal vez ni esa venta le hubiera salvado la vida a Opapa. No me es fácil tratar de comprender cómo, a lo largo de veinticuatro años, acumularon mis abuelos una deuda de prácticamente el valor de la propiedad.

Después del incidente de la frontera suiza le resultaría difícil al abuelo encontrar fuerzas para confrontar los acontecimientos. Y éstos se sucedieron con rapidez. En septiembre de 1939 fue despojado de su propiedad. El comprador, un tal Otto Bartosik, se adueñó de ella, luego de absorber las deudas restantes y pagar una diferencia de 1466 marcos. De seguro que Opapa nunca se imaginó que en su pueblo pudiera haber tanta ruindad. El documento de cesión, basado en la declaración de bienes firmado anteriormente por él, muestra que el precio de venta fue reducido a 13,200 marcos por las autoridades nazis de Neulengbach y estipula que el abuelo podría utilizar el dinero para salir de Austria, previa presentación de los documentos y recibos correspondientes (boletos de tren, barco o avión, costo de visas, etc.). De quedar algún sobrante, se debía depositar en una Divisenbank bajo la definición de Entjudungserlös1. Resulta irónico que Opapa tal vez hubiese podido salvarse, de no ser por la gran cantidad de deudas contraídas.

 

El abuelo tiene la mirada fija en dirección a Sankt Pölten, de donde vendrá el tren que lo llevará a Viena. Trata de evitar voltear hacia atrás, donde el Haaghof. Tiene la corazonada de que lo vería por última vez. No puedo dejar de pensar en cómo debe haberle afectado el hecho que había perdido su propiedad.

 

Quiero decirte cosas que no sabes, Opapa, y que pudieras contarme cosas que no sé y que ya nunca sabré. Soy tu nieto Bruno, hijo de Teddy y Resi. Tengo un hermano, Helmut, dos años mayor que yo. Me conociste de niño. Mi primo Herbert y yo éramos los más pequeños de los nietos. ¿Te acuerdas de mí? ¿Cómo era? ¿Buscaba el afecto de todo mundo, como siempre creí que hice? ¿Puedes reconocer mi cara de niño de entre mi barba y arrugas de septuagenario? Sí, ahora tengo cinco años más que tú, Opapa. Quiero tranquilizarte sobre nuestro destino. Hallamos asilo en México, al igual que Onkel Óscar y los suyos. La familia de Tante Dora encontró refugio en los Estados Unidos. Lizzi en Canadá. Reni en Palestina. ¿El destino de otros familiares? ¿El tuyo? Disculpa que por un instante mi mirada evada la tuya.

¡Cómo me gustaría que pudieras platicarme de tus experiencias al establecerte en Neulengbach! Me imagino que tardaste en familiarizarte con el saludo de Grüß Gott, saludo desacostumbrado para un judío de barrio judío en Viena. Después de todo, Gott existe para todos, pensarías tal vez. Se te iría contestando cada vez con menos indiferencia. Nada se te podía reprochar por ser judío. Sí, tengo la impresión de que resentiste poco antisemitismo, aunque en ese sentido Neulengbach no era diferente del resto de la provincia de Austria. Debes haber estado enterado que en algunas casas de alquiler veraniego había letreros como "sólo para buenos cristianos", y que tan sólo unos pocos años atrás se representaban obras teatrales con temas en los que se fomentaba el antisemitismo. Sin embargo, quiero creer que te sentías relativamente bien aceptado. Seguramente, esos sentimientos se afirmaron al casarse mi padre y mi tío Óscar con muchachas lugareñas no judías, hecho que, a diferencia de Omama, no afectó tu relación con ellos. Es más: tengo entendido que sentías cierto afecto por mi madre. Me gustaría que de alguna forma pudieras saber cuánto significó para ella esa aceptación tuya. Por otro lado, la abuela nunca vio con buenos ojos que mamá, cuyos padres católicos vivían frente a la estación de tren, se casara con papá. Eran amables. Lástima que nunca tuviste oportunidad de tratarlos. Espero que esa diferencia de puntos de vista entre tú y Omama no haya originado fisuras en la relación entre ustedes. En uno de mis sueños en relación a Neulengbach me encuentro en la cocina, caliente por el fuego de la estufa, haciendo dibujos en lo empañado de una ventana y viendo a mi madre que parece sonreír al estar platicando contigo.

Pero la actitud de la gente cambió después del Anschluss1. Sé que te resulta difícil comprender por qué. Lo mismo, o mucho peor, les sucedió a la mayoría de los judíos en situaciones similares. No me es difícil imaginar la cadena de sucesos. Personas que antes te saludaban con cierta cortesía fueron evitando cruzarse contigo. Clientes de todos los días pasaban de largo por la tienda. El peluquero se mudó a otro sitio en el pueblo. Los inquilinos comenzaron a pagar la renta, sin hablarte. Luego a ya no pagar. Poco después, los negociantes del pueblo ya no te vendían mercancía; ignoraban tu presencia. Ya nadie te devolvía el saludo. No faltarían mozalbetes de las "Juventudes Hitlerianas" que te dijeran que más te valía largarte de ahí. Cerraste la tienda. Las autoridades no tardaron en clausurar la casa de rezos con sellos de muchas svásticas. Nunca volviste a ver a tus correligionarios.

Pero revivamos tiempos mejores, Opapa.

Los veranos y los principios de otoño eran las épocas del año que más disfrutabas. Lo sé. Lo viví. Era cuando venían los parientes de Viena. Los Schwebel y la familia de Omama, los Kallenberg. Cuantos más, mejor. ¿Recuerdas aquella ocasión en que se juntaron más de sesenta personas? Todo mundo se acomodaba donde y como podía. Los menores a veces dormíamos en el desván, donde guardabas la fruta y la legumbre. Con los niños visitantes se multiplicaban las oportunidades de juego. En días soleados te sentarías en el quiosco para fumar tu pipa, platicar con los mayores o vernos trepar árboles, recolectar zarzamora o retozar en la gruesa capa de hojarasca que en otoño cubría la huerta. Con tanta mamá judía no escaseaban los abrazos y besos, y nunca faltaba que comiéramos pollo. ¡Y cómo reímos -tú incluso- cuando en una ocasión, por usar el cuchillo con el filo al revés, se te escapó cacareando histéricamente una gallina! A veces nos llevarías al campo de fútbol, donde los domingos se efectuaban partidos entre equipos de poblaciones circunvecinas. Y por las noches jugarías a las cartas con tus hijos y yernos, nos darías alguna lección de escritura hebrea o te dedicarías a reparar el reloj de algún pariente. Todavía te veo, bien concentrado en tu trabajo, tu lente de aumento encajado en un ojo. Ahora que te miro ahí, tus manos un tanto toscas agarrando el pañuelo para secar el sudor de tu frente, pienso que tal vez no te fue fácil dominar ese oficio. Me hubiera gustado que pudieras decirme cómo y dónde fue que lo aprendiste. En ocasiones nos sentaríamos en tus rodillas para escucharte hablar de judaísmo o, como recuerda mi prima Dita, para arrancarte canas, siendo remunerados con un Groschen por cana, o también, como bien recuerdo yo, cortar alguna verruga de tu cara con un hilo de coser. ¿Te acuerdas, Opapa? Te visualizo dando tu vuelta diaria por los linderos de tu propiedad, como afirmando que al fin habías logrado poseer algo muy tuyo, algo que no podrías ya perder.

El hombre está escudriñando el pasado en busca de algún sostén para aligerar la congoja que lo tiene hecho nudo. De momento aparecen indicios de placidez en su cara. ¿Se imagina, tal vez, estar dando ese paseo diario en compañía de un familiar? Al tratar de aferrarse al recuerdo de alguna conversación amable, se impondrían las voces y marchas desde el Wirtshaus . Al poco rato vuelve a apoderarse de él la angustia que induce el retorno a la realidad. Sabe que le esperan tiempos muy difíciles: debe internarse en el asilo para ancianos judíos en la Seegasse de Viena, donde años atrás había estado recluida su madre. Visualiza los días de visita, lo austero y deprimente del lugar, el ambiente saturado de olor de cuerpos viejos. ¿Y a él, quién lo visitará? Lo dejarán ahí hasta su muerte? ¿Y qué será de su hija, que no ha dejado de permanecer a su lado? Le concederá el destino vivir un verano más en el Haaghof?

Por encima del castillo comienzan a acercarse nubes oscuras. Un airecillo acarrea el hedor de remolacha podrida de los terrenos de almacenamiento. A toda velocidad se acerca el tren rápido proveniente de Alemania. Al pasar por la estación el conductor parece acelerar, como no queriendo saber de judíos tirados en los andenes. Hieren las miradas de la gente. Hieren las no miradas, como la del jefe de estación, viejo conocido, quien, luciendo su uniforme nuevo, no deja de pasar frente a la pareja. Hieren las svásticas y los retratos de Hitler, presentes por doquier. Las moscas se concentran en el abuelo y su hija como si fueran la única basura del lugar.

Con un lamento los rieles anuncian el aproximarse del tren de Sankt Pölten. Aparece la locomotora envuelta en un humo negro que rápidamente se extiende por el andén. Los frenos emiten su ronco chirrido. El tren se detiene con brusquedad, ocasionando que los vagones vibren por un instante. La pareja tiene dificultad en subir con las maletas porque el jefe de estación hace señas que se apresure. Momentos después el tren, ya acelerado, pasará junto al Haaghof. Mi abuelo no podrá evitar dirigirle una mirada. Cerrará luego los ojos, pero la imagen insistirá en no desaparecer. No los volverá a abrir hasta llegar al Westbahnhof de Viena. Es su penúltimo viaje. El último será a Treblinka.1

Se esfuma el humo negro. La estación retorna a su calma rutinaria. Subo. Asiento de ventanilla. Con suavidad el tren se pone en movimiento. A los pocos segundos aparece y desaparece el Haaghof con su tejado renovado. Al cerrar los ojos la imagen que persiste, y que siempre persistirá, es la que mi abuelo vio por última vez. Me despido de ti, Opapa. ¡Cuánto deseo que en los momentos más difíciles no dejen de acompañarte los recuerdos de aquellos tiempos!

En cuarenta minutos estaré de regreso en Viena.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06