Encuentro en la Ciudad del Olvido

José Candás

El desierto se extiende en su árida inmensidad. Sobre las dunas, una figura distante lo cruza a todo galope. Retando al calor, el caballo y su jinete enfrentan la furia del viento, orientándose con ayuda del sol y las estrellas.

Si alguien los mirara de cerca, notaría que su pequeñez es sólo en relación con el paisaje, pues tanto el Hombre, como el caballo al que monta, son magníficos. Él, vestido con ropa eficaz para desviar el calor y combatir el frío, va cubierto de los pies a la cabeza, oculto el rostro para protegerlo de la ventisca; y el animal, un semental de claro pelaje, se confunde con su amo, formando un centauro imposible, un espectro que viola la serenidad interminable de las dunas.

Cabalgan día y noche, deteniéndose sólo para cubrir las necesidades requeridas para subsistir en la carne. Ambos dormitan bajo el cielo, se detienen para comer y beber frugalmente, e interrumpen su camino bruscamente cuando sus cuerpos han llegado al límite, abandonándose al placer que les produce desechar sus propios venenos.

Así, los días se acumulan, se funden unos con otros, licuándose en la monotonía de un viaje sin fin ni razón aparente. En la cabeza del jinete surge una y otra vez la idea de regresar, de dar media vuelta y buscar un oasis, una caravana, un burdel ambulante; cualquier cosa que sacie sus apetitos.

Pero no puede. Aunque lo desea, no logra evitar el llamado que escucha en su interior. Es apenas un susurro, pero lo perturba como jamás le ha perturbado algo en mucho tiempo. Por eso continúa, cabalgando por parajes inhumanos, desteñidos por el sol.

Finalmente, a la hora menos esperada del crepúsculo, aparece en el horizonte un punto. El jinete, al verlo, reconoce, con un escalofrío que apenas logra controlar, que por fin ha llegado a su destino.

Sorprendido, detiene al caballo. Sólo quedan visibles tras los jirones de su vestimenta un par de ojos negros que arden en sus cuencas con fanático fulgor. Ha reconocido en ese punto el lugar al que jamás pensó volver: la innombrable Ciudad del Olvido, capital de la perdición y madre de la humillación.

Frente a ella, frágiles fragmentos de una vida distante surgen de su memoria, cortando y penetrando el presente, develando las imágenes de un joven frágil, de un juramento visceral, de un cráneo sangrante sobre la tierra, y otro, y muchos más, acumulándose uno tras otro hasta formar una montaña de huesos desnudos; un camino desdibujado, el olor de la sangre ajena y del vino, de la carne abundante y de la primera mujer.

Por un momento, el jinete no es capaz de actuar. Quisiera alejarse de ese lugar y no volver nunca, pero la llamada interior le ordena seguir. Su voluntad es fuerte, pero la orden se convierte en un alarido, en una imposición inaplazable. El Hombre, fiel a lo que escucha, azuza a su caballo y ambos se lanzan hacia ese lugar, con la desesperación de quien desea acelerar la desgracia para superarla pronto.

Falta poco para llegar, pero el caballo está mortalmente agotado. Desgastados sus músculos y órganos por la arena, que muele y debilita a los intrusos, anuncia su muerte con un relincho hiriente. El jinete sale disparado de la silla y cae al suelo. Le duelen todos los huesos, pero se levanta pronto, a sabiendas de que un cadáver, aun siendo animal, llama a la muerte cercana. Con una compasión que no podrá sentir jamás por los hombres, el jinete tranquiliza a su montura y la abraza por el cuello. De un solo tirón lo rompe, y su agonía se disipa con un crujido.

El Hombre toma sus cosas del cadáver y emprende a pie lo que queda de camino, desprendiéndose de aquello que le estorba, incluyendo los jirones que lo cubren. En las puertas de la ciudad, los últimos rayos de sol lo exponen sin pudor: la melena hirsuta, la nariz rota y enérgica, los labios feroces. Su cabeza es grande, de mandíbula cuadrada; descansa sobre un cuerpo musculoso, expandido por el tiempo y la rudeza. Su piel desnuda es un mapa curtido por el sol que expone los accidentes de su vida, cicatrices y señas de incontables batallas, de derrotas y victorias, de luchas salvajes y redadas a traición. Es un extraño en su propia tierra, un libro de aventuras sin abrir, un guerrero solitario que no quita la negra mirada de la ciudad, a sabiendas de que ahí está la respuesta a su destino errante. O su tumba.

La Ciudad es inmensa, y de ella se desprende una extraña y penetrante pestilencia. Desde el desierto no parecía insalubre, pero una vez cruzado el umbral la decadencia es evidente. El Hombre recordaba una metrópoli más opulenta e intimidante, saturada de aromas prohibidos, de rostros vivaces y placeres ajenos; nada que ver con el presente marchito que lo rodea.

Deseando salir cuanto antes, se adentra por los infectos callejones, ignorando los oscuros rincones, las proclamas que le dan un aspecto de leproso a cada muro, cerniéndose sobre su figura con la intención de aplastarla, de contagiarle su infección.

El Hombre busca en su memoria, y trata de identificar las ruinas, que se sostienen por un milagro de la nostalgia, pero es imposible. La gloria se ha fugado, dejando atrás habitaciones lóbregas y ventanales quebrados, que al paso del viento aúllan y lamentan los pecados que la hundieron en la decadencia.

Sólo él, quien se arrancó el recuerdo de la ciudad para vivir otra vida instalado en la barbarie y la violencia, puede cubrir la miseria con un manto de piedad. El silencio sepulcral de una ciudad muerta siempre es tolerable, siempre y cuando uno esté acostumbrado a vencer tras la batalla, a ser el único en pie en medio del océano de sangre, decidido a no dejarse arrastrar por las mareas de muertos que se agitan en macabras olas de miembros y torsos desgarrados en medio de los campos.

Pero uno jamás está preparado para ver a los cuerpos salir de sus casas, andar por las avenidas, y ejercer actos reservados para los vivos. Los habitantes de la ciudad salen y realizan su rutina, enfundados en sus cuerpos marchitos, que resguardan almas aún más marchitas.

El Extraño, horrorizado, va a dar la media vuelta, cuando una voz, frágil pero clara, lo hace reaccionar, con una suave pero contundente orden.

-No.

-Debo irme-, contesta el extranjero, tratando de librarse de esa orden imperiosa que no lo abandona nunca. -Aquí no hay nada que hacer. Si me quedo moriré demente.

-Tú has vencido cosas peores-, es la respuesta, un lamento que se vuelve mandato, que no abandona su autoridad. -¿Acaso olvidaste a todos los monstruos que ultimaste? ¿O fueron sólo un sueño todos tus contendientes, todos tus enemigos, que en arenas y campos, en combates en el mar y en la selva, y en las cortes revueltas por la avaricia mordieron el polvo por obra de tu brazo y tu habilidad?

El Extraño reacciona a esa llamada a su amor propio, y conteniendo la angustia y el asco, da un paso, y luego otro, hasta que sus gruesas piernas le obedecen de nuevo, y el temor se disipa. El Hombre nota que los muertos que caminan junto a él no son seres inertes, levantados por alguna fuerza hechicera. Son sólo hombres y mujeres, personas vivas como él, por lo menos físicamente. Su desgarbo y su apatía los traicionan, lo cual, aunado a sus ropas raídas, les concede un desagradable aspecto de zombi, de muerto empecinado en vivir.

-Ven-, dice la voz. Y él sigue. En las miradas vacías, encuentra un ansia cruel, una fascinación que se mezcla con la sorpresa de lo inusual. Sabe que la coraza de su aspecto incivilizado crea expectativas y rechazo, pues es distinto y sin clase, pero en él se encuentra el vigor y la fuerza que a ellos les falta.

Los rostros enjutos o caídos no le quitan los ojos de encima, pero no se acercan, y gracias a ello puede avanzar. Sabe que si quisieran atacarlo los acabaría a todos como si fueran de papel, pero no se confía. Huele en ellos un ansia voraz, un afán por absorber su ser. Mas vale alejarse. Una luna rota y sangrante como un alfanje en la batalla ha aparecido en el cielo sin estrellas, y él sabe que tales signos celestes no auguran ni paz ni buen fin.

Tras cruzar varias calles agrietadas, en uno de los pasajes ha encontrado la soledad, donde puede suspirar con alivio. Por doquier, en los puestos de ese mercado donde venden frutas agusanadas, entre la clientela indiferente que finge comprar, en la vendedora de flores ajadas, en los burgueses de actitud ridículamente pomposa, que se pasean con sus ropas harapientas y sus rostros recubiertos de afeites agrietados, en las putas famélicas de la plaza que desde lejos lo tientan; en todos ellos encuentra la absoluta miseria.

Le parecen espectros terribles, estáticamente pendientes de sus movimientos y sus actos, dispuestos a lanzarse a una orden sobre él por mil y una razones inexplicables: su sangre, ligera y caliente en las venas pulsantes; su alma, puesta en vilo por diversas deudas con las leyes divinas y humanas, pero aún de su propiedad; o la simple apariencia de vitalidad, quizá no permitida en ese lugar.

Incluso los niños, esas criaturas que jamás han necesitado permiso de nadie para estallar, arrastran los pies, jalando sus carricoches sin llantas, con las pupilas encogidas en sus cuencas. De todas las imágenes macabras, estas son las peores. El Bárbaro, curtido en el desprecio, es indiferente a la miseria ajena, excepto a la de los pequeños, y aunque se había empeñado en dejar atrás todo vínculo con el pasado tortuoso, la muerte y el dolor de los inocentes que había encontrado en su camino aún le duelen y torturan a él como si lo recibiera directamente sobre su propio cuerpo, multiplicado mil veces.

En la fría y húmeda penumbra de un túnel, recupera el aliento perdido. La peste no ha perdido su hediondez, pero ya está lejos de los espectros, y eso lo tranquiliza un poco, justo antes de sentir su piel estremecerse por algo ajeno al frío o a la atmósfera. Algo se acerca, y sin buenas intenciones. Una voz rompe el silencio, y le hace ponerse alerta, con la mano cerca de la espada.

-Vaya, lo que uno encuentra en las noches-, dice alguien desde la oscuridad.

-No es fácil toparse en las cloacas con fuereños perdidos-, le responde otra voz, tan aguda y cruda como oscura y tétrica es la primera.

-Y tan bien alimentados.

Al extraño se le borran de súbito todos los horrores anteriores, y por su cuerpo corre la adrenalina, creando una sensación de energía que lo pone en tensión, pero que a la vez le resulta placentera.

Lentamente se le aproximan. Son dos tipos de aspecto sospechoso: uno rubio, con cara de roedor y ávidos ojos, y el otro alto y moreno, con dos rendijas en la cara, una nariz aplastada, y un refulgente objeto en la diestra que no promete nada bueno.

-Los forasteros siempre traen algo de valor. Creo que sería recomendable confiscarlo para que no se pierda-, dijo el rubio, mirando de reojo a su compañero.

El Bárbaro no le quita la vista a ninguno de los dos, en particular al moreno. En cierto momento sus miradas se encuentran, y en medio de las tinieblas se atraviesan feroces, escrutando al enemigo, antecediendo el choque inevitable. Ambos se levantan, mostrándose a sí mismos de modo intimidante. El moreno de nariz destrozada casi toca el techo del túnel con la cabeza. El más alto, al notar su ventaja, le lanza al extraño una sonrisa despectiva, pero eso es lo último que hará en vida. De repente el Hombre se lanza contra él, golpeándolo en el vientre con la cabeza, y sujetándolo de la cintura con los brazos. Es un movimiento rápido y explosivo que sirve muy bien, pues el oponente cae como un fardo sobre los charcos, con el cuello roto y la cabeza aplastada, definitivamente fuera de combate.

-¡Muere...! -, escucha el extranjero a su lado la voz del rubio, pero la orden funciona a la inversa. El ladrón no tiene tiempo de esquivar la espada, que de golpe le corta el abdomen. Serpientes sanguinolentas brotan de su vientre, caen a sus rodillas, y finalmente el cuerpo se dobla, encogido en su propia sangre. En una de sus manos llevaba un puñal de hierro templado, que el Hombre toma de entre los dedos inertes. Es una pieza pequeña, pero eficaz, fabricada en la región de las nieves eternas. Si hubiera girado con menos prestancia, con seguridad el pequeño le hubiera cortado el cuello, o le hubiera atravesado el corazón. Pero la historia es otra y es su saga la que prevalece.

Mira de reojo la sangre que mana de sus cuerpos y que se mezcla con el fango del túnel: otros dos muertos a su cuenta. Si de algo estaba seguro, es que el día que él muriera, no se los iba a encontrar en el más allá. A otros a los que había matado era seguro que los enfrentaría otra vez, pues eran sus iguales, y habían muerto defendiendo algo valioso, en lo que creían o que requerían defender para sobrevivir o alcanzar alguna meta. Sus causas, más allá de cualquier juicio, eran honorables, lo que no se puede decir de dos miserables rateros, carentes de redención alguna.

El Hombre pensaba que su muerte, desde ese día lejano en que había despojado de su vida por primera vez a su primer contendiente, estaba echada de manera irrevocable: los asesinos y los guerreros sólo pueden morir en la guerra o a manos de otros asesinos, y si son hábiles, se convierten en los señores de algún lugar.

Mientras trata de vislumbrar en la penumbra del túnel a aquel a quien debe pagar su deuda de almas, la voz se hace escuchar:

-Tienes que venir ahora. No puedo soportar más-. La orden es totalmente tajante, pero a la vez más lejana y débil que nunca. -Ayúdame.

La agonía que proyecta es tan fuerte, tan terrible, que el Hombre se percata de que aquella puede desaparecer en cualquier momento. Y el sólo pensamiento de que esa posibilidad sea real lo invade de tal modo, que en su corazón aparece un sentimiento que creyó jamás tener que enfrentar nunca jamás: el miedo a perderse a sí mismo.

Su piel curtida palidece, y en su rostro de piedra se desencaja la máscara de ira y repudio, dando paso a una tensión casi olvidada. Por primera vez en años, el Bárbaro de sangre fría e impulsos animales admite para sí mismo que si esa voz se desvanece, se encontrará a sí mismo en medio de la nada, y que su vida, forjada esforzadamente con sangre, sudor y semen, no valdrá nada.

Si quiere sobrevivir, debe llegar a su destino, enfrentar esa voz moribunda, y responder el enigma que exige una pregunta. Rápidamente limpia su espada en la ropa del cadáver moreno, la guarda en su funda, y orientado por la voz cada vez más lejana, echa a correr a través del túnel.

Este parece más breve de lo que es en realidad. Entre sus tinieblas, el extraño corre a ciegas, orientado por su olfato, por el viento que enfría su piel sudorosa, por el simple instinto que lo agita.

A veces parece que se dirige a los sótanos de la ciudad, mientras que en otras partes del túnel éste va en ascenso. Corre percatándose de las ratas, gordas como perros, y en las cucarachas que caen de los techos sobre sus hombros desnudos. En ciertos lugares se hunde en el lodo viscoso y en detritos inmemoriales. Él no se detiene por esto, ni por el cansancio y el esfuerzo febril. El temor a quedar desvalido, sin la voz en la cabeza como orientación y motivo, lo obliga a continuar sin descanso.

Quizá si se detiene, podría ver que las maquinarias interminables que yacen desvencijadas en varios puntos de los túneles. Son estas los restos de una civilización presente, pero totalmente avejentada, que ha olvidado su propia gloria, y el sentido de sus obras para convertirse en los laberintos por los que vaga un hombre desesperado.

El Hombre continúa su carrera hasta que sale por fin a la superficie. Por fin se detiene, agotado por la frenética carrera. Al poco tiempo descubre que la voz se oye más débil que nunca, pero que la escucha mucho más cercana. Al mirar al frente, se encuentra en una gran plaza. Como el resto de la ciudad, la decadencia y el descuido han dejado sus secuelas por todo el lugar.

Los árboles resecos extienden sus ramas al cielo suplicando por una lluvia que jamás caerá. Por doquier hay basura, que se acumula en montones, rodeando una estatua cacariza y desgastada de un prócer olvidado que monta un bulto despostillado. Mantiene una pose autoritaria e inútil, carente de cabeza, de sentido.

La voz en la cabeza del Hombre apenas es audible, pero el monumento señala con una mano amputada hacia un edificio, el único en pie entre las ruinas. Él lo reconoce: es un teatro, con sus grandes vitrales intactos, que dejan pasar desde su interior un rumor creciente, las voces de una multitud encerrada entre sus paredes.

El extraño mira hacia ese lugar, tan lleno de vida, tan contrastante con el lúgubre panorama. Por sus venas la sangre corre apurada, y el corazón estalla emocionado: es ahí, donde se debe dar la cita, donde se dará el encuentro.

Aspirando profundamente, el extraño camina hacia adelante, y cruzando la explanada, camina decidido a descubrir a cualquier costo el sentido de su búsqueda.

Lentamente cruza el umbral, sin preocuparse por la suciedad que lo cubre. El edificio, a diferencia de todos los otros, se encuentra en perfecto estado. Una vez superadas las suntuosas puertas de brillante ébano, todo en derredor brilla lujosa e inmaculadamente, sin signos perceptibles de decadencia. La pestilencia incluso se ha disipado, aplastada por los aromas mezclados de provienen del interior de la construcción: las maderas aceitadas, el cálido aroma de selva domesticada, el humo del tabaco, las esencias más dulces, y la fragancia vegetal de los helechos, cuyas hojas caen sobre los suelos encerados.

El extraño se siente en otro mundo, extraño a él; en otra dimensión de encantamientos y conjuros ajenos a su figura recia, a la dureza de sus costumbres. Y sin embargo, también le resultan familiares. Dolorosamente cercanos.

Y entonces, invadido por el miedo, recuerda: ¡Es en el teatro! Ahora puede verse a sí mismo, un niño totalmente distinto a como es ahora, entrando en el ritual, adquiriendo las entradas, contemplando fascinado el ornato, asumiendo con la mirada todo el universo aún sin descubrir, sin el peso del temor y del hastío. Ese ser, ese niño que el Extraño fue alguna vez, se había transformado, había dejado todo eso atrás, creciendo y abjurando de la fascinación, hasta convertirse en ese hombre salvaje y huraño, cuyo reflejo en el piso señala inexorablemente a las puertas de la sala.

El ver su propia imagen, profana en su rudeza contra la refinación que lo envuelve, lo hace consciente del ruido que proviene del interior del teatro. De momento, le parece que los sonidos son producto de algún escándalo público, tan común en los barrios más vulgares de cualquier ciudad de regular tamaño. Pero no está en un arrabal cualquiera, sino en un recinto civilizado. Los gritos, las exclamaciones, los abucheos y rechiflas que se escuchan, amortiguadas por las puertas y los muros, no pertenecen a un público educado. Son reclamos soeces de una turba fúrica, embravecida ante un espectáculo de su misma naturaleza. La furia hecha alarido resuena amenazante, y el Hombre los escucha con una angustia creciente, aprendida en la infancia y falsamente enterrada bajo la aventura y el tiempo.

Ni siquiera en la arena, donde los luchadores peleaban a morir, y donde el olor de la sangre derramada por vencedores y vencidos enloquecía a las audiencias insaciables causaba tales escándalos. El Hombre conoce esos lugares, sus atmósferas cargadas de dolor y angustia, y los terribles resultados de los encuentros. Él salió avante siempre, muchas veces como absoluto triunfador, y otras más ayudado por la suerte y una dosis extra de gozoso salvajismo. Pero ese ambiente tenía lugar en recintos malolientes, en arenas de muy baja estofa, fomentadas por el hambre y la miseria más profunda. No en un teatro impecablemente conservado, y entre un público bien alimentado.

Invadido por la curiosidad y un extraño sentimiento, el Bárbaro camina hacia las puertas. Sus pasos se aceleran, al igual que su corazón, cuando se percata de que la voz en su cabeza ha guardado silencio. Es en ese momento que una idea terrible le congela la sangre.

-El encuentro es ahí dentro-, se dice a sí mismo, sin abrir los labios, como si así pudiera aumentar su movilidad. Sus fuertes pasos, al principio dados con precaución, se convierten gradualmente en una carrera frenética hacia las puertas que conducen a la butaquería. A pesar de que todas sus energías están concentradas en llegar a ellas, en alcanzar las manijas de hierro y abrirlas de par en par, algo más fuerte que sus piernas y su voluntad lo frenan. Todo es irreal, y sin embargo la emoción y la desesperación son tangibles y se baten dentro de su corazón, en el presentimiento inquietante que le habla de un peligro terrible como ninguno que hubiera enfrentado antes en su larga vida de aventurero.

Ojalá que nada lo hubiera conducido a ese lugar maldito, pero ya era tarde para arrepentimientos. Ahí, alcanzando la manija, no existía más retorno, arrepentimiento o cambio de parecer. No hay opciones salvadoras ni subterfugios.

Y además, él no los necesitaba.

La decisión, como todas las de su vida demencial y salvaje, llega en el momento exacto, con la impostergable inmediatez de lo inesperado. Abriendo las puertas, se abalanza dentro del teatro, dispuesto a encarar lo venidero. Invoca a su dios indiferente y sanguinario, con la indiferencia y crueldad que exige para alcanzar su bendición, y se lanza al vacío de lo desconocido.

Jamás, en todas las lunas que habían pasado sobre su vida, hubiera imaginado ver un espectáculo tan extraño y terrible -por lo absurdo y ridículo- como el que sucede en la sala. Nadie, de la nutrida multitud que ocupa las butacas y los palcos dorados, repara en su presencia. A pesar del contraste entre el bárbaro musculoso y sucio, y la variada audiencia, todos ella vestida sin excepción de rigurosa etiqueta, nadie voltea a verlo.

La elegancia reina en el vestir del auditorio: Chaqués de seda y terciopelo, corbatas de diversos y exquisitos colores, trajes de cortes impecables; las mujeres, emperifolladas con los maquillajes y afeites más llamativos y espectaculares, visten los ropajes y conjuntos más elaborados y sorprendentes. Pero todos ellos se concentran en la extraña y estúpida tarea de insultar y denostar de todas las maneras posibles a la variedad que se desarrolla en el escenario oscurecido.

De pie casi todos, apasionados y embebidos en el vituperio implacable, le impiden ver al Hombre cuál es la causa de tal descontento. Le sorprende que nadie retire el motivo de las quejas. Incluso sería más sano -en su opinión- retirarse de sala.

Pero no lo hacen. Mas bien pareciera que ese es el propósito: la furia enardecida, la ira vil. Y entonces, por una rendija entre toda esa masa de cuerpos elegantes, puede ver por fin el show en todo su esplendor.

No lo hubiera hecho. En medio del escenario oscurecido, clavado al proscenio por un haz de luz, yace un cuerpo pequeño: un niño vestido de harapos, aplastado contra el tablado por la gritería y la intimidación ejercida por la audiencia. Lo custodia, a una distancia razonable del público soez y los proyectiles, un joven obeso y de expresión porcina; un arbitro que se niega a tocar el silbato, un verdugo.

En el pasillo, el extraño siente que el corazón se detiene dentro en su pecho con un latido que amenaza con hacerlo reventar. Ni en sueños pensó ver una escena semejante, tan absurda y a la vez tan maligna.

No entiende como esa gente, tan plácida y próspera, rodeada de lujo y satisfacción, puede hostilizar de semejante forma a un muchachito indefenso, humillado hasta niveles que ni siquiera los sátrapas más retorcidos hubieran concebido para sus enemigos, atrapados en sus calabozos y salas de tortura.

Él, que la conoce por haberla experimentado en tantas ocasiones, la repudia y le repugna. Siempre lo ha hecho, y para combatirla la ha enfrentado tantas veces como ha podido en su viaje interminable, contemplando a su alrededor la forma rastrera en que los hombres la reciben sin decir nada, sin inmutarse, e incluso resignándose a experimentarla un día tras otro por motivos absurdos. Pero este que ahora contempla es demasiado. Exageradamente sutil para su mentalidad adaptada a lo concreto, refinadamente perverso para quien cruza el mundo manteniendo su distancia frente a los juegos del poder. Armados con frutas podridas, los espectadores subliman su frustración, su miseria, su podrida naturaleza, lanzando sus humores contra el frágil cuerpecito del niño, que no parece tener ni diez años.

Los gritos intolerables, la densa atmósfera cargada de odio e impúdica morbosidad, los rostros deformados por la cólera, el ritmo intolerable y el roce combinado de los cuerpos unidos en una sola actividad. Todo ello le parece al Hombre la antesala del infierno. El Extraño, por primera vez en años, siente un temor real, que le aplasta la razón y lo paraliza como miles de cadenas. La angustia traicionera lo mantiene impotente frente a la chusma que aumenta sus reprimendas contra el jovencito, que no luce cadenas o grillete alguno.

¿Por qué no te vas? ¡Nada te detiene, nadie te impide escapar!, le grita en silencio, incapaz de expresar ningún sonido.

Sólo sus ojos dejan salir la desesperación que siente, la impotencia inexplicable a la que está sometido. Se siente morir en el umbral, sostenido de los cortinajes con las manos, como si a sus pies sólo existiera el abismo sin fondo, y no la alfombra. Del musculoso nómada queda únicamente una estampa frágil, irreal.

El rostro duro ahora es pálido, las hogueras se han hundido en sus cuencas, y las fuertes manos tienen los nudillos casi blancos, grisáceos por la sangre paralizada en las venas. Una arcada amarga y fría se posa en su garganta, ahogando su respiración. Todo lo que lo rodea es intolerable, y aunado a la gritería, se convierte en un amasijo ininteligible, en un lugar sin centro ni orden.

Entre todo ese escándalo, casi como un accidente, el Extraño ha escuchado un ruido más. Al principio es apenas audible, pero pronto sé vuelve más nítido y claro, hasta hacerse notar sobre la demencia. Es un llanto, un lamento agudo y concentrado, una última llamada de ayuda.

Y entonces todo es más claro. Es la voz, llamando desde adentro. Pero no sólo desde la memoria. El grito vibra en todo su cuerpo, en las entrañas vigorosas, en cada fibra muscular, en la espalda sudorosa, en el sexo siempre dispuesto.

Y también, inexplicablemente, desde el escenario, partiendo de la víctima hundida frente a todos. La conciencia vibra, se renueva, se sacude el hálito mortal, y con eso es suficiente, aunque el esfuerzo requiera un estallido increíblemente agotador. Es el momento en el cual el Bárbaro entiende todo y logra aprehender su propia cordura en medio del pandemónium. Y entonces vuelve a ser él y puede poner un alto a la demencia, que estalla en su cabeza y en su boca:

-¡¡ BASTA!!

La orden sale salvajemente de los pulmones, resonando por todo el teatro y paralizando a la concurrencia. Su voz suena extraña tras días enteros de silencio, sonora y a la vez entumecida, visceral. La audiencia guarda silencio y voltea lentamente, para ver al gigante semidesnudo, recién salido de alguna pesadilla. Y al momento de cruzar miradas se establecen las reglas.

Los ojos negros se prenden en llamaradas ardientes, amenazando a los presentes, y estos le responden con otras tantas. El sortilegio se ha roto, y todo recupera su condición: las piernas lo soportan de nuevo, con los pies bien plantados en la alfombra; sus brazos y sus puños están listos y dispuestos a romper los cráneos necesarios para el rescate, y el ambiente está cargado de la intensa energía que emana su cuerpo.

Sin quitarles ojo de encima, el Hombre camina por el pasillo hacia el proscenio, donde el chico, debilitado por la larga degradación a la que ha sido sometido, ha perdido el sentido.

De un salto sube a escena, haciendo a un lado al vigilante. El niño, cubierto de fruta podrida, es una imagen lastimera y triste. Demacrado, flaco y pálido, derrama en forzado silencio lágrimas ardientes, imposibles de destilar, tras largas horas de desesperanza.

Lentamente, el Hombre se acuclilla junto al niño, poniendo las manos sobre la pequeña cabeza, y pronuncia las primeras palabras de consuelo que jamás hubiera dicho antes.

-Ya acabó todo. Este circo ha llegado a su fin, y tú vienes conmigo. Aquí estoy, como lo pediste.

Su voz, amablemente incómoda, suena hueca e indefinida, pero no le resulta ajena. Él no es hombre de frases hechas. Su lenguaje es el de la sangre y el fuego, pero el niño, abriendo los ojos, entiende el mensaje y se relaja entre los brazos musculosos, incorporándose lentamente, con la seguridad de que la salvación ha llegado.

De repente, el silencio se quiebra y la concurrencia estalla en gritos, hasta que la histeria invade el recinto con una fuerza mayor que la utilizada durante la tortura. El extraño gira hacia la multitud, que comienza a ganar poder, y de golpe, se dirige contra ellos con una ira que ni todos ellos juntos podrían igualar, capaz de acallar el motín.

-¡Malnacidos! ¡Hijos de la gran Puta! -, grita con voz de trueno, haciendo temblar el aire y congelando a los espectadores. -¿Acaso están molestos de que los despoje de su entretenimiento? ¿No pueden vivir sin el dolor ajeno? ¡Vengan aquí, perros! ¡Yo tengo el dolor que se merecen!

Al decir esto, se coloca en posición, esperando el ataque seguro de la chusma demencial, y de un tirón saca la espada, afirmando su intención. La atmósfera se vuelve al instante más densa aún. Las mujeres y los sujetos más pusilánimes escapan a toda velocidad, y rápidamente se escabullen por las amplias puertas, percatándose de que la muerte ha entrado en el recinto.

Únicamente quedan un grupo de hombres, aptos y furiosos para el combate. Algunos sacan de entre sus ropas puñales, dagas y espadines de filosas hojas, en las que se reflejaban sus rostros contraídos y sus biliosos gestos, mientras el resto arranca las butacas y los herrajes para usarlos como garrotes.

Contra esta multitud, compuesta de un ciento de hombres indignados por la clausura súbita del espectáculo, se opone únicamente un hombre solo, armado con una gran espada y la daga rescatada del laberinto, y un jovencito indefenso, que mira a su salvador fijamente, aún dudando de su libertad.

Parece que todos están congelados, temerosos de comenzar la lucha. Pero esta tensión resulta insostenible, y finalmente uno de los hombres, traicionado por sus propios nervios, salta hacia adelante dando un grito cargado de duda.

Segundos después, un relámpago metálico rasga el aire, y la sangre salta, dulzona y caliente, trazando una estela escarlata, mientras una cabeza congelada en un rictus de inútil furia vuela por los aires. Ya nadie se percata de este primer caído, pues el primer golpe está dado y todo lo demás carece de importancia. El destino está marcado, pero sólo el vencedor lo conoce.

-¡¡¡¡¡¡MUERAN!!!!!!

Todo fue tan rápido que no pareció una batalla. Solo un rápido parpadeo entre dos instantes, una intensa tormenta de metal, opacada por la sangre viscosa. Apenas algún grito, un estertor ahogado, un silbido al cortar limpiamente la carne, dejando caer sus secretos.

De pie en el proscenio, el niño, ahora con los ojos muy abiertos, se convirtió en el único testigo de una breve, pero impactante matanza. Bastaron unos minutos para que el extraño exterminara a toda una banda de hombres armados.

Ellos poseían la ventaja numérica, pero su oponente, a pesar de estar solo, estaba armado con su odio y con la furia del mundo que adoptó al dejar la civilización. Y contra esas armas ni siquiera un ejército entero puede combatir sin verse acabado.

El teatro quedó teñido de sangre. Los cadáveres alfombraban el suelo, y sus entrañas yacían fuera de los vientres reventados. Muchos de los combatientes huyeron despavoridos al oler el fracaso, dejando a los demás a su trágica suerte. Y en medio de esa carnicería, una figura corpulenta, cubierta de sangre de la melena hasta los pies, mira su obra, aspirando el aire fétido y dulzón como el vencedor único, aún borracho por su propia adrenalina.

Su imagen es demoníaca, mas no exenta de una belleza macabra, intolerable. Y sin embargo, algo está roto en esa estampa, contemplada por el niño desde el escenario: de los dos ojos insondables brotan dos lágrimas, dos ríos abiertos tras años de sequía, que limpian a su paso la sangre y la mierda, dejando hilos bronceadas en el cuajarón escarlata que le cubre el rostro implacable, congestionado. El llanto silencioso se escurre por la mandíbula tensa, por el grueso cuello, sobre la piel velluda y las venas congestionadas.

A pesar de que haber enfrentado a la muerte una y mil veces antes, sin sentir pena o lástima, al Hombre le ha llegado el momento de voltear y cuestionarlo todo, poniendo en vilo las razones que lo condujeron a ese lugar, que le han hecho transitar entre batallas y cuarteles, de congal en congal, y entre tabernas lóbregas y tristes.

Se encontró a sí mismo a la orilla del abismo, contemplando indeciso el vacío, dejándose seducir por el vértigo del que siempre se consideró inmune.

-¿Para qué me llamaste? -, pregunta él, con voz cansada y fría. -¿No podías escaparte tú solo? ¿No podías ahorrarme esto? -. El Bárbaro señala su sangrienta obra al niño en el proscenio.

Aquel tarda en responder. Es como si apenas empezara a comprender las palabras tras un largo voto de silencio.

-Lo siento.

Sólo eso. Una disculpa. Ahora que lo ve y lo escucha, el Extraño se percata de que es un niño muy bello. Algo flacucho y panzón, pero bello en su conjunto, cargado de espaldas, con dos ojos negros y tristes, impenetrables. Su cara está serena, pero esos ojos lentamente se relajan, perdiendo la terrible impresión de dureza adquirida al conocer la miseria del mundo. Un escalofrío invade al extraño al reconocer en esos ojos una llamarada deslumbrante que le es familiar, una determinación ardiente, persistente a pesar del miedo y el dolor.

-¿Qué significa eso?-, pregunta el extraño, esperando con desesperación una respuesta más clara, la que lo libere de la duda. -No crucé medio mundo y destripé a una pandilla de inútiles para que ahora me digas que lo sientes.

Por dentro se siente desarmado. Ni los restos de sus enemigos a sus pies, ni los tesoros más sublimes que había encontrado y gastado sin remordimientos, con las mujeres más bellas de los harenes prohibidos, poseen ya sentido alguno. La vida, el placer, la muerte, los instantes de dicha y dolor; todo se borra como las arenas del desierto. Los recuerdos están ahí, pero no su esencia, su razón, su gozo y su secreta consistencia. Únicamente tendrán sentido si ese niño revela su secreto:

-Debes perdonarme. Hace tantos años que estoy pidiendo ayuda, que al final tú te convertiste en mi última esperanza, aunque ya sabía que no deseabas regresar.

De un modo incierto siempre supo que tendría que volver, muy a pesar suyo. Una vez oyó decir a un sabio ciego que el universo es una espiral que se tuerce eternamente, dejando caer sus accidentes en otras espirales aún más retorcidas, infinitas. Lo que se deja atrás, tarde o temprano se recupera, y el encuentro nos revela lo que ha cambiado en nosotros. En ese entonces le pareció todo ese galimatías una senil estupidez, el deforme pensar de un poeta demente. Pero ahora todo es diferente y abrumador.

-No escapé porque no podía hacerlo sin una razón. Cuando tú te fuiste te las llevaste todas, temeroso de que ninguna de ellas sobreviviera en medio de tu soledad. Creíste que luego podrías resistir tú solo allá afuera, sin hacer memoria, sin evocar tu origen.

-Pero no había otra forma -, interrumpe el Hombre. -Todos aquellos sueños me estorbaban, me ponían en riesgo. Tuve que abandonarlos para permanecer.

-Me lo imagino. Hay que tirarlo todo para golpear sin estorbos, para endurecer los nudillos, para manejar las espadas y las hachas con maestría. Para que los músculos y las agallas se asienten, crezcan como hiedra, se hagan fuertes y te invadan -. El niño dice esto con la terrible seguridad de quien describe algo cercano, diseccionándolo fríamente.

-El problema de los sueños es que uno los lleva por dentro -, dice el Bárbaro, ausente, con la calma de quien se sabe ya borrado por el huracán que se vislumbra. -Pero su ligereza es tal que no hay modo de evitarlos. Nos van aplastando lentamente, hasta que se vuelven intolerables y hay que olvidarlos por completo.

En el Extraño la tormenta estalla en su cabeza y en su alma de guerrero sin ataduras. Los recuerdos lo atacan y lo hacen regresar en el tiempo. El escape alocado, los segundos robados para contemplar el amanecer, la silueta de una mujer en la cama, acariciando su rostro, las risas de los niños al ver a los saltimbanquis. Todo eso, conforme la violencia había entrado en su sangre, fue disipándose hasta que nomás quedaron los estímulos más bajos, las reacciones elementales para subsistir en espacios salvajes, carentes de esperanza y piedad, los apetitos más simples.

-Soy culpable entonces -. La voz brota sombría de su garganta. -Creí que era valiente porque me movía entre lobos, pero solo deseaba morir. En realidad soy un cobarde, por huir y abandonarte, por dejarte expuesto al odio, a la vileza de mis enemigos.

- No te culpes. Si no hubieras partido, ambos estaríamos muertos desde hace tiempo. Nos hubieran destruido a los dos, y nada ni nadie nos hubiera salvado. Cuando huiste, yo me convertí en el objeto de su vida. No podían acabar conmigo, pues no hubieran tenido otro pretexto para liberar su odio por la vida, hacia sí mismos. Sin mí, ellos mismos se hubieran matado. No se soportaban con su mediocridad y su estupidez. Su muerte era su única redención.

-¿Cómo puedes hablar de redención? ¡Lo único que merecen es ser castrados como cerdos!-. La cólera brilló en los ojos como respuesta a las palabras del muchacho.

- Sí. Y ya lo hiciste. Ellos te esperaban. No lo sabían, pero rogaban para que su verdugo terminara su tarea. Por eso me herían, y me maltrataban. Sabían perfectamente que acudirías a mi llamado. No al primer día ni al segundo. Pero vendrías. Y ese día ha llegado. Me has salvado y los has salvado a ellos.

Ahora sabe el Hombre que inevitablemente había que salvar a ese niño, pues sólo con su encuentro podía salvarse a sí mismo. El enfrentamiento ya se ha realizado, y ahora sólo queda partir.

Mas no se va solo. Con él se va el chico, para no separase de él. Para cuidar los secretos que resguarda, y que poco a poco va aceptando como suyos también. Lentamente, guardando la espada, el extraño tiende la mano, y el chico la toma. Por una vez en sus vidas, ambos se sienten protegidos, acompañados el uno por el otro. El niño confía y sonríe, por vez primera, y pregunta a su salvador, con la confianza de la amistad más intuitiva:

-¿Es terrible el mundo fuera de este lugar, tal y como ellos me contaban?

-¿Eso te dijeron?

-Sí. ¿Lo es?

-Ciertamente. Pero también es muy bello. Hay cosas que ni siquiera te imaginas: comida deliciosa, lugares increíbles, historias emocionantes, aventuras interminables, personajes increíbles, mujeres tan bellas que...

Por un momento el extraño se detiene en su narración cada vez más excitada, apenado por proyectar sus apetitos frente a un niño pequeño.

Pero éste se ríe del súbito pudor del hombre, contagiándolo a este. Su risa era cantarina y brillante, y revelaba unos dientes fuertes, dispuestos a devorar lo que viniera por delante, a disfrutar sin temor lo que viniera de ahí en adelante.

-No te apenes. No seré por siempre un niño. Tenemos tiempo para ver todo eso y disfrutarlo. Pero tu me lo enseñarás.

El Hombre y el niño salieron al foyer, olvidando a la muerte a sus espaldas.

-Pero también hay muchos peligros -. El rostro del Hombre se oscureció.

-¿Me protegerás?

El silencio estaba cargado de duda.

-¿Y si no estoy cerca de ti...?

La respuesta no puede formularse, pues el Hombre se dobla de dolor sobre el mármol. A pesar de la punzada logra mirar hacia atrás, para toparse con el verdugo que huyó al llegar él; ese joven obeso y sádico, quien traicioneramente le ha clavado un cuchillo en un costado. El Hombre cae de espaldas y mira a su atacante. Quiere sacar su espada, pero el dolor es terrible. El tiempo se agota, y la muerte lo cerca sin remedio.

El verdugo se le lanza encima, dispuesto a rematar su obra, pero no puede ni podrá hacerlo. Antes de ejecutar su venganza, el asesino traicionero se derrumbaba frente al exterminador de los olvidados, atravesado por una de las hojas de los vencidos.

Antes de morir, el traidor logra ver con desesperación que su otrora víctima, su vulnerable y frágil conejillo de indias, es su ejecutor, y que en sus ojos ahora brilla la alegría de la venganza, ardiendo con placer y sed de justicia, ya barridos los remordimientos. Antes de expirar, el verdugo busca en el fondo de esa mirada el germen del odio, del placer que los vengadores buscan ¾y que frecuentemente encuentran ¾ al aniquilar a sus víctimas. Pero para su horror no la encuentra en los ojos negros y serenos. Lo último que ve es su rostro, ahora fuerte y brillante, el cabello oscuro que promete convertirse en una melena indómita, libre, y las hogueras deslumbrantes que comienzan a arder en sus pupilas. Frustrado, el cuerpo se derrumba, mientras el jovencito limpia la daga de la sangre del asesino.

La herida del Extraño no es profunda, aunque sí dolorosa. Pero está demasiado sorprendido para quejarse. Minutos antes ese niño lloraba sin consuelo, incapaz de actuar; y ahora, más allá de la sangre, de la oscuridad y la esclavitud, enfrenta a su principal torturador con una dignidad y una sangre fría que daba mucho que pensar acerca del misterioso joven.

-Sé lo que piensas. Que no estoy bien de mi cabeza. Creo que eso es cierto, pero en ese caso tu tampoco lo estás.

-Yo no soy nadie para juzgarte -. El extraño se ríe un poco a pesar de la herida, mientras el joven la cura, y le lanza una mirada de incredulidad. -¿Estás seguro que no podías defenderte por ti mismo?

-Yo necesitaba que vinieras a mí, que no me olvidaras.

-Yo nunca te olvidé. Cada noche te escuchaba sollozar dentro de mí. Mataba en batalla y entre las calles miserables, fornicaba sin descanso, comía y bebía en exceso y continuaba en busca de poder y placer para ahogarte, para no obedecer a tu llamado. Lo hice y no me arrepiento. Pero siento que no hubiera sido más sabio para hacer lo correcto. Soy fuerte y puedo resistir mi conciencia y mis errores. Pero reconozco que algo falta.

El Extraño guarda silencio, y entonces decide su futuro:

-Todo ha terminado. Ya no hay razón para esta guerra sin sentido.

Las palabras salen con dificultad de su boca. El dolor colabora, pero es obvio que algo ha cambiado dentro del extraño imperturbable. Ahora busca en su alma ideas nuevas que nunca creyó requerir y que le resultan dolorosamente imprescindibles.

-Soy un guerrero. Y sin embargo, tengo miedo. ¿Qué haremos ahora?

El Hombre cae de rodillas, y lentamente cierra los ojos, esperando un deshonor aceptado, una degradación. Pero el muchacho, limpiándose con los cortinajes inservibles del teatro de la ignominia, se arrodilla también y lo encara sin rencor, sin lástima.

-¿Recuerdas quién eres?

El extraño intenta balbucear un nombre. Su nombre. Pero no lo logra. Donde debe estar su identidad sólo hay sombras nebulosas, pedazos de olvido.

-Yo tenía un nombre. Pero ya no lo recuerdo.

-Te has acostumbrado después de tantos años al anonimato. A matar sin dar razones, a ser una vaga leyenda. Yo te llamaba no sólo porque no podía huir dejándolo todo atrás, como tú, sino también porque estabas obsesionado en continuar con tus aventuras tú solo, ciego en tu desmán y en tu loca energía. ¿Cuánto tiempo creíste que podrías seguir por ahí, antes de que la muerte se te apareciera enfrente, para decirte que nada hay en el mundo con tu nombre ni nadie que te recuerde cómo eres en realidad?

El extraño no dice nada. Solo escucha y asiente en silencio. De repente se siente muy cansado, con la sensación de que el tiempo ha volado sin sentido, haciendo de él un viejo. Miles de esperanzas reaparecen, se vuelven tangibles, pero el agotamiento lo traiciona y debilita. Lo hace dudar.

-Te he salvado. Crucé medio mundo para llegar aquí, y ahora que hemos triunfado me siento demolido. Y sin embargo, sé que tengo toda una vida por delante.

-Ciertamente. Por eso viniste aquí. Porque en esta ciudad maldita de la que has renegado está tu identidad, tus recuerdos. Aquí está tu nombre y tu origen. No son perfectos y están cargados de pena, pero todo cambia, y nosotros también. Y ahora es la hora del cambio.

-¿Qué debo hacer entonces? Yo no sé nada, excepto matar y vivir -, en su rostro se dibuja un deseo, un hambre de compasión.

-Llévame a tus aventuras. Enséñame a luchar, y yo te enseñaré a soñar, a crear, a entregarte sin temor. Juntos estaremos completos, y el mundo será otro.

El Hombre sonrió y se irguió restando importancia a su herida. Después de todo -pensó con serenidad inesperada - el muchacho tiene razón. Lentamente, sus dientes aparecieron dibujando una sonrisa, y se convenció por completo del valor de sus palabras. Y comprendió entonces que ese no era el final de su historia, sino el inicio.

Era de madrugada en la Ciudad del Olvido, y el sol disipaba las tinieblas. Bajo la luz, las ruinas iban perdiendo su poder opresor, quedando como una escenografía desvencijada para una obra millones de veces repetida. Los desechos se dispersaban lentamente, y los alaridos terribles de sus habitantes quedaban relegados a las noches futuras, para no ser escuchados por nadie.

No hubo testigos cuando las dos figuras; una, maciza y desnuda, y otra pequeña y vivaz, salieron juntos al desierto, tras limpiarse de los restos de la batalla.

A nadie le importó en la inmensidad que esos dos seres opuestos se decidieran a partir para vivir sus vidas lejos del horror, apartados de aquellos miserables que sólo podían alimentarse de la muerte y del tiempo ajeno, de la soledad mezquina y el sadismo.

-Gracias -, dice el niño, sonriente. -Ya no tendré miedo.

El hombre, por primera vez en mucho tiempo, sonrió sin importarle cuánto de sí mismo dejaba al descubierto.

-Gracias a ti. Ahora yo tampoco lo tendré.

Bajo la luz del nuevo día, los dos caminantes parecen uno solo a la distancia.

Iztapalapa, Ciudad de México, 1999


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00