El escozor

Carmen Simón

Siempre me había parecido que aquella lámpara no era del todo una simple lámpara. Le tenía un poco de asco y temor. Lo del asco no me resultaba difícil entenderlo: la pantalla estaba elaborada a base de un material orgánico con apariencia húmeda y sus colores informes que iban del verde al gris, me daba la absurda impresión de ser costras verdosas con porciones pululantes, como las producidas por los hongos. Pero lo del temor, no lograba comprenderlo.

Esa noche la ansiedad me decidió a deshacerme de ella; en cuanto amaneciera, la llevaría al bazar para que se ocuparan de su venta. Para apagarla tiré de la cadenilla cobriza que funcionaba como interruptor, tal cual lo hacía desde dos meses atrás en que ocupé el departamento. Pero lo único que obtuve fue arrancar del todo precisamente la cadenilla, que lentamente deposité sobre la palma de la mano izquierda y afligida la miré; también miré a la lámpara y un estado de abatimiento me sobrecogió: carecía de enchufe y se alimentaba eléctricamente de una conexión directa de los cables a la placa de la pared. Comencé entonces a idear obsesivamente la forma de apagar esa luz, hasta que se me ocurrió aflojar el foco. Con angustia introduje por debajo de la pantalla primero la mano y luego todo el brazo. Al tiempo que apresaba el foco, lo solté quejándome a solas de la quemadura que me provocó, la que instintivamente alivié en mi propia boca: uno a uno lamí los cinco dedos. Así llegué a la segunda idea. Con los dedos húmedos intentaría aflojar el foco. Aún cuando sentí que el corazón me latía en las sienes, estaba decidida a matar esa luz y finalmente lo conseguí. Ahora sé con certeza que, justo en el instante en que logré la oscuridad, fue cuando lanzó su ataque, imperceptible, implacable.

Temblorosa me fui al dormitorio y, después de quitarme los zapatos y la ropa del día, me tiré sobre la cama. En realidad no tenía sueño, sino que estaba exhausta y sólo deseaba acostarme. Poco a poco un sopor me fue invadiendo y los ojos sin remedio se cerraron. No sé cuánto tiempo había dormido, cuando comenzó a molestarme un hormigueo en el brazo; iba y venía del hombro derecho a la punta de los dedos, hasta convertirse en dolor. En un solo movimiento abrí los ojos desorbitándolos y me revisé el brazo. Nada. Pensé por un momento que todo sería resultado de una mala postura; me levanté sólo para apagar la luz y acostarme de nuevo. Me dormí casi de inmediato, pero el hormigueo siguió y el dolor resurgió con fuerza derivando en una intensa comezón. Con la mano izquierda me froté el brazo y sin poder evitarlo comencé a rascarme; al principio lo hacía más con la punta de los dedos que con las uñas, pero la comezón lejos de ceder se tornó virulenta. Seguí con la rascadera, aunque ahora utilizaba febrilmente las uñas; en un momento paré y con la uña del dedo pulgar hurgué en el hueco de la uña del medio y extraje una especie de masilla con la que formé una bolita rotándola entre los dedos y que luego la aplasté entre las yemas para soltarla finalmente. Repetí la operación con el anular, el meñique y el índice; cuando con parsimonia aplasté y me deshice de todas las bolitas, volví de inmediato y con avidez a la actividad de la rasquera, como a un vicio. Si no fuera por el dolor, casi sería placentero, pensaba yo entretenida, y seguía en esa asquerosa ceremonia sin poder detenerme. En algún momento sentí que un líquido proveniente del propio brazo hacía su aparición. Dejé entonces de rascarme, me levanté de la cama y encendí la luz. La visión de mi brazo me provocó un escalofrío que se repitió varias veces, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera a modo de latigazos eléctricos; pude sentir incluso, cómo los poros de mi cabeza adquirían turgencia provocando que los pelos se me pusieran de punta. Unas úlceras escamosas que recorrían tonalidades del rojo al morado y luego se encaminaban a lo verdoso, para desembocar en una supuración grisácea, cubrían el brazo hasta la mano. El dolor crecía, pero la comezón pudo más. Ya las uñas no fueron suficiente y busqué un trozo de madera para rascar todo mi cuerpo.

Perdida en medio del horror y del placer seguí rascándome, para explotar de mi propio ser esa masilla que deseaba con fruición amasar entre los dedos.


Otro cuento de: Hospital    Otro cuento de: Urgencias  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Carmen Simón    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03