Para que se diga algo de mí

Elías Ruvalcaba

Al despertar, lo primero que vio fue el rostro de un médico iluminándole, auscultando sus signos vitales. Aún aturdido, dudó si estaba de regreso a la vida o en los confines del más allá... ¡Ya vuelve en sí!, exclamaría el galeno; ¡parece que lo recuperamos!

Entonces, el sujeto sintió el frío de la plancha de hule a sus espaldas y hubo de comprender que había fallado.

Mientras le aplicaban lavativas de estómago, produciéndole vómitos artificiales, meditó en lo sucedido. Debí aumentar la dosis; fueron muy pocos los sobres de matarratas que disolví en el refresco, dedujo al tiempo que sentía la punzante molestia de una inyección. ¿O quizá haber tomado tanto vino me causó vómito y atenuó los efectos? ¡Oh, desgraciado de mí! ¡Maldita suerte canalla! Ahora ¿cómo voy a enfrentar a mi hija, a mi esposa? Todos se van a burlar...

Apenas tuvo fuerzas suficientes, con un mohín de contrariedad se arrebató la mascarilla de oxígeno, gritando con desesperación y rabia: ¡Déjenme morir! ¡Quiero morir! ¡Déjenme en paz, por favor!

Nuevamente escuchó órdenes médicas, reacciones apresuradas de las enfermeras y le pusieron otro piquete. Su voz que pedía la muerte se fue volviendo cada vez más débil, más apagada. Él supuso que por fin se había salido con la suya, mas simplemente cayó en la muerte temporal y letárgica de un somnífero.

¿Por qué lo hizo?, preguntaría el sicólogo. ¿Y por qué no hacerlo?, respondió a su vez. No lo sé, repuso el facultativo, es precisamente lo que deseo averiguar: las causas que lo motivaron a tomar esa decisión.

El hombre puso la vista en el vacío; como si la mente se le hubiera pintado con el blanco de aquellas paredes asépticas. Luego musitó: Nunca le interesé a nadie. Jamás me concedieron importancia alguna. No tenía nada qué perder. Por lo menos con mi muerte hablarían un poco de mí y me tomarían en cuenta. Y si fallaba, tendría algo de qué platicar o bromear con los amigos...

¡Vaya!, advirtió el médico. ¡Me sorprende su humor! Esto me recuerda un relato de mi abuelita. Cómo debe saber, todos los humanos hemos sentido atracción por La Flaca; sobretodo en la adolescencia, cuando sufrimos algún rechazo y en una especie de venganza fantaseamos con estar muertos para ver cómo nos lloran los demás y se arrepienten de las humillaciones o desaires que nos hicieron. Pues bien, decía mi abuela que un joven fingió haberse suicidado para constatar a quién le pesaba realmente su muerte y a quién no.

Así pues, se vio de pronto en el féretro flanqueado por cirios de llamas tembleques. Aquí estaba su madre, contrita e inconsolable. Allá su hermano, consternado, aunque en el fondo reprochando que le diera un dolor tan grande a toda la familia. Acullá, su progenitor, aturdido; con las mandíbulas apretadas en un rictus de pena y coraje, pues sin poder sustraerse a un exabrupto confesó a su compadre: Este hijo mío, tan pendejo. Mira tú que desgraciarse por esa chica pelagartona. También al otro extremo estaban sus amigos, inquietos -como de costumbre-, y ya achispados por el café con "piquete" comenzaban, incluso, a comentar a sus costillas llenos de sarcasmo: Éste dándose en la máuser a lo buey, mientras la muy "coneja" de su novia no tardará en empiernarse con el profesor de Latín...

Y al final del velatorio, precisamente el motivo de su tragedia: ayuntando incredulidad y desconcierto, aunque también traslucía una mezcla de sentimientos de culpa y vanidad; puesto un luto que en poco atenuaba su gesto altivo y por algunas actitudes parecía decir con recóndito donaire:

Véanme, por mi belleza se perdió este imbécil. ¿Quién es el que sigue? ¿Quién es el tonto que se atreve a correr el riesgo de probar el veneno de mi amor?

Entonces, el falso suicida tuvo un repentino ataque de rabia y ofuscación. Dedujo que no valía la pena morir para comprobar aquellos sentimientos crueles, patéticos y absurdos. Por algo La Muerte lo advertía en breves términos: con Ella no se jugaba.

Sin embargo, ¡grande fue su sorpresa cuando constató que al querer levantarse sus músculos no le respondían! Hizo el intento de mover los brazos, pero ni tan siquiera el dedo meñique pudo activar... Sumergido en la más profunda desesperación lanzó un grito estéril que se ahogaría en el silencio de la nada, pues sus mandíbulas y sus cuerdas bucales permanecieron irresolutas, impasibles...


Otro cuento de: Hospital    Otro cuento de: Terapia Intensiva  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Elías Ruvalcaba    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/99