CORTES PERFECTOS, S. A.

Edgardo Nieves Mieles

Todo comenzó la excesivamente calurosa tarde en la que aquella señora sentada a mi lado y que no paraba de estornudar, comentó que daría cualquier cosa por no tener nariz. De inmediato, experimenté una desazón similar a la que sentimos cuando a medianoche nos levantamos de la cama para satisfacer alguna urgencia apremiante y todavía en la completa oscuridad, nos calzamos la pantufla derecha en el pie izquierdo y la izquierda en el derecho. Luego, luego sentí que sus palabras contenían la maravilla de lo posible.

Era una cuarentona algo obesa que a juzgar por la delicadeza aporcelanada de su piel y la suavidad de sus rasgos, debió ser una joven encantadora 20 años atrás. Olía a canela y por lo bajo, confesó que padecía de una horrible alergia que le provocaba unas crisis frecuentes en las que una vez empezaba a estornudar, parecía que no tendría fin.

Decía la verdad. Yo mismo presencié el desesperante espectáculo en toda su magnificencia. (En aquel instante recordé los fuegos artificiales de la Gran Regata Colón.) Por si fuera poco, padecía de sinusitis crónica y, por consiguiente, de dolorosas migrañas. Comentó que al cabo de tantos años sufriendo tales achaques, su cuerpo había desarrollado una indeseable inmunidad a los medicamentos que tradicionalmente prescriben para combatir estos males. Que además había intentado cuanto imaginable remedio casero existe, pero ninguno resultaba. Ahora sólo un frasco de alcohol lograba controlarle el ominoso y húmedo achís. (La imagino dándose, uno tras otro, pasesitos de alcohol con tal de contrarrestar los raptos de estornudos en solitarias noches de insomnio. Y digo ‘solitarias’ porque ella misma confesó que a su edad se había obstinado en ser una tía solterona ocupada en vestir santos y cuidar sobrinos.)

Tan pronto la guagua se detuvo en la parada, ella, como impulsada por algún arcano resorte, se levantó y emprendió desesperada y veloz la fuga por el ya de por sí estrecho corredor. Parecía un vistoso jardín ambulante que armado de centelleantes ráfagas amarillas, verdes y anaranjadas, se abría paso a empujones entre la agridulce mezcla de Paco Rabanne, sudor y Chanel; entre la masa de torsos, diarios, piernas, maletines, una que otra cabeza de vinilo de esas que suelen cargar en la falda los estudiantes de una academia de belleza, bolsos, un carrito de bebé mal cerrado, brazos, carteras, bultos, cabellos y revistas. Optó por bajarse mucho antes de arribar a su destino. (Había dicho que se dirigía a casa de su hermana en busca de suficientes grosellas para preparar un suculento dulce.) Lo hizo con la esperanza de conseguir el bendito frasco de alcohol isopropílico en la Farmacia Walgreens de la esquina.

Esa calurosísima tarde (recuerdo haber leído 98 en el Banco Popular de la Milla de Oro) salí a dar mi acostumbrado viaje vespertino desde la terminal de la AMA en Río Piedras. Allí abordé la M3 y enfilé mi brújula biológica (y mi fino olfato) hacia el Viejo San Juan.

Diariamente hago dos viajes, ambos en la misma ruta ida y vuelta: uno a las 10 de la mañana y otro a las 3 de la tarde. Es decir, que si el domingo elijo la 38 rumbo a Cataño, visitaré ese lugar 2 veces el mismo día; si el lunes opto por la 42 rumbo a Carolina, entonces, ese mismo lunes viajaré 2 veces hacia Carolina.

Mientras permanezco en el interior de la guagua (y después en el lugar visitado), desgasto mis sentidos en todo aquello que discurre a mi alrededor, desde el, en apariencia, más insignificante detalle hasta el más evidente movimiento de cuanto me rodea. Entiéndase, desde un velocípedo abandonado en el techo de alguna casa, hasta la contagiosa magia de la ‘conversación’ de dos mudos dibujando con sus dedos en el aire, en algún muchacho encampanando su humilde chiringa colorá o en el laberinto de tierra y saliva que poco a poco, sin prisa pero sin pausa, va bordando en silencio el siniestro comején, en la nada graciosa pegatina que adorna el parachoques de un Volvo: NO METAS LA PATA EN SAN JUAN, o quizá en una inesperada lluvia de mariposas amarillas, en una niña pasándole los dedos por encima a las ilustraciones de un libro como si pudiera leerlas en Braille o en un par de enamorados públicos y silvestres perfectamente apáticos a la selva de ávidos ojos que les espían sus besos y caricias del otro lado del parque.

Ya de regreso al ‘hotel de mi rincón’, escucho el Concierto de Aranjuez, a Serrat y a Presuntos Implicados (en ese estricto orden), consumo mi usual plato de sopa Campbell’s y apelando a mi feliz memoria, con entusiasmo de alquimista urbano de fin de siglo, redacto en mi cuaderno secreto esta especie de ‘alegrías del hombre invisible’. De rato en rato, cuando la mente se me queda en blanco, abro una Pepsi y me distraigo observando mi fascinante pecera y el efecto de la luz sobre los peces. (La pecera irradia una calma casi mística que me permite recuperar el hilo de lo perdido.) Después me doy a la tarea de seleccionar el lugar que visitaré el próximo día. Por último, diseño el plan de acción. Para ese momento, ya va siendo la hora de la tercera Pepsi y de emprender la segunda jornada. Sin desperdiciar un solo minuto, apago el tocacintas, recojo la Pepsi, la cámara y la mochila y muy ufano, enfilo hacia la terminal.

Pero esta vez, en lugar de beberme el universo con los sentidos (y bajo los efectos de una sobredosis de cafeína), me la pasé todo el trayecto inmerso en mis cavilaciones; pensando cuán hermoso debe verse un hombre sin orejas.

Desde entonces, acaricio vehementemente la idea de practicarme una cirugía para luego plantarme frente al espejo y contemplar mi rostro sin esas dos vulgares protuberancias cartilaginosas colocadas a ambos lados de mi magnífica cabeza.

En este punto, debo decir que de la inmensidad de seres que medran y pululan sobre la faz del planeta, el que menos me simpatiza, el que más detesto, es el elefante.

Lo he detestado desde mi temprana infancia. Odio su flácida y nerviosa trompa. Odio la marfilísima y amenazante curva de sus colmillos y ni hablar de las frondosas conchas de pelo y piel que le cuelgan a medio camino entre la cabeza y la mole de sus hombros.

(Recuerdo que mi tía me contaba unas divertidas historias, particularmente la del muñeco de pan de jengibre y todavía más, la de cómo por culpa del cruel cocodrilo, el elefante obtuvo su larga nariz; también recuerdo que don Virgilio, su difunto esposo, mientras jugábamos brisca o parchís, solía engatusarme con unos trabalenguas sorprendentes: "¿En qué se parecen un elefante y una cama? En que elefante es paquidermo y la cama ‘paquiduerma’". Don Virgilio, que con su vivo ejemplo me dejó sembrado en la memoria y abonado para siempre un respeto insobornable por el hombre común que haciendo acopio de una sabiduría antigua y generosa, se acerca y aquilata las cosas más sencillas del universo, era natural de un humilde sector llamado Pajuil, allá en el distante pueblo de Hatillo, y fanático furibundo del equipo de béisbol de Arecibo... Todos los días, al levantarse, acostumbraba ir directo a su colección de discos y empezar el día con alguna danza, una ranchera, un tango o alguna pieza culta para despertarles el ánima a todos los objetos que todavía pueblan la casa que ya no es la misma sin él... Debido a una terrible y prolongada enfermedad, don Virgilio convalecía en un hospital en Santurce, hogar de los acérrimos enemigos: los Cangrejeros de Rubén "El Divino Loco" Gómez y "Terín" Pizarro... Al llegar a visitarle, me recibía preguntándome invariablemente: "¿Qué hizo Arecibo?" Aún cuando hubieran perdido, le respondía que sus maltrechos Lobos habían ganado... Esa fue mi manera de mitigar su dolor durante el tiempo que permaneció lúcido.)

Mientras el resto de la ‘tribu’ quedaba deslumbrada ante la truculenta ocurrencia de un tipo llamado Disney (quien se ideó llevar a la pantalla la historia del elefante que podía volar gracias a un par de insólitas orejas), a mí me causaba un pavoroso malestar el observar a aquella criatura rebasar la alta carpa del circo y remontar felicísima el vuelo partiendo en dos los cielos como si se tratase de una especie de híbrido de buey cruzado con avioneta.

Por esa misma época, en una inusualmente fría noche en la cual no podía conciliar el sueño, entré al cuarto de mi tía. (Ella fue quien me crió, pues, desde que me conozco, nunca supe el paradero de mis verdaderos padres y como cada vez que tocaba en espinoso tema, un gesto de reticencia le estropeaba la compostura, desistí. Aunque de un tiempo para acá estoy bajo la impresión de que mi padre biológico no es otro que el hermano de la tía, ése que a pesar de ser anexionista de alma, vida y corazón, despidieron de la fábrica hace una semana por andar armando, ¡ironías de la vida!, un alboroto unionista contra los propietarios... Pero, después de todo, para mí ese asunto carece de importancia.)

Respiraba con dificultad, pero dormía profundamente. (Siempre ha tenido un sueño pesado.) El cuarto estaba envuelto en una lenta nube de Vicks Vaporub. Sobre la mesita de noche, junto a la foto en la que figuran ella y don Virgilio, los espejuelos, el velón verde, la jarra con azucenas frescas, el reloj despertador y la encendida lámpara tiffany, noté un vaso de cristal lleno con un líquido oscuro (parecía Coca-Cola). En el interior del mismo, yacía sumergida una impresionante prótesis dental. (Después descubrí que se trataba de Felipe II y no de Coca-Cola.) Durante no poco tiempo me causó asco la idea de que la blanquísima y perfecta dentadura de la tía Virtudes resultara ser falsa.

En ese preciso instante, sentí que desde la pared de enfrente y sobre la cabeza de mi dormida tía, el icono del Sagrado Corazón de Jesús me escrutaba intensamente. De inmediato, evitando el menor ruido, abandoné la habitación. Fue como si tras de mí, una disgustada criatura de alas de madera y olorosa a menta, me estuviera apuntando con una espada de palo. (Aquí fue cuando acudió a mi memoria la imagen de San Miguel Arcángel atacando con su espada a un demonio negro de grandes alas de murciélago.)

Debo también dejar meridianamente claro que esta aversión a mis orejas no nace de alguna desproporción en cuanto a tamaño o forma, pues ambas son completamente comunes y corrientes. Es más, considero que muchos cotizados artistas de la actualidad podrían, bien y fácil, duplicar su fama y atractivo si tuviesen mis orejas en lugar de las suyas. (Pienso en Elmer Figueroa Arce, alias Chayanne, en Luis Miguel y hasta en Ricky Martin.)

Ya desde adolescente, en obvio y rotundo menosprecio de mis prendas mejores (por ejemplo, la melancólica fijeza de mis grandes ojos color miel o mi alborotada cabellera a lo Gustavo Adolfo Bécquer), todos me han abrumado con sus almibarados halagos acerca de mis ‘irresistibles’ y ‘deliciosas’ orejas.

Antes ya casi me hube resignado a vivir con esta exótica distinción, pero al fin he encontrado un infalible remedio para deshacerme de mis asquerosas orejas. Sólo así podría acabar con tan deplorable condición ornamental.

Quizá piensen que se trata meramente de una locura o de un capricho narcisista para coronar mi cabeza con el extraño sombrero del abuelo Ceci. O que todo es fruto de una enfermiza admiración por Van Gogh (recuerdo que la excéntrica y atrevida Gloria Trevi confesó tener la fantasía de que un hombre le metiese la lengua por una oreja y se la sacara por la otra. ¡Qué repulsiva ocurrencia!), o de un homenaje a aquel asustado muchacho, llamado igual que su abuelo, quien tenía dinero para comprar cuanto quisiera, menos para pagar el rescate de su nieto. (No puedo olvidar que a finales de noviembre de 1973, los secuestradores, con tal de demostrarle al acaudalado e inconmovible abuelo que no se trataba de una broma, enviaron un mechón de pelo rojo y una oreja del muchacho a un diario en Roma. Ambos, nieto y abuelo, respondían al llamado de Paul Getty.) Tampoco se trata de desorejarme con el inescrupuloso afán de venderlas al mejor postor. No. Se equivocan.

Mi irrevocable decisión de hacerme cortar estas torpes carnosidades es de matices estéticos. Obedece a un profundo deseo de exquisita simetría.

Ahora que finalmente veo satisfecha mi voluntad, sin que nadie lo note, me inclino frente al bote de basura y recojo las todavía calientes y ensangrentadas orejas y me las echo en uno de los bolsillos de mi blanca guayabera. Con mi pañuelo, también blanco, limpio la sangre que me chorrea por los dedos. Aún cuando sigo bajo los efectos de la anestesia local, siento un hormigueo bordándome de fiebre los labios. Tengo la sensación de que un almidón espeso y caliente me baja por ambos lados del cuello. (Imagino los bordes de lechuga chamuscada que al cabo de varias semanas, sin lugar a dudas, encontraré debajo de estos incómodos vendajes.)

Para ocultar mi ‘nueva condición’, me ajusto cuidadosamente el extraño sombrero que antes fue del abuelo Ceci. (Una ácida ola me inunda el esófago y me tapiza la garganta de bilis.) Escupo y oportunamente atajo las ganas de vomitar. Tropiezo con el zumbido demencial, pero continúo con paso algo tambaleante hasta atravesar la densa nube de moscas que custodian la puerta de cristal del inmundo lugar. (Siento la presencia del ángel de menta. Esta vez no parece enojado.) Arrastro los pies de plomo hasta allegarme al colmadito de la esquina y allí compro papel celofán.

En el fondo del corredor pobremente iluminado, justo al lado de la botánica La Poderosa, veo que el ángel de menta se ha transformado en una trabajadora nocturna pintándose la presencia. Con perdido pudor y usuales gestos, exhibe la desnudez de la antes pródiga promesa ahora en franca decadencia. Por enésima ocasión se apresta a inaugurar sus precarios dominios de lentejuelas, rhinestone, miseria y oropel. Para ello, de antemano cuenta con el flagrante auspicio y la complicidad de la cercana noche.

Ya a la salida de la Plaza del Mercado, levanto la turbia mirada y me percato de que a esta hora, como de costumbre, el dios de la tía Virtudes acude puntualmente a sus labores y llena los cielos con esas maravillas de color que sólo disfrutamos aquéllos que sabemos que el mundo apenas comienza sobre nuestras orejas. Perdón, debí decir, sobre nuestros hombros.

A mis espaldas escucho un ruido producido por la muerte fulminante de alguna desafortunada mosca en uno de esos aparatos especializados en librarnos de tan insaciables y nauseabundos bichos. Tal invento siempre me ha parecido una silla eléctrica en miniatura.

Aunque la fiebre me sigue perlando la frente, casi puedo percibir el inconfundible olor a carne quemada.

Me doy la vuelta y veo que el ángel que hasta hace un momento vendía su silencio (y algo más) al mejor postor, le da cuerda a una cajita de música, me guiña un ojo, sonríe y me dice adiós levantando la mano. (Ahora lleva puesta una vistosa camisa de franela de cuadros.) En un abrir y cerrar de ojos, alcanzo a distinguir cómo la espada de palo y las ahora deterioradas alas desaparecen en la enigmática y profunda garganta de la noche, dejando tras sí una agradable estela de menta y tres claveles rojos tirados por el suelo.

Por un instante, mi pensamiento vuela hacia aquella señora olorosa a canela y en cuyo vestido bailaban lujuriosamente las flores salpicándome los ojos con un incendio de nuevos colores. Hacia su inclemente nariz.

Doy marcha atrás, me inclino con cierta dificultad y recojo los tres claveles. Aspiro su breve pero milagrosa fragancia. (Los colocaré en la jarra de la mesita de noche, junto a la cama de la tía Virtudes.)

Sólo falta llegar a mi ‘cueva’ y asomarme a la realidad de azogue para corroborar que no me equivocaba. Así podré anotar en mi cuaderno secreto que, en efecto, un hombre sin orejas es ya el más regio, el más perfecto, el más insuperable espectáculo de belleza y simetría.

Antes de emprender el regreso, envuelvo en un pedazo de papel celofán lo que será la sabrosa cena de Atila, el robusto pitbull de Fabiola, la nieta de Esmeralda, esa negra recia, enorme y dulcísima que es nuestra vecina.

Por segunda ocasión me doy la vuelta (aún sigo medio mareado) y ahí está, parpadeando en la gélida penumbra, el sucio y desteñido aviso que también antes alguna vez fue rojo y que anuncia CORTES PERFECTOS CARNICERÍA.

De inmediato, acapara mis sentidos la imagen de ese enjuto y taciturno cirujano metido sin remedio a carnicero por no haber aprobado la reválida. Sí, lo estoy viendo enfundado en la mugrosa bata blanca salpicada de espanto. Es el mismo que acaba de regalarme esta innombrable felicidad. (Ahora soy yo quien levanta la mano para decir adiós.) A su lado hay otros dos ángeles inclinados frente a un par de dados verdes y varias monedas.

Entonces, silbando "La donna é mobile", me alejo lentamente.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06