ESTUDIO DE UNA MANZANA ROJA A LA LUZ
DE UNA MANZANA VERDE

a Carlos Varela,
porque, no empece a que los mapas están cambiando de color,
aún la política no cabe en la azucarera

Edgardo Nieves Mieles

No puedes evitar tener los ojos tristes. Sí, acabas de recordar que hoy es el cumpleaños número 15 de tu unigénito y, a pesar de ello, tienes los ojos tristes. Tampoco puedes evitar el sentirte como un encantador de serpientes extraviado en una callejuela del Bronx.

De tus labios, como de costumbre, cuelga tu inseparable Merit. Por la ventana se cuela una brisa juguetona y con ella, el dulce murmullo de un enjambre de abejas en plena faena. Enseguida piensas en la vecina monjita ocupada en la complicada elaboración de otro de sus barrocos e incontables macramés. (Ella acostumbra, mientras traba un nudo tras otro, tararear para sí misma y por lo bajo, boleros de antaño.) Pero no, apenas levantas los cansados ojos, a lo lejos descubres, bajo la gigantesca telaraña de cables y antenas y las ensangrentadas cabezas de los flamboyanes que se perfilan contra la raya del horizonte, el verdadero origen de la melodía. Es temporada de cortar la caña de azúcar y a juzgar por su indumentaria, la carreta y los aperos, de seguro la media docena de muy felices obreros va a oficiar sus labores.

Dejas a un lado la rigurosa limpieza del instrumento que no sólo te ha hecho famoso, sino que en los últimos 8 años les ha provisto el pan a ti y a tu hijo. Te quitas los anteojos y, por encima del hombro derecho, le echas un vistazo a éste último. Él está ocupado en colgar de la pared la bonita reproducción que hace un rato compró en J. C. Penney. (Se trata de El mundo de Cristina, el cuadro más famoso de Andrew Wyeth.) La coloca justo entre la foto de Tina Modotti desnuda y la de Carlitos Gardel regalándole a todo el mundo su eterna e impecable sonrisa Colgate Winterfresh Gel que tú mismo recortaste de algún diario y que habías pegado en medio de otras caras,

imágenes y cromos de santos.

Al notar que silba una melodía que en otro tiempo también fue una de tus favoritas, enarcando las cejas, sonríes: "We are all in a yellow submarine, yellow submarine..." Te das cuenta que ha dejado de ser el chiquillo flacucho, pecoso y despeinado que antes no te perdía pies ni pisada. El mismo que durante los últimos meses comenzaba a manifestar cierta incomodidad, a quejarse con firme insistencia por estar aburrido de ser durante todos estos años el único blanco de tus destrezas mejores. Y, peor aún, de cobrar conciencia de que has convertido una gloriosa hazaña en un peligroso artilugio con el cual ganarte unas monedas. Todo ello a costa de su vida. Comprendes que ya casi es tu propia sombra y que, para su corta edad, es todo un hombrecito hecho y derecho.

El muchacho es espigado. De grandes y diestras manos. Tiene recio y ágil el armazón del esqueleto. Sus huesos son largos y saludables; sus músculos, dúctiles. Además, por cada uno de sus poros transpira una energía pura e inacabable.

Ahora ves cómo se quita ese sombrero de enormes alas voladoras, dejando así al descubierto el pelo lacio que le cae a ambos lados de la angulosa cara y que parece haber sido cortado con unas tijeras sin afilar. Ves, además, cómo extrae del congelador y le da un primer mordisco a ese trozo de hielo con color y sabor, el cual sospechas obtuvo su sonoro nombre gracias a la genial ocurrencia de alguien que sofocado, más bien por la excitación del momento, que por el sol que rajaba las piedras, mezcló en un vaso leche, azúcar y vainilla para luego dejar reposar en el interior del congelador durante varias horas tan maravilloso descubrimiento. Todo ello con el fin de festejar la temeraria hazaña de Charles Lindbergh, quien a bordo del Spirit of St. Louis y a escasos minutos antes del abrupto y felicísimo derroche de creatividad, había realizado el primer vuelo sin escala de Nueva York a París.

Abandonas tu cómoda silla y, al hacerlo, sin querer, con uno de tus codos casi tiras al piso la escultura en miniatura de una deidad hindú de múltiples brazos que baila con gozoso abandono en medio de un cerco de fuego. Te tomas la molestia de arreglarla. Acaricias el suave bronce de uno, dos, tres de sus brazos. Sorpresivamente y por unos instantes, algo en ti prefiere imaginar que, bajo su vestimenta, esconde 6 deliciosas vulvas. Luego caminas hasta las cortinas. Te castigas los ojos al confirmar que más allá de tu ventana pretenden reorganizar el mundo ensamblando la sólida estructura de un nuevo centro comercial.

Miras y ves que uno de esos pequeños monstruos amarillos acaba de rozar con su pala mecánica una de las ramas del panapén. Observas el árbol. Su esbelto y fuerte tronco. Las grandes hojas. La rama herida que comienza a chorrear una leche lenta y espesa. Ahora escuchas las maldiciones del corpulento, descamisado e hirsuto obrero que, empeñado en hacerlo abandonar su nido, todos los días apedrea a ese ruiseñor porque alega que su canto le enloquece. En la caja de los sueños están dando la telenovela. Por eso nadie mira para fuera.

De forma inesperada, en tu cerebro se instala aquella noticia de cómo un escritor apellidado Burroughs mató accidentalmente a su esposa de un tiro mientras trataba de darle a un vaso de cristal que ella sostenía sobre su cabeza. (El autor de El almuerzo desnudo había puesto en práctica las palabras de su colega Oscar Wilde: "El hombre siempre mata lo que más ama".)

Te das cuenta de que, a pesar de la humedad y el calor, aún la brisa baila en las cortinas. Nuevamente cuelgas hacia la raya del horizonte tu mirada ahora salpicada por el polvo de la Nube de Magallanes. El despiadado Sol de fuego que quema los cañaverales, provoca que, al contemplar a uno de los obreros avanzando a lo lejos, te parezca estar viendo al Hombre de Hojalata en persona.

Al fin decides intercambiar papeles con él. A regañadientes, esta vez accedes a su petición. Para mostrarle tu buena fe y la confianza que le tienes, le entregas, junto con un buen puñado de vistosas flechas, tu magnífica ballesta que recién acabas de limpiar.

Una vaga sonrisa que no permite descifrar si en realidad lo que haces es sonreír o mostrar los dientes, acompaña tu entre cándida y maliciosa mirada. El muchacho, sin dejar de empuñar aún el límber de frambuesa, te sorprende con un fuerte abrazo que no esperabas. (Piensas que este glorioso momento es digno de haber sido inmortalizado por el pincel de Norman Rockwell.)

El humo del cigarrillo se te mete en los ojos y ahí está esa única gota de agua y sal que te desborda el párpado inferior y que, echándose a rodar ladera abajo, te humedece la mejilla izquierda. Con la palma de la mano, te apresuras a borrar de tu cara el rastro de esa hirviente nube de plata que sólo tú mismo podrías decir si se trata de una perfecta muestra de flaqueza paternalista o de contenida ferocidad.

Te allegas nuevamente a las cortinas y a la ventana. Por encima del armazón del dinosaurio metálico, el cielo se ha puesto color mamey. El iracundo obrero a quien tu hijo nombra Trucutú, se ha ido. También sus compañeros de trabajo. En lugar del ruido producido por el quehacer de éstos, escuchas la música del viento coqueteando con las relucientes hojas del hermoso panapén que al pie de tu ventana aún resiste las amenazas de la nueva construcción. Te das cuenta de que el progreso se les viene encima atropelladamente. Piensas que pronto serán cosa del pasado, no sólo el majestuoso panapén y los obreros de la caña de azúcar ya madura y en espera del machete, sino el asomarte a la ventana para a lo lejos divisar los florecidos flamboyanes que tanto te alegran la vista. (Recuerdas que de igual modo, durante el tan celebrado Medioevo, desaparecieron para siempre los dragones.) Todo esto será inevitable porque también las pequeñas ciudades han sucumbido al desmedido afán de levantar esas gigantescas colmenas de acero, cemento y cristal que, desde la ventana, no permiten ver otra cosa que no sean las demás colmenas de enfrente y, abajo, las calles por donde circulan cada vez más y más automóviles, esas modernas e impersonales celdas sobre ruedas en las que se esconden tus semejantes. Pero entonces, una pareja de palomas en pleno cortejo amoroso te devuelve a tu realidad más inmediata.

Dejas caer lo que queda del cigarrillo y con una de tus botas, lo aplastas. Ahora que te ganan la calvicie y el temor a lo desconocido, ahora que los cronistas de la época cuentan de tu manía de ganarte un puesto en la historia; ahora, contemplas las dos manzanas que reposan, la una junto a la otra, sobre la vieja y gastada mesa de caoba. Una es verde; la otra, roja. Terminas por levantar la verde. Con los ojos cerrados, la acercas a tu nariz. Respiras su leve y fresca fragancia. De inmediato, emprendes el viaje a la semilla y recuerdas la voz grave de tu sabio y ya difunto padre cuando te advertía: "Siempre habrá alguien hambriento y más joven bajando las escaleras justo detrás de ti".

El muchacho ha dejado a un lado el límber. Se ha puesto nuevamente el enorme sombrero de alas voladoras. No para de admirar y acariciar la estupenda pero peligrosa invención que le has entregado.

Regresas la manzana a su lugar. Junto a la roja. Entonces, tu pensamiento vuela hacia Charles Darwin de pie en la proa del Beagle. Te parece que de sus labios ya no escapa aquella terrible sentencia de que "sólo los individuos más aptos de una especie sobreviven". En esta ocasión el célebre anciano parece querer decirte algo que te lleva a pensar en el libro de Dale Carnegie leído por ti hace unos meses: "Únicamente el amor reconcilia a los contrarios. Ama".

Vuelves a cerrar los ojos. Te visualizas de espaldas contra el tronco del antiguo roble. Sobre tu cabeza palpita la manzana y con ella, el azoro de los incrédulos. Un escalofrío fugaz te garabatea el rostro.

Y sin que tu hijo se percate de ello, introduces la siniestra en uno de los bolsillos de tu blanca guayabera. (Claro, a estas alturas no es ninguna ciencia suponer de parte de quien estarías en el pleito de Kafka contra su padre.)

De pronto, cuando ya las cosas empezaban a ponerse históricas, mientras acaricias la pata de conejo, sonríes y tu mirada fría, Guillermo Tell, adquiere un extraño brillo que por unos instantes hace recordar a Saturno dispuesto a merendarse a uno de sus hijos.

Sobre la vieja y gastada mesa de caoba, aún reposa un par de manzanas, roja una, verde la otra, como conviene al amor y a la discordia.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06