Día de muertos en Vallarta
Luis Javier Plata Rosas
Es de noche en Puerto Vallarta. Hoy es dos de noviembre y todo está a oscuras. Pero si te despiertas y decides caminar (y puedes hacerlo sin tropezar en una noche tan negra), y caminas por un camino estrecho y pedregoso que se encuentra atrás de la ciudad, hasta llegar al lado de un cerro lleno de vegetación, y, al llegar a este cerro, volteas hacia la derecha -hacia el mar-... verás cómo cientos de pequeñas luces iluminan un terreno rodeado por un muro viejísimo, tan viejo como su primer inquilino. Conforme te aproximes al muro, escucharás una mezcla de música, carcajadas y voces. ¡Hoy es dos de noviembre y en el panteón de Vallarta las calacas han empezado a festejar!
Las tumbas del panteón rebosan de velas cilíndricas de todos los tamaños. El suelo se encuentra lleno de pétalos amarillos de cempazúchil. De todas las cruces cuelgan adornos de papel de China, de manera que el cementerio está repleto de esqueletos y calaveras sonrientes de papel -es que acaso hay calaveras tan amargadas que no puedan sonreír?-. Es imposible hallar un rincón sin calacas panaderas, catrinas, futbolistas, charras, abogadas, boticarias y de todos los oficios que puedas imaginar.
Por una noche, los muertos han regresado a disfrutar de este mundo. ¿Sabes de un lugar mejor que Puerto Vallarta y sus playas para hacerlo? Una banda de esqueletos toca ritmos tropicales. Vestidos con guayabera, paliacate y sombrero, hacen sonar la marimba, la guitarra, el guitarrón y el arpa. En medio del cementerio crujen los huesos de docenas de calacas bailadoras. ¡A todos ha sorprendido que una calaca catrina mueva sus huesos a la hora del danzón con tan buen ritmo!
¿Por qué no bailan las dos calacas de aquel rincón? Son un pequeño niño gordo -aunque él prefiere decir: "soy de huesos grandes"- y una niña algo mayor que él. Un esqueleto con anteojos y barba larga, vestido con camisa y pantalón de manta y apoyado en un bastón, ha llegado a donde los niños están. Los niños lo abrazan con ternura. Es su abuelo pescador. El abuelo toma de la mano a los niños y sale con ellos del panteón. Juntas, las tres calacas se dirigen a la Playa de los Muertos siguiendo la luz de las velas colocadas en cada esquina de las calles del puerto.
Allá van el abuelo y sus nietos. A su lado pasan calacas en bicicleta, jugando carreras peligrosas; sin embargo, ¿Qué es lo peor que podría suceder a estos ciclistas? ¿Que se mueran de un susto? Más adelante, otras calacas pequeñas se divierten con canicas, yo-yos y trompos. Un grupo de calacas charras, montadas en esqueletos de caballos, hacen suertes con la reata para impresionar a unas adelitas que han adornado sus trenzas con moños multicolores. El charro más apuesto espolea a su caballo mientras grita: "¡Arre, costal de huesos!".
Un poco antes de llegar a la playa, un esqueleto de perro -que disfruta de un jugoso hueso- ha reconocido las siluetas huesudas del viejo y de los niños. Más tarda en dejar el hueso que en unirse a sus tres amos difuntos.
En la playa también hay fiesta. Las calacas nadan, bucean, saltan las olas. A un lado del mar se observa una casa con muros de adobe y techo de tejas rojas. Iluminada por velas que crepitan, la casa del banquete los espera: hacia allá van el abuelo y sus nietos.
Los cempazúchiles tapizan la entrada de la casa. El aire está lleno de copal, un olor lleno de recuerdos que encanta al abuelo, a los niños, e incluso al perro. En el centro de la casa el banquete está listo para los comensales: pollo con mole, frijoles, tortillas hechas a mano, pescado "envarasado", que es un pescado ensartado en largas varitas de madera; todo se le antoja a los niños, todo los llena de gozo.
"Ana, Paco, todavía no pueden comerse esas calaveras de azúcar. Primero vamos a cenar", dice el abuelo, a tiempo para evitar que sus nietos agarren las calaveras que tienen sus nombres escritos en un pedazo de papel aluminio. "¿Por qué no, abuelo!, ¡por favor!", ruegan los niños, hasta que obligan al consentidor viejo a responder: "Bueno, pero sólo una mordida. El resto, para después de cenar".
Antes de sentarse a comer, las calacas observan el altar hecho para celebrarlas. Es el mejor que han visto en años, piensan Ana y Paco, felices porque sus familiares, los vivos, han cuidado una vez más todos los detalles: un recipiente lleno de agua para que los difuntos se laven las manos, platones cargados de frutas, pan de muerto, la muñeca favorita de Ana, la caña de pescar de Paco, una fotografía con toda la familia de paseo por el malecón. Por supuesto que no falta el tequila del abuelo, sus redes y anzuelos de pesca y una pila de periódicos para que se ponga al día.
Al lado izquierdo del altar está un precioso vestido con bordados huicholes, una camisa diminuta, un pequeño pantalón y un traje nuevo de manta, muy bien planchado: Ana, Paco y el abuelo cambian sus viejas ropas por las nuevas. Mientras cenan, el abuelo cuenta miles de chistes de todos colores que hacen que los niños y el perro se mueran de risa. Acabada la cena, el abuelo toma la pila de periódicos, la coloca a un lado de su sillón favorito, escoge uno de ellos y comienza a disfrutar de su lectura. Ana y Paco utilizan la caña con la muñeca como anzuelo para jugar con el perro que, ladrando felizmente, no deja de jugar con los niños.
Horas después, el abuelo se acerca a la panga que está frente a la casa. Sube las redes, los anzuelos y los remos. Llama a los niños y al perro y, todos juntos, empujan la pequeña embarcación mar adentro.
Es de noche en Puerto Vallarta. Hoy es dos de noviembre y está todo a oscuras. Pero si te despiertas, y decides caminar, y cerca de la playa estás, y miras hacia el mar, podrás ver a cuatro esqueletos pescando en las hermosas aguas de esta ciudad.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Jul/05
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