El experimento

Federico Schaffler

Es incómodo.

Muy incómodo.

Hay gente a mi alrededor, enfrente, a un lado, a otro, atrás; hombres y mujeres que jamás había visto. ¡En persona!

No son avatares, ni imágenes holográficas o sosías. No son niks, o representaciones antropomórficas de inteligencias artificiales.

Son seres de carne y hueso.

Como yo.

Muy cerca de mí.

¡Al alcance de la mano! ¡Como si hubiera alguien que quisiera tocar a otra persona! Alguien que quisiera rozar sus dedos sobre la piel de otro. ¡Qué asco y qué perversión!

Percibo con claridad su nerviosismo, como estoy seguro que ellos sienten el mío. Sus extraños olores hieren mi nariz y sus movimientos impacientes me agitan. Yo creo que todos ansiamos que esta tortura termine ya, a pesar de que aún no ha empezado lo más importante, según nos han dicho.

Es notoria la precaución de los asistentes de no permitir un contacto físico con otra persona. Afortunadamente, los asientos en los cuales nos encontramos son amplios, debidamente espaciados, no tan cómodos como nuestras cabinas de descanso o trabajo, pero lo suficiente para aguardar sentados el inicio del experimento, de alguna manera relacionado con ese lienzo enorme que está frente a nosotros.

Al seleccionarnos, entre millones de ciudadanos de entre 15 y 50 años, se nos dijo que participaríamos en un estudio sociológico sobre entretenimiento comunitario audiovisual, sin darnos mayores explicaciones.

A muchos tuvieron que explicarnos en primer lugar qué era la sociología y qué era una interacción gregaria como la señalada en la descripción de la prueba. Una vez que recibimos las transmisiones informativas, a la mayoría nos obligaron a aceptar, bajo la advertencia del decomiso de nuestra cabina personal durante varios ciclos.

Nadie está dispuesto a estar incomunicado con la red. A pesar de lo dicho por los pocos fanáticos que prefieren lo que ellos llaman la "Realidad Real" a la realidad virtual, nosotros no nos consideramos ni adictos ni dependientes ni "remedos patéticos de seres humanos".

Simplemente somos.

La felicidad está garantizada. A través de nuestra percepción multisensorial, desde la comodidad de nuestro hogar y nuestra cabina, podemos trabajar una agobiante jornada semanal de cuatro horas, suficiente para supuestamente lograr que siga progresando el país y para asegurar nuestra conectividad con la red y nuestras raciones alimenticias. A pesar de estar recostados, inmersos en una cápsula hermética, los ajustados trajes que usamos ejercitan nuestros músculos y nuestros sentidos. Vemos, oímos, sentimos, gustamos y escuchamos lo mismo que hace 95 años, al principio de este siglo que está próximo a acabar, sólo que sin el riesgo del contacto físico. No hay necesidad de ello.

Recuerdo una vez mas un holovid que es particularmente aterrador: es aquél que muestra la celebración de la llegada del nuevo milenio, en un lugar llamado Nueva York, donde miles y miles de personas estaban reunidas, ¡tocándose!, cantando, gritando, bailando, ¡besándose y abrazándose! Siempre he pensado que su transmisión es una tortura sicológica a los niños, un condicionamiento conductista hacia el aislamiento en el que transcurrimos nuestra vida. Dicen algunos que si hubiéramos tenido padres, éstos no hubieran permitido tan aterradora exposición, pero eso no deja de ser simple especulación. La "familia" como se conocía hasta hace poco más de medio siglo, dejó su lugar a lo práctico de la concepción impersonal y la formación de ciudadanos en un ambiente aislado, sin contaminación física para nuestra formación.

Calculo que este experimento reúne en un solo lugar a no más de 300 hombres y mujeres, no a los miles que a todas horas accesamos los holovids de capacitación, información o entretenimiento. Forzado por una curiosidad que desconocía en mí, miro a los lados, para ver la palpable inquietud, temor, asco y resignación de quienes me acompañan en esta desventura.

Los momentos de ansiedad que vivimos son parecidos a aquellos interminables instantes en que tenemos que recargar las baterías de nuestros cubículos y terminales, cuando tenemos que desconectarnos, o cuando, en caso de extrema necesidad, nos vemos precisados a abandonarlos, para ir a los centros de reproducción, como es nuestra obligación, para dejar nuestra semilla y permitir que las máquinas y algunos humanos, generen in vitro a los futuros ciudadanos.

Se nos dijo que veríamos una película. De acuerdo a lo que pudimos investigar, el arcaico concepto es la designación de una serie de acciones que suceden bidimensionalmente, a través de una proyección lumínica que impacta en una superficie plana, generalmente plateada o blanca, la cual era presenciada en áreas comunales, a donde se asistía por voluntad propia, incluso desprendiéndose de algunos créditos, según se decía, "para disfrutar el espectáculo".

La acción es tan inconcebible, como pensar en que incluso se afirma en los viejos textos de los más oscuros rincones de la red, que podían ingerirse alimentos en esos lugares y que cualquiera podía asistir, sin tener que presentar un certificado de salud y un seguro de prevención de riesgos a terceros. También se dice que había, en algunos casos, intercambios de fluidos personales y ¡tocamientos!, la mayor parte de las veces entre hombres y mujeres, pero no necesariamente.

Todos los asistentes a este experimento firmamos una serie de documentos a través de los cuáles liberamos de cualquier responsabilidad a los organizadores y al propio sistema de gobierno, de cualquier contagio, contacto con otra persona o daño producido a nuestra percepción sensorial o a nuestra salud mental. Sobra decir que también fuimos obligados a hacerlo, so riesgo de perder nuestros derechos virtuales. Así es el sistema. Si es capaz de hacernos trabajar tantas horas a la semana, ¿cómo no va a ser posible que utilice tácticas terroristas para obligarnos a participar en algo que es antihigiénico, bisensorial y retrógrado?

Un conteo regresivo, intermitentemente flotando sobre la pantalla, nos indica que faltan sólo unos cuantos segundos para que "inicie la función", como dice debajo de los números, sea lo que esto fuere, aunque me imagino será la proyección.

Todos, estoy seguro, queremos que ya acabe este suplicio. Es salvaje reunir en un recinto cerrado como esta sala, a tantos hombres y mujeres. Yo creo que ni siquiera los infelices que tienen que ir a los institutos de readaptación durante varios años, para normalizar su resistencia a la red, sufren tanto como nosotros en estos interminables minutos.

Alguien estornuda hacia mi izquierda, seguido de un murmullo de reprobación y asco de casi todos los presentes, ahogado súbitamente por un acceso de tos de alguien a mi derecha. El primer contaminador se encuentra al menos a unos 30 metros de mí, creo. Es difícil calcular distancias sin las proyecciones retinales de nuestra contectividad. Quizá sea menos, quizá más. No tengo manera de estimar qué tan lejos están sin los menús interactivos que instintivamente busco con la vista en la esquina superior izquierda de mi percepción visual. La dirección de mi vista no baja ninguna serie de comandos y los movimientos de mi mano derecha no abren portales o pantallas alternas. Veo con extrañeza que varias personas enfrente de mí hacen los mismos gestos. Seguramente tienen programadas sus proyecciones individuales mediante comandos similares al mío.

Trato de serenarme. Percibo a mi alrededor respiraciones profundas, como las que aprendemos para controlar nuestro consumo de oxígeno y la ansiedad laboral. Los números se hacen cada vez más pequeños a medida que se acercan al cero. Siento humedad en mis manos, que sin poderlo evitar, se frotan una contra otra repetidas veces. La iluminación va decreciendo y la oscuridad invade la sala. Un casi imperceptible trago de saliva desciende por mi garganta reseca. Una emanación personal, posiblemente de la mujer a mi derecha, hiere mi nariz y me hace mover la cabeza en signo de reprobación. Si me ve y no le gusta, lo siento, no puedo evitar el asco. Me restriego la nariz con la mano, como queriendo alejar el olor, pero sólo es peor, ahora la tengo mojada de mi propio sudor. Me molesto conmigo mismo y me seco con la manga de mi uniforme, esperando que ya empiece esto.

A mi espalda se escucha un sonido mecánico, como si alguien hubiera sacado de algún cajón un aparato viejo y sin engrasarlo siquiera, lo hubiera echado a andar. En la pantalla se suceden con rapidez números, círculos, líneas cortadas y colores diversos. Se escucha un sonido susurrante, como rasposo, que me provoca un escalofrío. Finalmente en la pantalla aparece un texto de letras blancas sobre fondo negro, la proyección se ve sucia, con líneas rasgadas y un espantoso sonido que me altera los nervios, como si se hubiera interrumpido la conexión a la red y quedara sólo el vacío y la interferencia. Las palabras completan una frase y pocos instantes después el complemento.

No le entiendo el significado de la frase, quizá sea alguna reflexión filosófica de tiempos ya casi olvidados o algún lema de programa de viajes virtuales por el tiempo. Aparece ahora una escena similar a la que estamos viviendo los reunidos para el experimento. Un grupo de personas, vestidas de gris, escucha frente a ellos las palabras de un hombre que habla desde una pantalla, sobre su tierra, lugar de paz y prosperidad, mientras aparecen escenas de lo que creo es alguna batalla o guerra con ejércitos oscuros. En la proyección se escuchan muchos ruidos de los hombres y mujeres vestidos de gris, algunos se levantan y gesticulan molestos contra lo que ven frente a ellos. Aparece un número, aparentemente el indicativo de lo que vemos y un emblema simple de una letra V con la palabra INGSOC en el centro.

A mi alrededor sigo percatándome de la incomodidad de la gente, aunque la atención está fija sobre la luz que refleja la superficie blanca frente a nosotros, yo mismo me veo forzado a volver mi atención hacia adelante.

A medida que avanza el experimento, sigo sin entender por qué nos hacen percibir esas imágenes, sobretodo de tan mala calidad. Con las noticias que recibimos todos los días directamente a nuestras cabinas es más que suficiente para saber lo que necesitamos saber. Además, si ese número que apareció al principio se refiere al año, es casi la prehistoria, ni siquiera había realidad virtual. ¡No sé cómo podía vivir esa gente! Se suponía que esta prueba era para aprender algo del "entretenimiento gregario", pero no le veo la gracia a que nos muestren una visión utópica de nuestra sociedad. Una representación de algo que todos anhelamos, pero que sabemos imposible.

Me resigno a seguir sufriendo hasta que acabe esa emisión. Sólo espero que mis pensamientos no hayan sido captados por los guardias que nos esperan afuera o que este incómodo sillón no tenga grabadoras de pensamiento.

Exhalo un largo suspiro y en ese momento percibo una sensación extraña, que no me puedo explicar, la cual me hace girar la cabeza hacia la maloliente mujer a mi lado, quien me mira un instante con una leve sonrisa y poniéndose seria de repente, con un movimiento brusco de cabeza, como leyendo mi mente y recriminándome el que haga análisis que no me corresponde hacer, me invita a seguir observando la proyección.

Una ráfaga gélida recorre mi cuerpo, producto quizá del desprendimiento de mi cabina personal, la cual sigo extrañando, y es entonces cuando decido disfrutar lo que resta de esa estúpida utopía que nos proyectan, ansiando que acabe cuanto antes la película para regresar a la única realidad que conozco.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00