El Hombre de la Bolsa

Juan Planas

Tuve que llegar al extremo, casi al suicidio, para tomar la decisión de hablar por primera vez de mi problema psíquico; nunca lo había mencionado, ni siquiera con mi esposa o con mis amigos más íntimos. Lo consideraba una aberración inconfesable. Estaba seguro de que, si los demás lo llegaban a conocer, tendría que dejar mi puesto de presidente en uno de los bancos más importantes del país; creía que perdería la estima de mi familia; imaginaba las miradas, entre desdeñosas y compasivas, que dirigirían a alguien que albergaba en su cabeza algo tan indigno, tan bajo, tan elemental.

Así pues, tuve que encontrarme al borde del abismo para vencer mis prejuicios, concertar una entrevista con un afamado psiquiatra, el doctor Nessi, y, una vez en su consultorio, hacer de tripas corazón, pese a mis prejuicios y mis inhibiciones, para decirle: "Doctor, mi problema es que vivo angustiado porque tengo miedo de que me lleve el Hombre de la bolsa".

El psiquiatra no manifestó ninguna sorpresa; ni siquiera abrió mucho los ojos ni alteró su voz cuando le expliqué la índole de mi problema. Se limitó a cargar de tabaco una pipa, que encendió, y me propuso que le explicara cómo eran mis miedos y desde cuándo los sentía. La actitud natural y despreocupada de Nessi me dio ánimos y comencé a hablar. Cada tanto, el psiquiatra daba una chupada a su pipa. Cuando yo me estancaba, me hacía alguna pregunta para encauzarme de nuevo en mi discurso.

En este punto, conviene que resuma lo que le relaté a Nessi.

Tendría dos años y medio, o casi tres, cuando cierta vez me negué a comer la sopa. Estaban presentes mi madre y mi abuela. Ésta era una excelente mujer, pero se ponía desmedidamente fuera de sí cuando yo no quería alimentarme. Aquella vez no se le ocurrió nada mejor que amenazarme con que si no comía la sopa vendría el Hombre de la bolsa, me encerraría en su saco y me llevaría.

"¿Y adónde me llevará?", pregunté asustado. La abuela me contestó que iría a parar a una casa muy oscura, muy sucia y llena de telarañas, donde el Hombre de la bolsa encerraba a los niños que no se portaban bien. "¿No me dejará llevar el osito marrón?", pregunté, alarmado. Intervino mi madre para asegurarme enfáticamente que el Hombre de la bolsa no permitía juguetes en su casa. Aterrorizado, tomé la cuchara y, sin más protestas, me puse en el acto a devorar el plato de sopa.

Desde aquel día, recurrieron al Hombre de la bolsa cada vez que yo no quería comer; y, ante los excelentes resultados que daba, fueron extendiendo sus funciones: si yo remoloneaba para vestirme, si derramaba la leche, si no quería ir al jardín de infantes, si vaciaba un armario de la cocina y dispersaba ollas y sartenes por toda la casa, vendría el Hombre de la bolsa, que se llevaba a los chicos malos y los encerraba en su siniestra casa, donde no había juguetes. Bastaba con que mencionasen al espantoso personaje para que me encauzase inmediatamente en la buena senda.

Pasó el tiempo, y dejaron de amenazarme con el Hombre de la bolsa. No es que hayan juzgado que era un recurso inadecuado; lo que ocurre es que, a pocos meses de aquel episodio de la sopa, mi conducta se tornó ejemplar. Los parientes me elogiaban, las maestras me felicitaban, los vecinos me proponían como ejemplo para sus hijos. Me había convertido en el niño modelo, que no causa problemas, serio, respetuoso, obediente, muy aplicado en el estudio.

Lo que nadie sabía es que, ya en mi más tierna infancia, se había arraigado aquel miedo que me atormentaría por tantos años: cada vez que sentía la tentación de hacer algo prohibido, cometer alguna travesura o dejar de cumplir con alguna obligación, temía que el Hombre de la bolsa viniese por mí. Era el alumno más aplicado de la escuela, el que obtenía las calificaciones más altas, el más obediente, porque no quería que el Hombre de la bolsa me viniera a buscar por falta de aplicación o por mala conducta.

Por supuesto, cuando fui más mayorcito no pensé más en el Hombre de la bolsa como un ser real; comprendí que su existencia era tan ficticia como la de los Reyes Magos, Papá Noel o la Cenicienta. Sin embargo, aun siendo consciente de ello, el miedo persistió. Desde luego, se me dirá que es absurdo tener miedo de un ser que sabemos que es imaginario; no lo niego, estoy totalmente de acuerdo.

El hecho es que, como ya dije, por absurdo que fuera el miedo persistió. Si salía a divertirme, no podía disfrutar del esparcimiento, pues pensaba que debería estar haciendo mis deberes, y que me encontraba en infracción. Esa noche no podría dormir, o lo haría en forma entrecortada, creyendo a cada momento que el Hombre de la bolsa había entrado en mi habitación y me estaba destapando para meterme en su saco.

Crecí, cursé la enseñanza media, la universidad. Siempre fui un alumno modelo. Entré a trabajar en un banco. Pronto mis jefes advirtieron mi dedicación, mi seriedad, mi honradez. Hubo veces que me prohibieron llevar trabajo a casa o quedarme en la oficina después del horario obligatorio, exhortándome a que fuera al cine, o al fútbol, o de pesca, o de parranda. Lo hacían con las mejores intenciones, desde luego; ¿cómo podían imaginar los terrores que me inspiraba el dejar una tarea sin terminar? Claro, la acabaría al día siguiente... después de una noche de espanto, acuciado por el fantasma del Hombre de la bolsa.

Me casé, fui marido y padre ejemplar. Ascendí en el banco y, hace cuatro años, cuando se retiró el anterior presidente, hubo unanimidad para designarme en su reemplazo. Desgraciadamente, a medida que ascendía y aumentaban mis responsabilidades, cada vez sentía más remordimientos por no trabajar más, por no ser más competente, por no estar a la altura de mis obligaciones; pese a mi empeño, siempre estaba seguro de merecer el condigno castigo del Hombre de la bolsa. Salía del banco casi a medianoche para regresar a mi puesto a las siete de la mañana, tomaba cursos diversos para capacitarme más... En cambio, siempre fui muy comprensivo con las fallas y las debilidades ajenas, tanto en el trabajo como fuera de él; claro, pensaba que si trataba con desconsideración a alguien vendría el Hombre de la Bolsa a castigarme por ello.

Ahora comprendo que me había convertido en una especie de verdugo de mí mismo. Mi familia y mis amigos me decían que me estaba matando; los directores del banco me exhortaban a tomar el trabajo con más calma y disfrutar de la vida. Yo continué con ese modo de vivir hasta que me di cuenta de que no daba más. Empecé a tener diversas dolencias, una tras otra, perdí peso... Y, lo peor de todo, siempre pendía la amenaza del Hombre de la bolsa. Últimamente, ya ni siquiera era un terror relegado a las horas nocturnas: ahora esperaba verlo aparecer en cualquier momento del día. Cuando mi secretaria golpeaba la puerta de mi despacho, temía que el Hombre de la Bolsa se presentara a llevarme porque tenía un día de atraso en la terminación del balance. Así pues, me decidí a pedir una cita con un psiquiatra.

Cuando terminé de hablar, Nessi se arrellanó en su butaca, exhaló lentamente una bocanada del aromático humo que fumaba y dijo:

-No parece que sea un caso demasiado complicado... Claro, como la cosa viene desde la infancia, vamos a tener que trabajar durante algún tiempo para erradicar este problemita. De momento, lo que urge es mitigar los síntomas.

Tomó un recetario y escribió una prescripción. Me explicó que debía tomar medio comprimido a la mañana y medio a la tarde, y que lo volviera a ver en un mes. Me aseguró que podía quedarme tranquilo, pues muy pronto empezaría a sentirme mejor.

Efectivamente, en cosa de una semana mis miedos se atenuaron; paulatinamente, fueron desapareciendo también ciertos síntomas -diarreas, insomnio, sudores- y, cuando transcurrido el mes convenido con Nessi me presenté en el consultorio, tuve la dicha de anunciar que mis viejos temores habían desaparecido completamente.

-Era lo que esperaba -dijo, mientras limpiaba la cazoleta de su pipa-. Los síntomas ya no lo perturban. Ahora es tiempo de que trabajemos para erradicar definitivamente el problema.

Me preguntó cuánto faltaba para mis vacaciones. Le contesté que apenas dos semanas; aunque, en realidad, en los últimos cuatro años no las había tomado, y mientras mi familia se encontraba de veraneo yo trabajaba catorce o quince horas diarias en el banco.

-Muy bien; aunque no fuese más que para reposar, es evidente que usted necesita unas buenas vacaciones.

Tras vaciar las cenizas de su pipa, Nessi prosiguió:

-¿Cree que tendría dificultades en explicar a su familia que es conveniente que vaya de vacaciones solo?

Nessi había destacado la última palabra. No sin sorpresa, le dije que seguramente lo entenderían, si yo podía dar buenas razones para esa novedad.

-Puede explicarle a su esposa, que será probablemente la persona más sorprendida, que usted necesita pasar un tiempo lejos, en otro país de ser posible, y sin ningún contacto con la personas que frecuenta durante todo el año; que eso es muy importante para su salud. De ser necesario, dígale a su mujer que venga a conversar conmigo.

Nessi abrió una lata de tabaco y empezó a cargar su pipa mientras proseguía:

-Por otra parte, usted no dirá más que la verdad... aunque no sea toda la verdad.

Nessi había terminado de cargar su pipa. Apisonó el tabaco en la cazoleta con un pequeño dispositivo y continuó:

-Usted ha vivido hasta ahora sin cometer infracciones, ni siquiera las más veniales. Para que empecemos a expulsar al Hombre de la Bolsa, que está ahí escondido en su mente, aunque lo hemos adormecido, usted tiene que apartarse por algún tiempo de los lugares donde ha vivido esa vida ejemplar, y de las personas que le han visto comportarse siempre como un niño modelo.

Nessi encendió su pipa, y después de dar un par de chupadas, prosiguió:

-Pásese un mes, o mejor dos, bien lejos, por ejemplo en Europa. Si alguna vez quiere emborracharse, emborráchese; si quiere ir a un prostíbulo, vaya sin remordimientos. Verá que el Hombre de la bolsa no vendrá a la noche a llevárselo.

Nessi exhaló una larga bocanada de humo y, mientras se ponía de pie, concluyó:

-Desde luego, no se meta en líos... cuídese. Y cuando regrese de las vacaciones, llámeme y empezaremos el tratamiento a fondo. Creo que necesitaremos un par de sesiones semanales, durante cierto tiempo.

Yo le había dicho a mi mujer que estaba viendo a un psicólogo porque me encontraba mal, por preocupaciones de trabajo. Cuando expliqué en mi casa que Nessi me recomendaba salir solo de vacaciones, ello no causó extrañeza; por el contrario, todos se alegraron de que por fin yo me tomara ese descanso tan postergado.

Así pues, partí para Europa. Libre de remordimientos, me sentí con derecho a cometer ciertas contravenciones que habría creído inconcebibles pocos meses atrás.

Fui no a un prostíbulo, como había sugerido Nessi, sino a muchos, jugué en los casinos y perdí fuertes sumas con la sonrisa en los labios, escribí obscenidades en los retretes de cafés y restaurantes, y cierta noche que regresaba caminando, pasado de copas, de un estupendo lupanar de Madrid, atrajo mi atención un cartel luminoso; era una propaganda de mi banco. Sin pensarlo dos veces, tomé un ladrillo de una obra en construcción y lo lancé contra el cartel, que estalló en mil pedazos. Por suerte, el desaguisado no terminó en la comisaría.

Lo extraordinario era que pudiese hacer todo eso sin sentir la amenaza del Hombre de la bolsa. Empecé a pensar que el problema era algo del pasado, que de ahí en adelante aquel cuco no sería más que un recuerdo lejano, como esas enfermedades que se tienen en la niñez; que era una tontería perder el tiempo haciendo dos visitas semanales a Nessi quién sabe por cuántos meses.

Hacia el final de mis vacaciones, esa idea se había afirmado. "Esa tontería del Hombre de la bolsa ya se terminó. A partir de ahora, haré lo que me dé la gana sin sentir ridículos miedos de niño. Estoy muy agradecido para con Nessi, pero tengo cosas más interesantes que hacer que perderme dos tardes cada semana con él", me dije. Aquella noche, la última que pasaba en Europa, pedí en el hotel (era el más caro de Londres; los directores del banco me recomendaron que no reparara en gastos) que me mandaran dos chicas a la habitación, porque deseaba despedirme espléndidamente del Viejo Mundo.

A la mañana siguiente, me desperté entre dos espléndidas bellezas, una africana a mi derecha y una rubia muy sonrosada a mi izquierda. El desorden de las sábanas dejaba al descubierto parte del escultural cuerpo de la africana; sobre la mesita de luz había un par de vasos, uno de ellos tumbado, junto a una botella de whisky y un cenicero repleto de colillas. Se me ocurrió pensar en la cara que pondrían los del banco, mis familiares, mis amigos, los directores de las escuelas de mis hijos, si pudiesen ver aquella escena tan poco edificante. Y lo peor -o lo mejor- era que yo me sentía muy satisfecho de la noche de juerga. Me eché a reír con tantas ganas que desperté a las chicas. "¡Estoy curado!", pensé jubilosamente.

Fue en el taxi en que, algunas horas más tarde, viajaba rumbo al aeropuerto, donde sospeché que tal vez las cosas no marchaban a la perfección. El conductor debió detenerse por un atascamiento del tránsito; culpa de una mujer que había estacionado su auto en doble fila para ir a comprar cigarrillos. La mujer volvió enseguida y el tránsito se normalizó, pero, aunque yo no había perdido más que uno o dos minutos y tenía tiempo de sobra, me irrité muchísimo. "Es vergonzoso lo que hizo esa mujer. Perjudicó a muchas personas con su irresponsabilidad. ¿Para qué existen las normas del tránsito, si no es para cumplirlas? A esa mujer se la llevará el Hombre de la bolsa", me dije.

Desde aquel día se me han ocurrido pensamientos parecidos, cada vez con mayor frecuencia. Me he vuelto muy crítico de los defectos ajenas, tanto en mi casa como en mi trabajo; juzgo muy severamente a los demás, y cada vez que alguien comete una falta, pienso que esa noche se lo va a llevar el Hombre de la bolsa. Al principio, lo atribuí a un residuo de mis años de terrores; aunque, por cierto, no he sentido ninguno de los síntomas corporales -insomnios, etc.- que antes padecía. "Ya irá pasando esto, también. Es cuestión de un poco de tiempo", pensaba.

Hasta que tuve que rendirme a la evidencia; fue ayer, a las diez de la mañana. A esa hora comenzó la reunión a la que asistieron los gerentes del banco; los había convocado "para unificar criterios de conducción", según decía la circular que les mandé. Ahora, escuchando la grabación de mi discurso, me doy cuenta de que yo parecía un severo director de escuela regañando a un grupo de alumnos díscolos.

Y lo más grave es la gaffe que estuve a punto de cometer. ¡Dios mío! Me estremezco en pensar lo que habrían pensado... Yo venía diciendo: "...porque quienes ocupamos los puestos de dirección del banco tenemos la obligación ineludible de consagrar todos nuestros esfuerzos al logro de los objetivos propuestos; y si alguno se muestra negligente en el cumplimiento de esta obligación..." Estaba por añadir: "...se lo llevará el Hombre de la bolsa"; por suerte, me di cuenta a tiempo y agregué algo convencional y esperable; dije: "estará defraudando la confianza que el banco ha depositado en él".

Esta mañana hablé con la secretaria de Nessi. La primera sesión será el próximo miércoles a las 18.


Otro cuento de: Hospital    Otro cuento de: Casa de la Risa  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Juan Planas    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02