Ellos

Vienen hasta nuestros brazos
Para degollar a nuestros hijos y compañeras.
(La Marsellesa)

Eduardo Gil Moré

No sé cómo empezar. Estoy mal sentado encima de un fardo, en el interior de un vagón de carga. Como era de esperar, huele mal, aunque moderadamente. Ni a estiércol, ni a paja corrompida; sólo un fuerte olor a humedad, algo nada ofensivo para alguien que ha vivido durante años en el barrio viejo. Estoy esperando a que aparezca por aquí algún tren que me pueda llevar hacia el interior, no importa dónde, con tal de que sea lejos de la capital.

Podría pasar sin hacerlo, pero creo necesario que alguien escriba un relato puntual de los hechos, y eso basta para que me sienta obligado. Yo estaba presente cuando empezó todo; la suerte ha querido que presenciase los momentos más importantes. Y tengo la fortuna de ser uno de los supervivientes, aunque no sé por cuánto tiempo.

Al repasar los hechos ocurridos, la primera impresión es de sorpresa por la desproporción. ¿Quién se podía imaginar que un hecho aparentemente tan nimio iba a tener esas consecuencias? Nadie podía suponerlo, y tal vez esa sea la razón de todas las falsas noticias que se han urdido para justificar la catástrofe. Pero siguen siendo mentiras. No había, y hay que decirlo bien alto, ninguna epidemia declarada a bordo del barco. Los inspectores sanitarios, en su primera visita, no detectaron ningún caso de enfermedad grave o contagiosa. Los informes hablan de malnutrición y agotamiento, lo que era lógico después de una travesía en tan penosas condiciones.

Las autoridades portuarias, en contra de lo que propalaban los rumores, estaban perfectamente enteradas de la llegada del barco. Por lo visto, hay gente que cree estar viviendo aún en la Edad Media. No, hoy en día hay radares, y frecuencias de radio específicas para la navegación, y un servicio de vigilancia de costas. Además, las rutas marítimas están tan definidas como las carreteras, y cruzarse con otro barco y dar un comunicado de avistada es de lo más rutinario. Hay mucho interés en seguirle la pista a un barco, a cualquier barco. A menudo hay mucho dinero en juego.

Se sabía también que la mayoría de los pasajeros había tenido que pagar fuertes sumas de dinero a las mafias locales para poder embarcar. Y no se descartaba que algunos miembros de esas mafias viajasen a bordo. Pero eso no preocupaba excesivamente, ni siquiera a la policía. Sólo eran un puñado de delincuentes comunes, que tarde o temprano cometerían un error y acabarían en la cárcel. Por lo demás, el sentimiento general del público hacia los ocupantes era de simpatía, cuando no de lástima.

Hasta cierto punto, resultaba comprensible la decisión de las autoridades de impedir que nadie abandonase el barco. Antes había que resolver los trámites de inmigración. Pero desde el primer momento se procuró evitar que el caso se contaminase del amargo recuerdo de otros semejantes; todos recordamos esas terribles historias de barcos cargados de refugiados que no eran admitidos en ningún puerto, y se veían obligados a vagar en busca de un destino. No, la ayuda humanitaria no faltó, desde el primer día. Además de los auxilios médicos, una cuadrilla de voluntarios y funcionarios entraba y salía del barco, llevando raciones de campaña, bebidas y ropa de abrigo. Los funcionarios confeccionaban largas listas de filiación, edad, recursos y profesión.

Apenas habían pasado dos días de la llegada del barco cuando se produjo el primer extraño suceso, a un tiempo insignificante e imposible. Estoy hablando del famoso nudo. En este momento, ignoro quién podrá leer estas líneas, y qué conocimientos podrá tener de los usos náuticos, por lo que me veo obligado a aclarar algunos términos. Cuando un barco atraca en un muelle, se le suele amarrar con unas gruesas cuerdas (cabos, dirían los marinos) llamadas estachas o maromas. Suelen tener casi el grosor de un muslo, y se ensartan en esos conocidos pilones metálicos llamados norayes. Es costumbre que las estachas lleven ensartado a media altura un disco metálico, que sirve de obstáculo para el paso de las ratas. Y lo usual es tender al menos dos estachas, una a proa y la otra a popa.

Pues bien: en una de las maromas del barco, una buena mañana apareció un nudo, un poco más arriba del disco. La cosa en sí no tenía nada de especial, si se miraba superficialmente. ¿Qué tiene de particular un nudo? Pero considerado con más detalle, resultaba imposible. Teniendo en cuenta el grosor y el peso, y la altura a la que se hallaba, sólo un gigante de tamaño descomunal habría podido hacerlo. Eso, sin hablar de que habría sido preciso desenganchar la estacha del noray. La cosa era tan insólita como si apareciese un nudo en un cable del tendido eléctrico, entre dos torres de alta tensión.

No hablo por referencias. Yo ví el nudo con mis propios ojos. El hecho, como es lógico, despertó cierta curiosidad, especialmente entre el personal del puerto. Empezaron a circular todo tipo de conjeturas. La más insistente achacaba la responsabilidad a los propios pasajeros del barco. Por absurdo que pueda parecer ahora, no sonaba tan descabellado. ¿Qué sabíamos de ellos? Venían de un país montañoso, aislado y pobre. Hablaban una lengua extraña que nadie entendía. Y era fácil imaginar que en sus atrasados pueblos, entre los rebaños de cabras, hubiese aún hechiceros, con poderes y prácticas totalmente desconocidos.

Desde un punto de vista racional, no tenía ningún sentido. Aún admitiendo que pudiesen hacerlo, ¿por qué iban a hacerlo? Y si tenían esa magia, ¿por qué no la habían usado contra las tropas enemigas? Si estaban allí, era porque los invasores los habían acorralado hasta hacerlos huir de su país. Cualquier poder que tuviesen no era suficiente para enfrentarse a la artillería pesada. Por lo demás, resultaba bastante incongruente sospechar de gentes para las que un simple teléfono de bolsillo ya era cosa de magia.

La opinión popular es con frecuencia poco racional, y a pesar de todos los argumentos, persistió una sombra de prevención, que quedó flotando. Justo entonces fue cuando ocurrió el asesinato. De madrugada, se descubrió el cadáver de una joven en el muelle, al lado del barco. La autopsia reveló que había sido arrojada desde cierta altura, posiblemente desde el barco. Había sido salvajemente violada, y para completar el macabro cuadro, al cadáver le faltaba una pierna. Muchos no necesitaron más pruebas para culpar a los refugiados. Se habló incluso de que la pierna que faltaba se había usado para prácticas de canibalismo, y que jamás sería encontrada.

De la noche a la mañana desaparecieron las cuadrillas de voluntarios. Hubo que poner un cordón policial en las proximidades del barco, para mantener a raya las manifestaciones de protesta. Un funcionario policial, amigo mío, me comentó en privado:

- Lo más probable es que no hayan sido ellos. Me puedo creer que sean unos asesinos, e incluso caníbales. Lo que no me puedo creer es que sean tan idiotas. Si en vez de tirar el cadáver al muelle lo hubieran tirado al otro lado, habría ido a parar al agua. Suponiendo que llegásemos a encontrarlo, habrían pasado días, y no habría forma de saber dónde había muerto.

Por cierto, hace un par de días se descubrieron los restos de una pierna en un terreno baldío de las afueras. Es probable que se trate de la pierna que le faltaba al cadáver. La noticia apreció como un suelto en una de las páginas interiores de los diarios. Ya no era importante. Y ya nadie está dispuesto a admitir que el odio generalizado hacia ellos pueda ser injustificado. Aunque se intente razonar con alguno, acabará diciendo: "Aunque no matasen a la chica, está el caso de los niños".

Pongamos las cosas en su sitio. Es cierto que hubo dos chiquillos del barrio cercano al puerto que desaparecieron durante tres días. Y es verdad que se los encontró a bordo del barco. Pero en ningún momento, a pesar de toda la alharaca, se ha podido probar que fuesen raptados. La opinión de la policía es que se colaron, burlando la vigilancia, una simple travesura. Ya sé lo que dice la madre, que habla de prácticas inhumanas que tuvieron que sufrir las pobres criaturas. Pero si eso fuese cierto, ¿por qué se negó en redondo a que se les practicase un examen médico?

Yo, naturalmente, tengo mi propia opinión. Los muchachos presentaban algunos moretones en brazos y piernas, eso se veía sin necesidad de ser médico. Pero para eso hay otras explicaciones. En primer lugar, chicos de esa edad, traviesos e inquietos, sufren golpes y caídas casi a diario. Todos conocemos el barrio, y no se puede descartar que el trato que reciben de sus padres no sea tan afectuoso como debiera. Lo de la madre merece un capítulo aparte. Una pobre mujer, que malvive como puede, y que de repente se ve convertida en el centro de atención, es lógico que no sepa reaccionar, y pierda la cabeza, y fantasee más de la cuenta. A estas alturas, ya debe estar convencida de que todo lo que dijo es rigurosamente cierto. Pero resulta difícil creer que los dos chicos, por el ambiente en que vivían, no supieran escurrir el bulto si se veían venir algún peligro.

La situación era muy tensa. Efectivos del Ejército reforzaron a los de la Policía. Desde la puesta del sol, una amplia zona alrededor del barco quedaba absolutamente desierta. El miedo y el odio hacia ellos se mezclaban en los sentimientos de la gente, y se oyeron algunas tímidas protestas, pidiendo al gobierno que se llevase el maldito barco a otro sitio.

La muerte del primer extranjero no debía habernos tomado por sorpresa. Después de tantos días encerrados y hacinados, era lógico que alguno intentase escaparse. Y sabiendo cómo estaban las cosas, no se podía esperar que la reacción de la gente fuera precisamente amable. Que en nuestra ciudad existen pandillas más o menos violentas, es algo sabido. Si se suman todos esos factores, lo que resulta es una noticia que apareció en los diarios: refugiado muerto a manos de un grupo radical. Curiosamente, a todo el mundo pareció preocuparle más el hecho de que el refugiado hubiera podido abandonar el barco, que su muerte por unos "incontrolados". Las comillas son irónicas. Muchos creemos que las autoridades, que querían salvar su imagen, utilizaron bajo cuerda a grupos extremistas, para que les hicieran el trabajo sucio: intimidar a los extranjeros y soliviantar los ánimos. De esa forma, la opinión pública acabaría por exigir que se echase a los intrusos.

No creo que se pueda señalar a un único responsable. Alguien debería haber sabido que el odio puede crecer muy deprisa, mucho más que la capacidad de decisión de un gobierno. Corrió el rumor de que se planeaba un asalto al barco, para acabar de una vez con aquel grupo de salvajes. Aquella iniciativa, desde cierto punto de vista, tenía sus motivos. La mayoría había llegado a creer que ellos eran una amenaza. Y en cierto sentido lo eran, indudablemente. Cualquiera que pase por una situación difícil, que se encuentre desposeído de todo, constituye una amenaza para nosotros. Porque nos recuerda cuánta suerte hemos tenido al disfrutar de nuestro cómodo estilo de vida. Hasta qué punto nos hemos olvidado de nuestras antiguas creencias, que es lo único que les queda a ellos, y que les permite sobrevivir. Lo egoístas que nos hemos vuelto, al pensar que para socorrer a esos necesitados, tal vez tengamos que renunciar a nuestro tercer automóvil.

Siempre es desagradable que nos recuerden que una mujer puede no ser ese figurín que va del salón de belleza al club de bridge, sino una pobre persona que se pasa media vida luchando contra la suciedad y el hambre. Que la principal preocupación de un hombre no siempre es elegir el fondo de inversión en el que colocar sus ahorros. Que a lo mejor, la finalidad de la escuela podría ser que los chicos aprendan cosas que les sirvan para poder tener un futuro. Nosotros no tenemos la culpa de estar del lado bueno de la verja. Pero nos es muy fácil pensar que ellos sí son culpables de no querer estar del lado malo.

El asalto tuvo lugar hace tres semanas, con el resultado de todos conocido. El cine y la literatura han glosado mil veces la épica de los asedios, desde la Ilíada, por lo menos. Pero esa vez, el cine y la literatura eran propiedad privada de los atacantes. Si tuviera más fe en la naturaleza humana, diría que fue la última guerra colonial, los ricos atacando a los pobres. Pero no me puedo creer que sea la última. Tal vez sea consolador pensar que el valor de la desesperación pueda pesar más que la prepotencia del egoísmo. Los refugiados no sólo frustraron el ataque de un grupo armado eficientemente, sino que lograron romper el cerco y escapar todos del barco, dispersándose por la ciudad.

Hubo incluso algo mezquino y falto de imaginación en el hecho de que el barco no acabase incendiado. Estamos perdiendo estilo, y ya lo único que sabemos hacer es dejarlo todo lleno de basuras y de ese hedor insoportable que acompaña a la humanidad. Con esos antecedentes, no es de extrañar que lo que antaño habría sido llamado una invasión, fuese calificado como "problema de orden público". Esa era la obligada postura oficial. Algo había que decir ante los continuos incidentes. Y habría sido una pésima política aumentar la alarma social que la nueva situación causaba.

El ambiente que se respiraba en la calle era sin embargo aparentemente tranquilo. Había llegado la primavera, época de lluvias y ocasionales días de sol, y la gente tenía ganas de salir, por más que fuera indudablemente peligroso. La policía, de vez en cuando, practicaba alguna detención, pero que la mayoría de ellos seguía en libertad era un secreto a voces. No es raro que supieran ocultarse; no es un superviviente por casualidad. Y venían de un país en guerra. Esquivar a los vigilantes en nuestra ciudad, que no estaba ocupada por tropas, militares, era para ellos un juego de niños.

Recibieron ayuda, claro, de las capas más bajas de la sociedad, con la solidaridad propia de los perseguidos. Y sus actos eran cada vez más salvajes y desesperados. A los robos y asaltos se sucedieron los raptos, las violaciones, los asesinatos. Se decía que por las noches, bandas enteras recorrían las calles en busca de víctimas. Ante la impotencia de las autoridades, no tardaron en dejarse ver a la luz del día.

La ciudad acabó por paralizarse. La calle estaba tomada por ellos. Hace ya tres días que las tiendas no abren. Los artículos de supervivencia que casi todos tenemos en casa están a punto de agotarse. Ha llegado el momento de irse de aquí, de buscar un sitio más tranquilo, en el que al menos se pueda vivir. Esta mañana he recogido lo más imprescindible en una pequeña bolsa de viaje, sin olvidar algún objeto de valor y todo el dinero. He cerrado cuidadosamente la puerta de casa, a sabiendas de que es inútil. Cerrojos y candados no van a detener a esos vándalos. Evitando cuidadosamente las calles por las que ellos patrullan, he podido llegar hasta aquí. No creo que me encuentren, y conservo la esperanza de poder escapar.

El manuscrito adjunto fue hallado junto al cuerpo sin vida de E.G., de mediana edad, en el interior de un vagón de carga, en una vía muerta de la Estación Central. Según el informe forense, la causa de la muerte fue una parada cardio-respiratoria. Investigaciones posteriores han confirmado que el difunto se había fugado poco antes de una institución psiquiátrica.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 28/May/02