Graduación
Edmé Pardo
Fui a la graduación de sexto de primaria con peinado de estética, uñas manicuradas y vestido largo. Pasé la mitad de la tarde con mujeres que teñían su edad y limaban su ánimo entre olores de fijador para cabello. Era la primera vez de todo eso: iniciaba mi vida de señorita con la certeza de que el anhelo de ser grande, de crecer, empezaba a cumplirse. Entré al salón de fiestas con apariencia hasta entonces desconocida: fue la noche inaugural de la mujer en que me convertí.
Los invitados obligados: papás, abuelos, hermanos, se marcharon temprano porque, como parte del festejo, pasaría la noche en casa de Susana. Después de recibir mi diploma brindamos con vino, cenamos comida acartonada, bailamos un rato y partieron. Me dio gusto ser yo la que se quedaba y no como de costumbre ser la primera en irme. Cuando llegó el mariachi, a Susana y a mí nos dio por buscar restos de botellas de vino y beberlos de un trago. Nos reímos mucho a causa de la velocidad que crecía adentro y nos rebasaba, la noche se hizo más festiva y de tan animadas entonamos a toda voz letras que ni conocíamos. La mamá de Susana no comentó sobre nuestro estado, aunque para sacarnos los zapatos, encontrar el camisón, quitarnos el rímel, tuvimos dificultades. A la hora de meternos a la cama todo daba vueltas, era entre mareo y risa; apenas con los pies en el piso, haciendo tierra, pudimos dormir. A la mañana siguiente la luz, el ruido, nuestro propio cuerpo, nos parecieron algo nunca experimentado.
Así que entré a la secundaria habiéndome graduado de niña. Está de más decir que muñecas, peluches y vestidos adornados con encaje, salieron del cuarto aquellas vacaciones. En su lugar aparecieron carteles de ídolos musicales y un par de faldas cortas. Por esos días aprendí a manejar: camino a la escuela, papá era el copiloto y yo conducía el carro entre sustos y gritos; llegaba a clase con las manos sudorosas y la falda trepada a los muslos que según el reglamento debía cubrir la rodilla. Empezaba a dirigir mi vida, era yo la que iba al volante de mi destino, aunque me apenaba no domar mi cabello ni ocultar las manchas de sudor en la blusa del uniforme. Me sentía rara con el tamaño de mis pechos y me arruinaban las mañanas los cólicos de cada mes.
Pasaba las tardes fundida al teléfono hablando con Susana de no sé qué; y las que no, con ganas de llorar sin razón precisa. Había muchas emociones nuevas que no sabía cómo ordenar.
Lo mejor de aquella época fueron los viernes que iba dormir con Susana, donde la vida era más fácil porque sus papás estaban divorciados y la mamá salía a cada rato. Poníamos música a todo volumen y nos servíamos un poquito de cada botella, para que no se notara la baja del nivel, mezclado con refresco de toronja o cocacola. Ahí, durante esas noches, no tenía duda de quién era yo, no me asustaba manejar, ni mi cuerpo nuevo, mucho menos reprobar química porque estaba segura que memorizar la tabla de los elementos era inútil. Yo pensé que aquello lo debía a Susana, mi cómplice, mi verdadera amiga; pero al año siguiente cuando se mudó de país porque la mamá volvió a casarse, me di cuenta de que no era sólo ella la que me hacía sentir así: libre, segura; sino esa mezcla de licores y refresco.
Para segundo de secundaria en todas las fiestas había alcohol, sangría muy supervisada por los papás o clandestinamente en las chamarras de los chavos. Yo prefería mi bebida más cargadita pero no tanto como para vomitar a media calle como los hombres. Escuchaba la música y memorizaba las letras, todas hablaban de cosas que tenían que ver conmigo: era como si me abrazara el oleaje en que me mecían las palabras y las copas. Entonces, cuando en las tardes me quedaba sola en casa, servía un trago de lo que fuera, chiquito, para estudiar mejor, para no meditar en el futuro ni en Sergio que se empeñaba en ocupar todo mi pensamiento. Disfrazaba el aliento a alcohol con una buena lavada de dientes y pastillas de menta de esas que paralizan la lengua. Mi vida familiar parecía menos incómoda, menos estricta a pesar de la ausencia de Susana, y hasta gustaba de estar con ellos los domingos que en la comida bebía dos copas de vino.
Pasé a tercero de secundaria hecha una mujer, una mujercita según mi abuela. Entallaba vestidos que acentuaban mis formas, traía las uñas barnizadas de colores claros, manejaba el coche de mis padres y gozaba en cualquier oportunidad de las cosquillas y silencios que da el alcohol. Pero sucedió que en un par de fiestas perdí el estilo. Una vez me caí, pretexté el escalón pero sabía bien que era el mareo delicioso que llena la sangre de burbujas. Otra vez estuve besándome con Sergio y dejé que metiera mano y tocara mis pechos; eso me lo contó él días después porque no recordaba nada.
A diferencia de mi graduación de sexto, la de tercero de secundaria fue un viaje a Taxco. Eramos jóvenes hechos y derechos que no necesitábamos papás para aburrirnos frente a una cena de lomo en salsa de ciruela acompañado con puré de papa. Ibamos maleta en mano tras el mundo con algunos maestros de supervisores; aunque ante la bandada de alumnos fue poco lo que pudieron hacer. La pasamos subiendo y bajando por el funicular, adentro de la alberca, en la compra de plata, encerrados en las habitaciones donde alguien había conseguido clandestinamente licor. Hay cosas que no recuerdo bien, por ejemplo la noche en que el compañero de cuarto de Sergio desapareció unas horas y nos dejó a solas, apasionados, sin control. Me vine a dar cuenta de lo sucedido al regreso del viaje. Casi todos en el camión venían dormidos por los desvelones y las borracheras. Yo sentía el cuerpo adolorido y la urgencia de tomar una cuba o cualquier cosa. Quería salir de mi cuerpo, de mí, perderme de mi propia vista. Quizá por eso, y sin darme cuenta, bebí cada vez más y pasé a los acostones sin ton ni son. Ignoro cómo me salvé de salir embarazada: me encantaba la sensación simultánea de anestesia y peligro.
Mis padres supieron lo que sucedía, me explicaron que tenía todo: juventud, cariño familiar, comida, techo, inteligencia, la posibilidad de un futuro promisorio. Pero aún así quería beber cada tarde de lluvia, cada fiesta, cuando estaba sola, cada que alguien llegaba a mi casa. Sí, entonces lo tenía todo.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Ago/00