El Hombre que Gustaba de Mirar la Lluvia
a Oscar de la Borbolla
Armando Ortiz
Un día, un hombre, decide después de pensarlo un poco, que lo mejor que puede hacer con su vida es casarse con la mujer que ama. Hay una gran lógica respecto a esta decisión. El hombre acaba de cumplir los 35 años, su madre murió apenas el invierno pasado, a su padre nunca lo conoció y como fue hijo único no tiene más parientes que una tía autista que vive en un manicomio disfrazado de asilo. La amada es una mujer que calza zapatillas del dos y medio, su cuerpo es consecuente con sus pies; tiene unos ojos también pequeños pero que le alcanzan para mirar lo suficiente, ni un centímetro más. Ella, que se llama Virgen, recibe la noticia con tranquilidad, se siente comprometida con el hombre no tanto porque lo ame, sino porque durante los dos últimos años ha aceptado todas sus invitaciones al cine. Esta relación basada en una preferencia de espectadores cinematográficos tiene su historia propia. Ambos han repasado al menos en los dos últimos años cerca de ochenta películas entre las que sobresalen las de drama amoroso. Así, ellos se conocieron en "París, Texas", y para cuando vieron juntos "Nunca te vi, siempre te amé", la relación ya se había afirmado; estuvieron a punto de romper en "El año que vivimos en peligro", pero se reconciliaron por completo con "Magnolias de acero", aunque fue cuando salían de "Manhatan" cuando él por fin le declaró sus intenciones de casarse.
Así pues, se casaron en el mes de junio que es cuando las primeras lluvias de verano se empiezan a soltar y los alacranes empiezan a sentir la necesidad de buscar el caliche de otras paredes. La boda fue sencilla, un juez a domicilio, veinticinco invitados, un vestido de novia, un saloncito de baile, una tarta con relleno de almendras, un beso sin pasión y un taxi que los recogió a las once de la noche para llevarlos al departamento de él. Al principio ambos sentían una vergüenza irreal, un pudor que los mantuvo inmóviles al menos durante 27 minutos. Pero fue él, después de aspirar suficiente aire (cual si fuera a tener que contenerlo durante toda la noche), quien empezó a desnudarse primero; ella por supuesto hizo lo mismo. Después de las primeras prendas arrojadas a la desvergüenza todo se transformó en una competencia de parsimonia en la que habría de ganar el último en quedar completamente desnudo. Como él le llevaba una cierta ventaja, ella fue la primera en darse cuenta que era verdad eso que había leído en un cuento de principios de siglo: "Es mejor un novio vestido, que un marido desnudo". No obstante ya no había tiempo para esas cavilaciones estéticas; ella misma se vio sus pechos de mujer madura y se maravilló de que un hombre se hubiera podido fijar en esos senos que ya eran como frutas fuera de temporada. Ya ambos en la cama intentaron tocarse, tardaron un buen rato para encontrar lo que andaban buscando, pero cuando lo encontraron, los dos se decidieron a que nada en el mundo los obligaría a soltarlo; pero que equivocados estaban.
A eso de la dos y media, cuando ambos estaban en la postura del acto amoroso, empezó a llover con tal discreción, que las pocas personas que ese día se mantenían en un insomnio voluntario, sólo se dieron cuenta de la lluvia cuando se extrañaron de que los gatos habían dejado de maullar hacía un buen rato. El hombre sin embargo, empezó a sentir al compás de la mínima lluvia, una comezón en el pecho que lo obligó a dejar a la mujer cuando ya ésta empezaba a comprender por donde iba la cosa. El se levantó de la cama, se dirigió hacía la ventana y se puso a ver como era que en ese verano, la lluvia invisible mojaba las calles y los parques, no pudo prestar atención a otra cosa. Así se la pasó toda la noche, contemplando el fenómeno meteorológico, mientras su ya esposa se sobaba las ingles tratando con esto de remediar una frustración mal merecida.
Lo peor fue, que durante todos los intentos amorosos el hombre hacía lo mismo, y como no se les ocurrió consultar el calendario de Galván antes de casarse, se pasaron las primeras dos semanas en una cuaresma corporal. El hombre por cierto, cuando dejaba de llover se tiraba en su cama y se quedaba dormido, cuando despertaba era su esposa la que tenía que ponerlo al tanto de la situación. A él sólo le quedaba fruncir los labios sin saber como poner remedio a esa impotencia inédita. Cuando el hombre se lo comunicó a un doctor en psicología, éste le dijo que a pesar de ser un caso en extremo raro, no era el único que había llegado a su consultorio. "Ya hace dos años tuve un caso similar. El trauma, complejo, o como le quiera usted llamar, está denominado como ‘Impotencia pluvial’". El hombre se quedó mirando al doctor con una incredulidad de "buenisano". "¿Y eso tiene cura doctor?", preguntó el hombre con la misma incredulidad. "En realidad no sé. Las últimas noticias que he tenido de ese hombre, es que tuvo que irse a vivir al Sahara y allí tuvo dos hijos con una mujer que lo obligó a cambiar de religión. Y tal vez usted tenga que hacer lo mismo". "¿Cambiarme de religión?", preguntó el hombre asustado. "No hombre, buscar un lugar donde puedan hacer el amor sin inconvenientes meteorológicos".
Cuando el hombre le comunicó el remedio a su mujer, ésta se sintió desvalida ante un remedio que no se podía comprar en las farmacias. "¿Y por dónde queda el Sahara?", preguntó la mujer atormentada por su ignorancia. "No mujer, no es necesario irse hasta allá, lo que debemos hacer es buscar un buen sitio donde no llueva por las noches". Ambos guardaron silencio. "¿Y si hacemos el amor en el día?" El rostro que puso la mujer ante tan atrevida solicitud fue suficiente para que el hombre comprendiera la absurda situación por la que estaba pasando. La solicitud del esposo era además una clara advertencia de que el ayuno sexual los llevaría a salidas desesperadas y desesperantes.
El caso es que Virgen no quiso dejar la ciudad en la que había vivido toda su vida, ni pretendía tampoco hacer el amor por las mañanas, ya que pensaba que eso no era de buenos cristianos; por eso tuvo que conformarse con la esperanza de que esa impotencia pluvial fuera pasajera. Por las noches se mantenía como fiera al acecho para que en cualquier escampada nocturna pudiera inaugurar su sexo desesperado. Para su mala suerte en esa época se soltó una serie de tormentas como nunca se habían visto en cincuenta años; llovió hasta dentro de las casas que amanecían completamente anegadas y con un olor a caño insoportable. Aunque ellos vivían en un departamento del tercer piso, el olor subía los escalones y se les colaba por donde el cartero les dejaba la correspondencia. Ante tanta humedad ella comprendió que tendría que hacerle honor a su nombre por más tiempo del esperado. Ya la mujer se medio estaba acostumbrado a su destino de virgen perpetua. A veces, cuando su marido se levantaba y se ponía a mirar la lluvia, Virgen se daba cuenta que le gustaba mirar la espalda desnuda de su marido enmarcada en la ventana; y es que nada más le faltaba el sombrero de bombín para semejar un cuadro de Magritte. A veces, cuando a punto del acto sexual se soltaba la lluvia, y su esposo se levantaba sin prisa, ella misma para hacer menos traumática su suerte se ponía junto a él a mirar la lluvia. Y ahí se quedaba con él, viendo como la lluvia se dejaba caer sin orden. Era como si la noche soltara su cabellera sin haberse peinado antes. La lluvia azotaba sin piedad los cristales de la casa y los árboles del jardín; hacía pozos donde los perros guardaban sus huesos por flojera. La lluvia se mecía con el viento en una danza coreográfica sin sentido. Al mirar ese espectáculo, que le llenaba el corazón de júbilo, la mujer empezó a sentir que eso de mirar la lluvia en vez de hacer el amor, no era del todo incongruente.
Cierto día, mientras Virgen le preparaba la comida a su esposo que estaba a punto de llegar del trabajo, una gitana apareció en la puerta del departamento. Virgen conocía a las gitanas por las telenovelas que veía en la televisión, pero esta le pareció en extremo exagerada. Estaba en el marco de su puerta, una mujer rolliza de rostro color de cobre, con un vestido como de china poblana, con una pañoleta de chinaco y un montón de pulseras de plástico que no dejaban ver el color de sus brazos. La gitana le explicó que sabía, por boca de los vecinos, de un hombre que gustaba de mirar la lluvia por las noches. También le dijo que ella entendía sus inconveniencias conyugales y además le dijo que ella tenía el remedio para la "Impotencia pluvial". Virgen, apurada, no pidió explicaciones y le pidió a la gitana que le diera el remedio. Pero la gitana le explicó que estaba dispuesta a darle el remedio a cambio de ser ella misma quien lo probara. Esto sí lo entendió Virgen y se indignó profusamente; pero eso de las salidas desesperadas y desesperantes era bastante cierto, de modo que estuvo dispuesta a que por la noche la gitana se metiera a la cama de su esposo cuando éste ya estuviera dormido.
Desde la tarde había estado lloviendo, de modo que el esposo sin ninguna esperanza de hacer el amor, se quedó dormido desde antes de las diez, que fue cuando la gitana se metió desnuda en el lecho. Ya en la cena Virgen le había puesto al café con leche de su esposo un chorrito de la pócima de la gitana. Por eso cuando vio que su esposo respondía a las caricias de la gitana y después de asomarse a la calle para ver que el cielo tronaba de ganas por seguir lloviendo hasta amanecer, Virgen levantó los brazos al cielo y lanzó un aleluya. La gitana le hizo el amor al hombre con un ímpetu desquiciante. El hombre no notó la diferencia en la mujer, porque a decir verdad nunca había consumado el acto amoroso con su esposa. Después de haber gozado al hombre tres veces, la gitana se retiró del lecho y sintió que después de hacer el amor con ese hombre, hacerlo con cualquier otro sería como un acto de infidelidad. Pero las gitanas tienen fama de robar niños y no de faltar a su palabra, por eso cumplió cabalmente. Pero todavía tenía algo que decirle a la mujer que ansiosa la esperaba en la estancia. Cuando la gitana se acercó, Virgen la miró con unos ojos de perro desamparado, con unos ojos que le preguntaron sin decirlo: ¿Me dejaste aunque sea un poquito? El gesto triunfal de la gitana le indicó que hasta las sobras había lamido. Pero fue la confesión de ésta la que puso a Virgen al borde del colapso. Le dijo que la pócima era una mentira, y que ella recorría el mundo para encontrarse hombres con "Impotencia pluvial" y demostrar que quienes están enfermos no son los esposos, sino sus mujeres. Virgen, que no esperaba esa confesión, se derrumbó en el sofá, pero de inmediato, como impulsada por un resorte, se arrojó pequeña como era contra la gitana que de un solo zarpazo la dejó derribada en un rincón; todavía desde ahí alcanzó a escuchar: "No me culpes a mí. Si no me crees dale otra vez de la pócima a tu esposo y verás que no pasa nada, esa pócima está echa de manzanilla, gordolobo y clavo y para lo único que sirve es para mejorar el aliento y para evitar los gases intestinales." Virgen no la quiso escuchar más porque en el fondo sabía que la gitana no tenía razones para mentirle. Rápido fue a la cama con su esposo. Afuera la tormenta continuaba. El hombre, animado por la intensa noche de sexo y ante la abstinencia de varios meses, quiso aprovechar la inercia concupiscente de esa noche y tomó a Virgen al vuelo, le quitó la ropa como con un pase mágico, y a punto estuvo de hacerle el amor cuando se percató de que afuera llovía, entonces se puso de pie sin ningún pudor, se dirigió a la ventana y como todas las noches anteriores se puso a mirar la lluvia. Virgen, ya convencida que era verdad lo que le dijo la gitana, sintió que toda esa lluvia de afuera le empapaba la frustración, un relámpago desgajó a la noche e iluminó toda la recámara, en la puerta de entrada, la gitana los miraba no sin compasión. Al siguiente relámpago ella ya no estaba. Virgen se limpió las lágrimas del rostro, se alisó el pelo sin precaución, se vistió de prisa y sin pensarlo demasiado decidió salir de la vida de su esposo, del hombre con el que se casó sin amor; y en el marco de esa decisión trascendental, comprendió ya tarde que en realidad y en secreto, a ese hombre siempre lo había amado. No se puso el impermeable, salió con un vestido de lino blanco, con sus zapatillas del dos y medio; la cabeza gacha, los ojos casi cerrados, con el ánimo consumido; pero lo peor de todo, lo que más le dolía en el alma, era que había entrado virgen a ese departamento y virgen salía de el. El hombre que gustaba de mirar la lluvia en vez de hacer el amor, en medio de su sonambulismo autista, pudo distinguir por los pasillos del parque a la mujer de lino blanco. Algo le empezó a arder en el pecho. El hombre que durante esas noches no había echo otra cosa que mirar la lluvia, sintió que esa mujer era como un pensamiento que se alejaba. Pero, como cuando un fósforo se va consumiendo poco a poco, el hombre fue recuperando la noción de si. Entonces, como si el fósforo le hubiera quemado los dedos, el hombre despertó de súbito y así de súbito salió a la calle a alcanzar a su mujer y la alcanzó. Ahí, en medio del parque, en medio de la lluvia, en medio de la noche, en medio de todo, el hombre abrazó a su esposa. Ella se dio cuenta de inmediato de que su esposo estaba completamente desnudo, pero no le importó, se dejó llevar por la pasión que su hombre desbordaba. Y, de repente, se olvido de la lluvia, se olvido de la noche, se olvido de todo y dejó que le hicieran el amor en ese momento, aunque eso fuera peor que hacerlo de día, aunque eso no pareciera ser de buenos cristianos. No le importó perder su virginidad a la vista de todos, a la vista de la gitana que complacida, guarecida en el alero de una casa los miraba con cierta envidia. El hombre todavía tuvo la potencia suficiente para responderle a su mujer; ella no podía creer todo lo que estaba sintiendo. La lluvia siguió hasta después de que el acto se consumó. El hombre suspiró tranquilo. La mujer, exhausta, sin el peso de su virginidad encima, acompañó a su esposo desnudo al departamento para abrir la ventana y juntos, satisfechos por fin, se pusieron a mirar la lluvia.
Del libro El hombre que gustaba de mirar la lluvia. Publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro 189.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 02/Sep/00