Procesión

Ismael López Delgado

Igual que cada año, ya tienes tu playera y tu gorra con la imagen que vas a visitar. Revisas y limpias tu bicicleta, la adornas: pegas un par de estampas del Santo señor de los milagros y algunos listones de colores. Llegas puntual al jardín frente a la parroquia del barrio. A las ocho de la noche sale la procesión. Debe haber más de 100 personas con estandartes, cuadros, mantas, figuras de yeso y bicicletas adornadas. Algunas son dignas de aparecer en los desfiles de carnaval. Uno de tus amigos se amarro un cuadro a la espalda. Espera que lo bendigan en la basílica. También confía en que la imagen lo cuide en el camino. Es un pipila creyente. No alcanzas a distinguir a Diana entre tanta gente. La buscas entre el grupo de mujeres. No la encuentras. No le creíste cuando dijo hace un año: ni siquiera un milagro hará que podamos vernos otra vez. Uno de los coordinadores se acerca y dice que tú ya conoces la ruta y vas a dar apoyo al grupo de los más pequeños y los viejos, un puñado de niños entre 12 y 16 años más un ramillete de sesentones en excelentes condiciones. Con ésta son ocho las ocasiones que vienes a la peregrinación. Comenzó como un pasatiempo. La única forma de que tus padres te dieran permiso de recorrer la ciudad en bici de noche. Un largo camino desde la periferia hasta el santuario. Cuatro horas en bici. Cantar las mañanitas. Regresar en camionetas atiborradas de desvelados y bicicletas. Así conociste a Diana. Te dijo que sólo aquí se podrían ver. La buscabas cada año sin éxito, de pronto aparecía como si nada. Te molestaba tanto no saber su dirección o teléfono. Ni siquiera su edad, aunque alguna vez comentó que era un poco menor que tu. Esta es la última vez, la última que buscas a Diana. Si ella no viene, esta ocasión promete no ser nada divertida. Cuidar imberbes que vienen a lucirse y payasear no es tu idea de una invasión a las calles cubiertas de noche. Con una mirada evalúas a los chavos. Un gordito con una sudadera de felpa naranja, parece de peluche, no crees que resista más de dos horas; tres muchachos con el pelo de varios colores, en bicis de salto ejecutan piruetas muy lucidoras y peligrosas, se ven bastante experimentados pero crees que habrá que vigilarlos, puede que no conozcan el respeto ni los límites; cuatro chavitas muy delgadas con ropa al estilo Versace en bicis Rosas, son Barbis morenas, no crees que aguanten más de una hora pedaleando, no importa, papi viene atrás con una camioneta para cuando se fastidien; el resto son chavos de tu mismo pueblo que ya han hecho el recorrido. Entre los viejos está don Pepe, el del taller de bicicletas, un creyente que nunca falta, no hay problema, sabes que lo logrará; una docena de personas de un club de ciclistas de antaño en bicicletas prehistóricas de ruta; cualquiera te puede dejar en una escapada o darte una mano si es necesario. Piensas que es extraño ya no va tanta gente como antes. ¿Estarán perdiendo la fe? Te colocas a la cabeza del pelotón. Les avisas que tú eres uno de los guías, que cualquier cosa que suceda te avisen. El pipila se sitúa junto a ti y te dice que es tu pareja. Sonríes. ¿En que te puede ayudar con su sacra cubierta en la espalda? Suena el altavoz de la patrulla que abre el cortejo avisando que inicia la marcha. Las Barbis no dejan de parlotear. Los de la Cabellera multicolor ahora juegan a dar vueltas cruzándose sin chocar, Gordito de peluche te mira con ojos interrogantes. Te paras en medio de la pista del circo y das orden de avanzar. Los del club de la bici prehistórica se colocan al frente seguidos por los chavos. Atrás van los demás, gente de los barrios cercanos que ve con desagrado el poco fervor de tus entenados. Avanzan cuatro pueblos. Las personas en estos lugares salen de sus casas y ofrecen ayuda voluntaria en forma de comida y bebida. Gordito de peluche quiere parar en todos los puestos de ayuda que ve por el camino. Ya lleva dos tamales y un atole. Los de la Cabellera multicolor se cansaron de farolear y van atontados por las historias de don Pepe. Pides a Gordito de peluche, todo sudor, que se acerque a ellos. A una de las Barbis se le dañó el barniz de una uña y ya está en la camioneta de papi. Las demás no saben cuál uña se les debe estropear. Los ancestros continúan con su mirada de noche decembrina: fría pero llena de fiesta. Dejas al Pipila a cargo para ver como están en la retaguardia. Disminuyes tu ritmo. Ves como el desfile pasa a tu lado. Sabes que no ha habido contratiempos. Notas como el carnaval deja regueros de basura a su paso. Pedaleas más fuerte para regresar a tu sitio. Ves a algunos de tus amigos y te emparejas con ellos. Te preguntan que haces, tu habías dicho que no ibas a venir. Les preguntas por Diana, no, no la han visto. Ella siempre se incorporaba a la procesión poco después de salir, al menos eso crees. Avanzas hacia tu grupo. La frigidez del viento traspasa los guantes de estambre y te endurece el rostro. Hace un año Diana y tu pasaron la noche en aquel hotelito. No llegaron hasta el santuario. Ahí se despidió y tu no lo aceptas, una noche no te bastó. La añosa voz de don Pepe te sorprende empantanado en tus pensamientos. ¿Cómo estás, muchacho? Bien, don Pepe, ¿Usted que cuenta? Pus aquí otra vez, mientras Dios nos dé licencia y nuestro Santo señor nos reciba todos los años. Sonríes. Fíjate muchacho que hace unos meses vi a la señorita que todos los años reía el camino entero contigo, me llevó su bicicleta a reparar. ¿Cuál muchacha don Pepe? Pus cual ha de ser, la morenita delgada que se parece a ti, la que venía todos los años en su bicicleta. La forma en que don Pepe se refiere a Diana reactiva el calor en tus mejillas. ¿Se parece a mí? Pus claro, si tiene tus mismos ojos. Las palabras de don Pepe te hacen recordar las últimas que oíste de Diana. Se atropellan en tu cerebro. Demasiado católicas pensaste, apenas esquivas la botella de tequila que alguien tiró, la bicicleta patina y chocas contra Gordito de peluche que hace carambola con las Barbis, rebotas y te estrellas contra el cuadro del Pipila.

Despiertas en una de las camionetas, Pipila te pregunta: ¿Qué onda buey, se te apareció el santito, o que pedo? Diana al despedirse dijo: No quiero que nuestro padre se entere.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02