Un Jardín en Tus Ojos

Alberto Ruy Sánchez

Una tarde del otoño de 1998, en el mercado viejo del puerto de Essaouira, antes Mogador, en la costa Atlántica de Marruecos, encontré a una mujer que vendía flores de la manera más extraña posible. Mostraba sólo unos cuantos pétalos de diferentes colores en sus manos impecablemente tatuadas. Por la frescura y el olor de los pétalos sus clientes juzgaban la mercancía y regateaban su compra. Luego ella entregaba los ramos pactados que permanecían por lo pronto en su casa, en un lugar bastante inaccesible, muy adentro de la zona del mercado donde se paseaba con las manos extendidas ante los ojos y el olfato de quienes pasábamos por ahí.

Cuando me topé con ella yo llevaba un par de horas felizmente perdido en el tejido irregular de las callejuelas. Experimentaba esa forma de embriaguez que ofrecen los laberintos al enfrentarnos a lo indeterminado, al hacer de cada paso la puerta hacia una aventura. Había osado meterme hasta en los pasadizos tortuosos que se forman de manera diferente cada día de la semana dependiendo de quiénes iban o no a poblar con sus puestos y mercancías las plazas recónditas. Dicen que en esos rincones hasta los mismos comerciantes se extravían los días que no les toca ponerse. Y los de puestos fijos por ahí nunca se aventuran. Siempre hay plazas dentro de las plazas, calles dentro de otras y tiendas dentro de tiendas hasta llegar a la caja de madera taraceada más pequeña que adentro de sus compartimerntos de marquetería puede albergar también un mercado en miniatura. O los olores del mercado, que ampliamente lo representan. Pero lo mismo se aplica a los jardines, como me lo mostraría esa vendedora de flores.

En cuanto me vio vino directamente hacia mí. Su mirada en el rostro velado era altamente expresiva. Como si me gritara desde lejos con los ojos. Caminó unos quince pasos fijándome en sus pupilas negras sin un pestañeo. Pero un par de metros antes de estar a distancia de hablarme bajó la mirada un instante hacia sus manos extendidas. Vi los pétalos de colores. Vi que rompía un par de ellos con dos dedos. Cuando levantó la mirada ya no se fijaba en mí. Parecía perseguir algo a mis espaldas. Y pasó lentamente a mi lado casi rozándome sin voltear un segundo a verme de nuevo. Lo hizo de tal manera que el olor de sus flores, seguramente más intenso por el par de pétalos estrujados, me golpeó con fuerza subrayando su repentina indiferencia y obligándome, por supuesto, a seguirla.

Después de venderme un par de ramos y de una larga conversación que duró hasta la caída de la tarde, me ofreció mostrarme al día siguiente su Ryad, palabra mágica que significa Jardín Interno. Ryad es por supuesto uno de los nombres del paraíso. Los místicos árabes dicen que el Ryad es donde uno puede unirse a Dios. Los poetas la usan para hablar tanto del corazón de sus amadas como del sexo atesorado y misterioso, promesa de placeres y reto para el jardinero que pacientemente los siembra y los cultiva. La promesa de la vendedora de flores me mantuvo sin dormir casi toda la noche.

Me había dado cita en una parte de la muralla que da al mar. Llegué antes y pude ver cómo amanecía em Mogador. Cuando ella llegó su sombra era larga y fresca. Las gotas del amanecer se reventaban bajo sus pasos. Desde ahí caminamos un tiempo que me pareció largo y breve simultáneamente. Además era tan complicado que nunca podría tomar de nuevo ese camino. Era como un hueco oculto en ese punto donde el tiempo y el espacio se vuelven como espejos. Mientras avanzábamos yo observaba sus gestos lentos y sensuales adivinando extrañamente su cuerpo debajo de una montaña de telas onduladas que se volvían muy expresivas con sus movimientos. Estaba cubierta con un Haik, que es más que un velo: una tela blanca muy grande por encima de su Kaftán, que para no arrastrase requiere ser llevada con mil pliegues. Un arreglo aparentemente natural pero ideado con un riguroso plan de recato extremo y también extrema coquetería, ya que sin duda logra mostrar con terrible fuerza sugerida lo que burdamente esconde: la sensualidad deseable de la mujer obvia e intensamente deseante, viva. Cuando al fin llegamos su sombra prácticamente cabía abajo de sus sandalías y no había en ella gotas de rocío que se rompieran.

Su Ryad resultó ser un fresco y breve huerto de frutas y flores, inesperado entre pasillos estrechos de geometría aparentemente caprichosa, dentro de una bellísima casa cubierta de azulejos, también insospechada entre las callejuelas del puerto. No volví a salir de ahí hasta que ella lo decidió. Durante poco más de dos semanas fui, feliz y asombrado a cada instante, su prisionero. Todavía me escribe de vez en cuando algún mensaje breve o una tarjeta postal que siempre termina con la frase: "En mí tu Ryad te espera". Cada vez que la leo se desencadena a lo largo de mi cuerpo una avalancha de felicidad por recordarla y de angustia por no tenerla que me quita la respiración. Releo sus notas como se tiene un vicio.

Pero de ella atesoro, además de las huellas profundas que su cuerpo desnudo puso para siempre en el mío, y además de los placeres de su inteligencia ágil y voraz y velocísima, una fotografía. Una mañana, la novena, creo, me despertó con palabras en vez de hacerlo con las manos o con la boca como todos los días.

-¿Quieres saber cómo soy sin tatuajes?

Le dije que no, que me gustaba con ellos. Eran tatuajes de Jena, del tinte hecho de esa planta del desierto que según el Corán se encontraba en el paraíso al lado de los dátiles y las palmeras. Formaban una asombrosa geometría, como un jardín perfecto en todo su cuerpo. Y me gustaba perderme minuciosamente en sus veredas. También era una forma de estar vestida con ropa de piel: desnudez que no es pero parece. Un manto de líneas tan sólo, pero líneas rituales sin duda que creaban alrededor de ese cuerpo un espacio prácticamente sagrado; donde ella era mi diosa nueva y mi experimentada sacerdotisa; un espacio único, trascendente.

Como si no me hubiera oído continuó buscando lo que había planeado mostrarme. Sacó del fondo de un arcón de taracea una tela bellísima, doblada varias veces para proteger una fotografía. Parecía una imagen muy vieja pero estaba impecablemente conservada en un marco antiguo y además la mostraba a ella desnuda en una toma que parecía reciente. Sólo su cabeza estaba semi cubierta por una tela blanca con flores bordadas que yo había visto todos los días al lado de su cama e incluso había tenido en mis manos.

Su piel obscura y tersa contrastaba con el muro cargado de texturas deslavadas a su espalda. Era evidente que quien tomó la fotografía le pidió que levantara los brazos para mostrar mejor las ondulaciones de su cuerpo. Ella los mantiene en alto pero de lado y con las manos juntas. Su mirada, también de perfil, se mantiene abajo, escondida. Entrega su cuerpo a nuestros ojos pero su mirada pudorosa en el fondo la oculta, la preserva. Sólo su sonrisa revela un universo de picardía. La misma sonrisa que le había visto regalarme con frecuencia esos días. Pero la fotografía raptaba mi atención dentro de mi feliz rapto. De nuevo quedaba yo atrapado con fascinación en ese mundo de paradojas sensuales donde una mujer desnuda está vestida de tatuajes y la más revestida queda desnuda en cuanto camina; la mujer velada grita abiertamente por los ojos y la desnuda los esconde hasta el fondo de sí misma. Donde los jardines son secretos y los secretos del placer extremo son jardines: Ryad del alma y del cuerpo.

Le pregunté cuándo se la habían tomado. Me lanzó de nuevo esa sonrisa de tres trasfondos y no respondió. Pregunté de nuevo tres veces y sólo entonces aceptó decirme:

-No soy yo, es mi bisabuela. Se llamaba como yo, Kadiya, pero su historia fue mucho más complicada. Dicen que la tomó mi verdadero bisabuelo. Pero ella nunca volvió a verlo y él nunca lo supo.

La convencí de ir juntos a casa del viejo fotógrafo del puerto y que hiciera una copia para mí.

-Bueno, así me vas a tener sin tenerme --me dijo sonriendo. Voy a ser para ti como un sueño nuevo en una fotografía impresa antes de que los dos naciéramos: como un Ryad nuestro muy escondido en un tiempo que no vivimos; un jardín en tus ojos. Sólo tú me podrás ver donde no estoy.

(*) Este cuento forma parte del libro La piel de la tierra o Los jardines secretos de Mogador, en preparación.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Ago/00