Historias del metro

José Luis Sandin

Adiestramiento

Tomemos una bolsa de canicas abierta. Coloquémosla en la mano de un niño. En la otra, la mano de la madre lo conduce al interior de un vagón del metro, hasta el final. Pongamos en marcha el tren.

El niño viaja apretado, los ojos reflejan el color y brillo de las canicas, un embeleso interrumpido por el frenazo del convoy. Las canicas saltan de la bolsa. No bien se ha detenido el tren, cuando arranca de nuevo. Las vocales corren: tactactac, tectectec,..., tuctuctuc según las direcciones tomadas. Nuevo frenado. Los pasajeros que van de pie pierden el equilibrio, pisotean las canicas. Algunos caen, otros se agarran de la ropa de sus vecinos o quedan a medio colgar de los tubos. La madre reacciona, le acomoda un par de sopla mocos y lo vitupera: "Chamaco baboso, no hay duda que nunca vas a aprender que las canicas van en la mochila".

Las puertas se abren. Dos tipos, al inicio del vagón, han pasado de los insultos a los golpes. La mujer lleva al niño de la mano. Los hechos le confirman que su hijo nunca aprenderá. Lo deja en la escuela y sale corriendo a realizar pagos en la Tesorería. Va con la preocupación de que el tiempo no le alcance para comprarle a su hijo otra bolsa de canicas.

El faquir

La niña vestida de fiesta pelea con la abuela el asiento junto al abuelo, y gana. Ya sentados, se levanta como impulsada por un resorte y exige el asiento solitario de la abue, al otro lado del pasillo. Nuevamente se lleva el triunfo.

Un tipo apestoso a sudor de parque entra justo cuando la niña se sienta en su nuevo lugar y suena la chicharra que anuncia el cerrar de las puertas de los vagones, y su voz masculina emerge potente para pedir algunas monedas honestas que le ayudarán a subsistir sin valerse del hurto, al tiempo que extiende sobre el suelo una tela gruesa con fragmentos de vidrios, con gran pompa y, sin dejar de mirar a un punto que sólo existe en el infinito de su imaginación, se saca la camiseta, se recuesta en los vidrios, hablando sin cesar gira, se da volteretas sobre los picos lacerantes, no demuestra dolor, sólo la mirada perdida, mientras la niña viaja con la boca abierta, los ojos sin apartarlos del señor; algunos pasajeros procuran no mirar el acto, o con los párpados cerrados escuchan indiferentes: uno, dos tres, sigue la cuenta, la niña es una mueca de incredulidad y su mano se afianza del tubo al lado, busca las caras de los abuelos: no están, van ausentes frente al suceso, quisiera al abuelo a su lado, mala decisión; la voz taladra sus oídos, no entiende bien que un loco grite incoherencias, pida monedas, se revuelque en vidrios, e imagina los pinchazos en la piel ajena, se le endurecen los músculos de la cara, y oprime el tubo con una fuerza que desconocía hasta este momento, instante en que la mirada se le pierde en un punto que sólo existe en el infinito de su imaginación.

Moda etérea

A todos nos ha asaltado, al menos una vez, el agudo y molesto ladrido de un pequeño perro, de uno de esos animalitos que podemos aplastar de un pisotón, si así lo deseáramos, y que andan por ahí, valiéndose de la supremacía que les da su pequeñez, ladre y ladre con sus voces que taladran al oído interno con una precisión más que matemática: con una precisión de la madre.

Pero ahora, helo ahí, amo y señor de la situación, con su pelambre bermeja, un poco más oscura que la cabellera de la mujer que lo lleva en su regazo, la cabeza erguida, los ojos buscones, la lengua un poco de fuera y jadeando. No mascotas en el metro, ¿o sí?

La mujer pasa la mano por el lomo del animal, una y otra vez, como para tranquilizarlo. La suavidad de sus dedos largos se pierde entre el pelaje por momentos, instantes en que el perro cierra los ojos con placer, para abrirlos a continuación con expresión de alerta.

La sonrisa de la mujer se acerca con coquetería a la oreja del canecillo y le murmura dos o tres palabras. Se yergue y sonríe a los hombres a su alrededor, con la otra mano acomoda el top que se ha deslizado hasta casi mostrar uno de sus pezones. Un tipo se pone de puntillas como para ver más allá de la tela estampada, pero el gesto indica la imposibilidad de visión. La piel de los hombros, como de papel para escribir poemas, despide un brillo que atrapa las miradas masculinas, refleja las femeninas. La chicharra anuncia el cierre de las puertas, las orejas se paran y surge un ladrido de precaución. "¡Ya, ya!", le dice con frescura que imita regaño, y alarga la caricia con una suavidad que se antoja de seducción. Jadea con tranquilidad.

El tren arranca, el animal intenta pararse, la mujer lo sostiene y le dice palabritas dulces cerca de la oreja. Su espalda se muestra cubierta de pecas. El tipo de nuevo despega los talones del suelo y aguza la mirada. El nerviosismo aumenta hasta que ladra, y ladra con sus grititos desagradables, grititos correspondidos de más allá con "callen ese puto perro"; "No sea mamón, ¿qué le ha hecho este pobre animalito?"; "Ya cállese y aguante, que más gritan los vendedores y no les dice nada...". Y por ahí van las voces masculinas reprochando, defendiendo, atacando, hasta opacar los ladridos. La mujer enrojece de vergüenza por las molestias que ha causado su perro. Las mujeres van con los labios torcidos, los hombres buscando a la dama.

El tren alcanza la siguiente estación, se detiene, la mujer decide levantarse de su asiento. Se abre una brecha, custodiada por hombres, que va de su sitio hasta la puerta más cercana. La mujer avanza entre ellos con ondulaciones de cadera que se antojan exageradas, el perrito acostado en sus brazos mirándolos con aires de superioridad. No falta quien le diga "Usted perdone, nunca pensé que tuviera perro más lindo que el que porta. De haber sabido...", la mujer agradece con sólo una sonrisa y abandona el vagón. Las puertas se cierran y se reinicia la marcha. En el vagón quedan puras mujeres que se miran entre sí: las cabelleras, el color de los labios, el maquillaje, las ropas, el calzado... En su interior se preguntan a un tiempo lo mismo: qué tiene la mujer que no tengan ellas. Y se abre un largo silencio nervioso, mutismo que finalmente es interrumpido a coro: ¡El perrito!, y rompen a reír a carcajadas.

El asalto

Ya sabemos lo que sucede cuando un niño porta canicas en el metro, pero ¿han pensado en las consecuencias de un asalto en un vagón a medio poblar? Veamos.

No falta la señora que viene del mercado con su bolso negro, de tela, muy lindo, cerrado con un lazo de color negro, también. El tipo delgado va a un lado de ella, y en su mano ya tiene una pequeña navaja de un filo increíble. El corte es preciso y de un tirón. Pero antes de que se reacciones, chapulines, saltamontes ninfal de los que se comen, surgen por la abertura.

Como manchas rojizas, algunos caen sobre la ropa de los pasajeros cercanos. La gritona y contorsiones que se pueden imaginar. Otros animalitos brincan ya por el suelo. Dicen que vivos son mejor, ¿será? No faltan lo valientes que dan pisotones a los que van tocándoles cerca. En poco tiempo, se divierten correteando por el vagón a los que pueden pisar. Pero mientras, la señora va siguiendo al sujeto dándole con el bolso en el lomo, "¡Pendejo! ¡Estúpido! ¡Hijo de tu chingada madre! ¿Pues qué te creías, güey?", y los chapulines siguen saliendo con cada golpe. Llegamos a la estación, se abren las puertas y el tipo sale volado. La señora se queda llorando, ve cómo van aplastando a los animalitos que llevaba para la comida. Imaginamos la madriza que le espera por parte de su viejo. Ya ni para qué seguir corriendo tras el tipo, los polis se burlarán de ella si les dice que un ladrón quería robarle sus chapulines.

Regresa la mirada al vagón, percibe que el suelo está por demás dado a la desgracia. El destripadero se ha extendido por todos lados y una acidez picosa llega al olfato. El calor, los sudores se mezclan en un hedor, y la señora decide abandonar del vagón, no vaya a ser que le echen la brava. El tren avanza.

Con paso resignado la doña se dirige a la salida. Ya fuera, decide ir a tomar un café en el establecimiento que está justo al cruzar la calle. Entra y ahí lo tiene: el ladrón junto con otros tres tipos que podríamos haber distinguido dentro del vagón. En la mesa se aprecian algunas carteras y relojes. Entonces sonríe, y les pregunta, ¿qué tal nos fue?


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Oct/05
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