Reflejo

a Mauricio Ruiz

James Martell

No era sólo el tema del espejo el que lo había obsesionado toda su vida. También se trataba del doble fuera de la imagen, de la idea de un hombre (o varios, en este caso un triple, o un quíntuplo, pero que siempre remitían -tal vez con un breve retardo- a un doble, un par originario) que caminaba o habría caminado en un tiempo distinto pero paralelo al suyo; reflejado en otros espacios o en el mismo; a su lado o a kilómetros de distancia; en el rumor del vagón o bajo la amarillenta aura que un farol desplegaba sobre la callejuela nocturna. No sabría decir con precisión desde cuándo esta idea lo había atenazado, forjándolo -sin que él lo notara- en cada una de sus acciones y sus decisiones, como si su vida absoluta -el transcurso que ahora medimos como tal, desde 1954 a 2003- no constituyera más que un simple y llano reflejo, una reacción a los movimientos que un supuesto original -o copia más fiel- habría realizado antes que él, en una temporalidad que ya no podríamos medir bajo el calendario gregoriano, sino sólo sobre las narraciones y delirios que él trazaba en aquellas veladas en que lo acompañamos, embebidos por el vino y la fluidez de su charla, su cristalino detallar y expandir de historias y relatos que jamás acontecieron fuera del conjunto de citas y fragmentos que él robaba de sus lecturas y las ajenas. Porque si vivía trazado por esta huella, este código que lo marcaba como un regreso, una repetición de algo ya siempre acontecido; esto ocurría, paradójicamente, sólo sobre la creencia de estar diciendo algo cuya veracidad y singularidad no podrían dudarse; como si, para él, su misma calidad de reflejo no pudiera distinguirse de aquella de un trazo siempre nuevo, un soplido original de su vaho sobre el gélido cristal desde donde contemplaba todo, especialmente la ignorancia que los demás escamoteábamos ante sus descubrimientos y desplantes. Así, el desarrollo de su vida podría describirse como la escenificación de una obra de escritura arcaica; la cual, sin embargo, sólo hasta ahora tuviera su prístina realización, con los personajes y las coordenadas correctas que, en el reconocimiento de su calidad de copias del guión original, presentaban el cuadro más sincero y detallado de una obra que siempre pudo haber sido real. Porque lo que se manifestaba en su diario discurrir -sus conversaciones y alegatos, sus digresiones y paráfrasis- era una creencia absoluta en lo real, aunque se tratara aquí siempre de una realidad de calidad muy distinta a la que tantos otros pensaran antes; una realidad reconocida sólo como brumosidad, humo y estela de una causa jamás ocurrida, sólo reproducida desde el momento en que el actor recitaba -en su voz jamás antes pronunciada- los versos y cuartillas de un original perdido.

Cuando se le preguntaba cuál podría haber sido este original, él contestaba en distintas personalidades, aunque siempre bajo el mismo tono. Así, la representación primaria pasaba de ser un caballero medieval de calidad fantasmática, a una mujer melancólica perdida en un bosque de coníferas. Aunque dentro de estas elecciones o destinos, siempre prevalecía una imagen preferida por nuestro doble sujeto: la aparición de un individuo casi absolutamente opuesto -antagonista- a quien él representaba en su vida cotidiana; un personaje carcomido por la duda y la dubitación, por el miedo a no proferir las palabras exactas, o a jamás terminarlas; un pequeño ente doblegado por la carga de una historia administrativa que jamás fue suya; tartamudeando todo el tiempo, trémulo ante la expectativa inexpugnable del siempre conocido -y esperado- desdén. Este personaje, cuando aparecía, no reflejaba ninguno de sus atributos -o defectos- dentro del rostro displicente de nuestro amigo. Si reconocíamos su influencia, era por la naturaleza de los caracteres y situaciones que despedían la proliferación de citas donde nuestro sujeto se enmarcaba. Es decir, cuando de Sancho Panza, pasábamos al Nietzsche enfermo y debilitado, gimiendo en la seguridad de su aislamiento montañoso, o hasta el desastrado y susurrante personaje principal de la primera novela de Dostoievsky (M. A.), viendo deslizarse el botón de su chaqueta por el suelo de la oficina hasta los lustrosos zapatos de su jefe. De este modo, no necesitábamos de los gestos para reconocer que el espíritu del doble que más asediaba a nuestro comensal había aparecido, puesto que las mismas palabras, así como el recuerdo de aquellas obras, nos remitían directamente al aura de miseria y miedo que embargaba a nuestro citador profesional. Y para constatar la firmeza de nuestro encuentro con tal personaje, no se requería más que observar el movimiento posterior a la última palabra que el narrador profería: su levantarse y caminar hacia el espejo, donde, mesando su luenga barba, asomaba los ojos hasta su copia fiel, realizando el gesto más despectivo y lamentable de reprensión que padre alguno jamás hubiera emitido. Y es que si ese gesto significaba el final y la firma del trastorno, es porque escenificaba ante nuestros ojos el movimiento que nuestro amigo jamás pudo realizar: la confirmación y el reconocimiento de su poder absoluto sobre su hijo, al cual había perdido en los primeros años de edad, víctima de un accidente doméstico.

Así, si pensábamos en lo más cercano a un origen, o a un gatillo dentro de la manía y obsesión de nuestro huésped, no podíamos más que encontrarlo en aquella tragedia, de la cual, lo que parecía lamentar más nuestro amigo, era no haber sido testigo. La única narración de tal evento la tenemos por su viuda, quien, la noche en que lo velábamos, nos relató el fatídico suceso del modo siguiente:

...yo ahí, lo descubrí en el suelo, todavía temblando un poco, bajo la mordida del sanguinario animal que él había traído a la casa. Él dijo que era tranquilo, que si su tía se lo había dejado era porque sabía que a él lo quería, que desde cachorro era a quien más saludaba, con quien más dócil era. Y ese día, precisamente ese día que él no estaba, el animal había saltado la verja, tomando al niño del cabello y luego del cuello, arrastrándolo fuera del pequeño castillo de ladrillos que yo le había construido. Yo no pude hacer nada, puesto que escuché el chillido demasiado tarde, mientras colgaba la ropa en la azotea. Al llegar él, ya se lo habían llevado. No me dijo nada, ni siquiera en el velorio me dirigió la palabra. Sólo días después volvió a hablar, y lo primero que dijo fue, hubiera querido verlo, estar ahí. No lo entiendo yo...

Así narró ella y siguió narrando, sin parar, repitiendo las mismas palabras durante todo el transcurso de la madrugada. Nosotros escuchamos, y todos, especialmente yo, intuimos el hecho, la calidad de reflejo que aquel suceso había tenido para nuestro antiguo comensal. El suceso, la muerte del hijo, era una repetición de lo que no había acontecido cuando, años atrás, su padre lo dejara frente al otro animal -tatarabuelo del verdadero infanticida- esperando que él -nuestro huésped de aquellas veladas- sí fuera devorado, desapareciendo así la carga de un pecado, una ilegalidad que su padre -abuelo del niño devorado- no podía permitirse. Con lo anterior no trato de asegurar que éste fuera el comienzo, pero sí un recrudecimiento del vicio de nuestro personaje, una comprobación de la naturaleza de reflejo que tuvo toda su existencia. Si quiso presenciarlo, ser testigo de lo que debió acontecerle a él, es porque esto ya había sucedido; porque, en aquel tiempo del deber, él sí había sido devorado, deglutido por el pequeño animal -gigantesco para el infante- que no necesitó saltar la verja para consumar su acto. Acto que acontecía cada vez que él se volvía lentamente hacia el espejo, el óvalo que descansaba incrustado en el mueble, esperándolo a él, sólo a él, para devolverle el regaño, la interdicción de no haber realizado lo que debía: moverse un poco -tan sólo un poco- para exasperar al animal, para activarlo. Reflejo instantáneo que nuestro ejecutante repetía -intentaba repetir- en cada cita, cada paráfrasis de debilidad o desvanecimiento que profería ante nuestros ojos, hacia nuestros oídos, intentando -al parecer- recordarnos la naturaleza -la falsedad de tal- de todo nuestro acontecer; como si él pudiera colocarse como doble nuestro, reflejo de lo que debemos de realizar en cada acto, bajo cada decisión: dudar un poco, temblar, y esperar el zarpazo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 07/Mar/05