La misma habitación
Nicolás Melini
Todo empezó al tropezarme con aquella palabra en la novela que estaba leyendo. Me encontraba en la cama, casi sentado y acomodado entre dos grandes almohadones, pero cometí la imprudencia, el error, la estupidez, el disparate, de preguntarte el prescindible significado: que si sabías lo que significaba la palabra guayoyo. Claro, me mandaste a hacer puñetas. Pero no pude cerrar mi boquita, tenía que continuar la monserga absurda, así que cuando me dijiste de aquel desdeñoso modo que tú no eras un diccionario, te argumenté que por qué te ponías así, si sólo te había hecho una pregunta insignificante. Mira, proseguí, estoy leyendo esta novela en la que, precisamente, un tipo le pregunta a su mujer que si sabe lo que significa la palabra guayoyo (pues él, por lo visto, también debe de estar leyendo esta novela, o algo parecido), y su mujer agarra un cabreo absurdo y no se lo dice. Total, que como su mujer no le dice lo que significa, yo tampoco me entero y, qué hago, te lo pregunto a ti, que agarras un cabreo tal como el de la mujer del tipo del libro.
No es fácil explicar con precisión lo que sucedió inmediatamente después, pero el resultado fue sólo uno y bien claro: me echaste a patadas de la habitación. No me permitiste ni rechistar. A la primera rebelión -la primera de mi vida, después de casi treinta años junto a ti- cortaste por lo sano: que a ver cómo me las componía, yo, que soy un desgraciado, sin ti. Por lo visto no estabas dispuesta a permitir que te perdiera el respeto (casi temor) que habías conseguido infundirme a lo largo de todo aquel tiempo. Así que acabé en el diván del cuarto de las costuras, el otro único cuarto del pisito. Un lugar la mar de incómodo, por cierto, pero al menos -quise reconfortarme- de ese modo te habías quedado sin poder planchar, sin agujas ni hilo ni botones ni paños, porque si tú no me permitías entrar en mi habitación, menos te dejaría yo entrar en tu cuarto de la ropa: todos han de perder algo a lo largo de una disputa. Además, a qué había venido aquello de que si no sabía levantarme y buscar guayoyo en la enciclopedia yo solito: acabo de caer en la cuenta de que esas fueron las últimas palabras, dirigidas a mí, que habías pronunciado desde entonces hasta hoy; aunque ya no importa.
Tu terquedad (la terquedad de ambos, he de reconocer) hizo el resto. Seguramente te arrepentirías enseguida de haber formulado la promesa de no permitirme el paso a la habitación nunca más, pero echarte atrás, conociéndote, habría supuesto una extraordinaria demostración de flexibilidad, y sentar un precedente inadmisible desde tu punto de vista. Así que, en efecto, me encontré cerrada la puerta de nuestro dormitorio día tras día. Cuando te ibas a trabajar, cerrabas con llave. Cuando te encontrabas en la cocina o en el baño, y yo abrigaba la posibilidad de tu despiste, la habías cerrado con llave. Cuando estabas dentro, incluso, permanecía cerrada con llave. Rara vez nos tropezábamos en el pasillo -gracias a la gran habilidad desplegada por ambos-, y habíamos renunciado al uso del pequeño salón, donde además estaba la tele. Te oía, por ejemplo, cuando cerrabas la puerta del dormitorio con llave, y se me ponía el corazón en la boca cuando te sentía pasar urgente ante la puerta tras la que me he encontrado todo este tiempo. Pero lo más terrible de todo era precisamente aquello de permanecer cada cual encerrado en su cuarto para no coincidir; no ir a la nevera al mismo tiempo, no encontrarme en el baño cuando te disponías a depilarte, y un largo etcétera. Menuda separación: condenarnos a la mutua vigilancia día y noche. Por la noche era cuando escuchaba la puerta del cuarto (que abrías con sigilo, consciente de mi presencia en la casa), veía por debajo de la puerta que la luz del pasillo se había encendido, y luego me quedaba inmóvil y atento a cualquier indicio de lo que estuvieses haciendo: de pronto escuchaba correr el agua de un grifo -las cañerías del baño o de la cocina-, el tintineo del cristal de cualquier pieza de la vajilla, el metálico de los cubiertos contra el poyo de mármol o contra el fregadero de lata, y finalmente te sentía regresar silenciosa al dormitorio, apagar la luz del pasillo (el clic del interruptor de nuevo) y todo el proceso inverso hasta que te perdía la pista tras las puertas. Una tortura inútil, cierto, pero irremediable. A no ser que me diera por levantarme impetuoso y abrir la puerta justo cuando estuvieras pasando. ¿De qué me hubiera servido? ¿Tenía algo que decirte? Muchas cosas, por supuesto, pero por cuál empezaría, cuál sería la siguiente, y, lo más importante, con cuál te remataría -si es que te dejabas rematar- sin que al final me viese obligado a romperte la boca de un guantazo, o a ensancharte la cicatriz de la cesárea (que no tienes) de un puntapié.
No. Como estaba claro que lo conveniente, dada la situación, era armarme de paciencia, decidí comprar una cama y, por no ser menos que antes, y recuperar la comodidad y el sueño perdidos, no pude hacer nada mejor que adquirir una igualita a la que había compartido contigo en los últimos tiempos. Pero he de confesar que esta decisión no la adopté en un acceso de inspiración ni inocente ni carente de intención: cómo disfruté la noche del canje, cuando oyéndote llegar a la casa imaginé tu sorpresa al encontrar el incómodo diván abandonado en el pasillo. Seguro que te morías de ganas por saber qué mueble lo había sustituido.
Sin duda esa noche conseguí aguijonear tu curiosidad. Pero por otro lado, y para mi desesperación -acaso toda mala obra ha de traer aparejada alguna consecuencia inconveniente-, cuando a partir de entonces abría la puerta para entrar en el cuarto, prácticamente me precipitaba sobre la cama de matrimonio; y si encontrándome ya en el interior, quería abrir la ventana o coger un libro de la repisa, me veía obligado a gatear sobre ella. El cuarto -que ya no era el cuarto de la ropa- se convirtió así, valga la redundancia, en un dormitorio/cama, o en el-dormitorio-de-la-cama.
En justa contrapartida o represalia, y a pesar de que hasta entonces había respetado mi condición de exilado sin aventurarme a invadir (o tomar al asalto) la habitación, trajiste a un cerrajero y blindaste la puerta. Me habías dejado en la calle, porque en la calle es sin duda donde te encuentras si estás del lado de fuera de una puerta con tales dispositivos de seguridad. De hecho la puerta del piso no cuenta con más de un cerrojo, y ahora la del dormitorio no ha de tener menos de cuatro.
Por mucho que lo intenté no pude hacerme con una copia de las llaves, ni siquiera camelando al cerrajero que instaló con comedida extrañeza el artilugio. Aquel había sido un buen revés. Qué podía hacer ante tan tormentosa actitud. Ahora sí que había quedado claro que ya no existía la más remota posibilidad de arrepentimiento o vuelta atrás. Pero debió de ser precisamente entonces -tan claramente vedada mi esperanza de volver a ocupar el sitio que me correspondía en la casa- cuando se encendió mi obsesión, porque comencé a escudriñar el interior de la habitación a través de la cerradura antigua, ahora inútil. Alguna utilidad habría de darle: posar mi mirada a su través sobre los muebles de el lugar prohibido. Lo hacía igual cuando te encontrabas dentro que cuando no te encontrabas, y alcanzaba en ambos casos la misma satisfacción. Tu presencia, en realidad, no añadía nada, aunque en aquel preciso momento estuvieses masturbándote bajo las sábanas, como en alguna ocasión adivinaría que estaba sucediendo. ¿Acaso había dejado de quererte? Lo importante era que podía ver tu cama, la pared, un fisco de techo o la mesilla de noche en la que aún reposaba (como había quedado dispuesto la noche fatal) el ejemplar de la novela donde podía leerse la palabra guayoyo. No hubiera sabido decir qué era lo que había perdido tras aquella puerta, pero fuera lo que fuera me angustiaba no tenerlo a mi alcance.
Y empecé, pues, a realizar aquella relación de sustituciones en mi nuevo cuarto. Lo primero fue adquirir un ejemplar del libro, y ello me llevó a comprar una mesilla de noche (la misma) donde posarlo. Pero la mesilla de noche no cupo en la habitación, así que contraté a dos albañiles para que derribasen una de las paredes y fabricasen otra, ganándole unos metros cuadrados al entrante que siempre había tenido inexplicablemente el pasillo. Lo hicieron en un santiamén, de tal modo que cuando tú llegaras a casa aquella noche te vieras obligada a pasar sobre los escombros.
Ya estaba. Lo había decidido sin darme cuenta: si tú no me permitías entrar en la habitación, la reproduciría fielmente en el nuevo cuarto. Ahora mi habitación tenía más o menos las mismas dimensiones que la que había compartido contigo, y en cuanto me dieras una oportunidad me acercaría a la cerradura a espiar el interior. No se trataba de llevar a cabo un simple juego de espejos en el que bastara la sustitución de las cosas materiales, quería aprehender absolutamente todo lo que había allí dentro (hasta el aire, si era preciso). A menudo me preguntaba si aquella necesidad de recuperar el orden perdido no estaría tipificada como alguna especie de enfermedad mental que yo no conociera. Lo cierto es que me embargaba una inquietud que iba mucho más allá de lo que consideraba razonable en aquellas circunstancias, y no servía de nada tratar de domeñar mi estado de ansiedad por medio de racionalización alguna, pues parecía imponerse desde un origen insondable. Sustituí las cortinas, las estanterías por el armario, la lámpara de la mesilla de noche, la del techo por el plafón beige, y, no siendo suficiente, me metí en más obras, sustituí el suelo y pinté las paredes (con lo cual se hizo insoportable el caos del pasillo y del salón abandonado: escombros sobre muebles sobre escombros) hasta que estuve casi satisfecho del alto nivel de semejanza alcanzado entre las dos habitaciones de la casa. Cualquiera se perdería, pensé, pues creería estar entrando en la misma habitación una y otra vez. Entonces contacté con el mismo cerrajero que tú y le pedí que me hiciera exactamente el mismo trabajo en la puerta de mi habitación, con la salvedad de que, como la mía no contaba con una de aquellas viejas cerraduras en forma de guitarra y la tuya sí, quería que me hiciera una, aunque no sirviese para nada.
Instalado el dispositivo, aquella noche esperé con impaciencia tu llegada. Te sentí entrar. Escuché tus pasos que se acercaban por el pasillo. Sabía que no podrías soportar la tentación de mirar a través de la cerradura. Te habías detenido ante la puerta, estaba seguro. Imaginé cómo te agachabas, que ya habías conseguido posar tu mirada en el interior de mi habitación y que, oh cielos, te apercibías de que era exactamente igual a la tuya, amén de atisbarme bajo las sábanas, donde me masturbaba sin el menor decoro. De pronto sonó un bufido a través de la cerradura, y tus pasos enérgicos se alejaron hacia la puerta de tu habitación, que abriste y cerraste de un portazo.
Al principio canté victoria, pero a pesar de la satisfacción que me había proporcionado aquel pequeño instante de revancha, después me di cuenta de que no había alcanzado la plenitud en ningún momento. Extraño, puesto que hasta entonces aquello era lo que más había querido. ¿Se podía ir más lejos? Dediqué algunos días a contrastar a través de las cerraduras la similitud de las habitaciones y, aunque se parecían mucho, tuve que comprender que no era suficiente. Nunca sería suficiente, pensé. Cumplido aquel primer objetivo, me faltaba algo: no te había recuperado a ti -y por lo visto ahora sí me importaba.
Me lancé a la calle en busca de otra mujer.
No se parecería demasiado contigo, pero enseguida sería la mejor aspirante a convertirse en tu sustituta. Se llamaba Laura. Había estado casada y tenía dos hijos (dieciocho y veinticuatro años). Y me la traje a vivir en mi habitación, con todas las consecuencias. Laura entendía algo de rupturas matrimoniales, pero no podía entender nada de rupturas matrimoniales como la nuestra. De hecho, no sabía dónde se metía. Yo era consciente de que no podrías evitar espiarnos a través de la cerradura, pero me daba igual o era eso precisamente lo que quería, a ver si así conseguía desquiciarte de una vez por todas.
Durante unas semanas conviví con Laura en mi habitación. Lo hacía con ella sin perder de vista la cerradura. Dormía junto a ella sin perder de vista la cerradura. Me sentía gloriosamente expiado sin cesar. Nunca podía saber si te encontrabas o no allí: pudiera ser, pues, que en realidad te encontrases allí todo el tiempo. Te imaginaba apostada en tu cerradura expiando las entradas y salidas de Laura, etc.
En todo este tiempo no habéis coincidido, sencillamente porque tú has permanecido al acecho, tras las puertas, sin dejarte ver. Sin embargo, esta tarde he sentido la llegada de Laura a la casa. Inmediatamente después de que Laura cerrase la puerta de la calle se ha abierto la puerta de tu cuarto. Entonces se hizo el silencio. No podía oír ni a la una ni a la otra, y me puse en pie. Seguramente he supuesto bien al creer que en ese instante os estabais mirando a los ojos. Y entonces escuché un golpe y otro golpe y abrí la puerta y Laura estaba en el suelo y tú seguías atizándole con un pedazo de escombros tras otro, tirándoselos a la cabeza que ya se mostraba ensangrentada. ¡Pero qué horror! ¡Hasta dónde podías llegar en tu ofuscación y desvarío! ¡Acaso te habías vuelto loca! Me apresuré a dar dos pasos hacia ambas (no sin antes mirarlas y deliberar rápidamente), te aparté de un fuerte manotazo que dio contigo sobre una montaña de escombros, y, sin saber muy bien por qué, me puse a golpear a Laura, sumándome a la fiesta con certeros puntapiés en sus caderas y en su costado y en su vientre, donde seguro que le ensanché la cicatriz de la cesárea (que sí tenía), mientras tú, algo perpleja, te ponías primero en pie y acto seguido me empujabas para hacerte un sitio desde donde alcanzar a compartir conmigo los últimos golpes -en las tetas y en la barbilla y en un ojo- de nuestro brutal crimen.
Nos hemos reconciliado por fin. Tú me has dicho que me quieres y yo te he dicho que te quiero. Pero no sabemos -después de todo lo sucedido- en cuál de las dos habitaciones nos encontramos.
La palabra guayoyo (lo acabo de consultar, con tu inestimable ayuda) no viene en la enciclopedia.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 02/Sep/00