La Motoconformadora en el Cañal

Roberto Peredo

Erasto se levantó esa mañana ignorante de no pocas cosas y conocedor de no pocas otras. Tomó su machete y su morral y se dirigió al cañal para iniciar lo que le pareció una jornada más de trabajo. Ignoraba que había guerra - de altísima tecnología, si puede decirse - en alguna parte del mundo; ignoraba también que la llamada Revolución Industrial había producido miles de muertos, y no pocos prisioneros de guerra; es más, ignoraba que hubiera habido alguna vez una revolución a la que se le llamara industrial.

Ignoraba, cuando salió ensimismado de su casa en Ciudad Lerdo, cabecera del municipio homónimo, que la tal revolución le había permitido al hombre crear, por una parte, un mecanismo social que no aceptaba llamarse esclavitud, aunque lo era, y por otra, millones de máquinas (a fin de cuentas mecanismos) cada una más monstruosa que la otra, si es que debemos atenernos a la proporción humana.

Ignorante como era de estas cuestiones, sus ideas se enfocaban en un punto de atención más cercano. No se le escapaba que la primavera había concluido ya su segundo mes, así que la caña de azúcar había alcanzado su máximo desarrollo, por lo que superaba ampliamente su propia estatura, que no rebasaba apenas el uno sesenta. Esto lo consideró más de una vez mientras entraba al sembradío de caña.

Ignoraba, es cierto, el nombre científico de la planta, pero no sus propiedades, e incluso se sabe que él había llevado a su pueblo, desde Papantla, el remedio para la tos que se fabricaba con la hoja de la susodicha.

En el limbo informe en que habitaba, dadas su sabiduría y su ignorancia, iba pensando en lo caro que se habían puesto el azúcar, la melaza, la panela y el aguardiente y, por supuesto, en el bagazo para la vaca y su becerrita, y en la cachaza para abonar la parcela.

Ignoraba que la caña de azúcar primera en este Nuevo Mundo (mundo que él nunca llamaría así y mucho menos consideraría de esa manera) la había traído ¡ah! y sembrado, el mismísimo Hernán Cortés -de quien sí había oído hablar pero más bien a distancia -y que otros afirmaban que el verdadero importador había sido Don Alvarado de Avendaña. Pero tenía el gusto en la boca de la primera caña que había probado por allá del 47, antes que el siglo empezara a doblarse hacia este lado; gusto que había ido confirmando con los años y en el que se sentía un experto, y lo era: nadie como Erasto H. Corrido para saber de madurez y de estar a tiempo y de haberse llegado, que se dice. Es difícil saber si Erasto pensaba que sabía más cosas de las que ignoraba aunque - erudición popular - la ignorancia suele ser de mejor y más grande tamaño que la sabiduría, y, por ende, es común que hasta el más común de los mortales afirme saber más de lo que ignora, en fin.

Lo que nosotros creemos saber es que llegado el momento al que nos hemos querido dirigir desde un principio, Erasto dio un paso fuera del cañal luego de haber terminado sus labores, y vio hacia su derecha con apenas tiempo para distinguir que una motoconformadora, hija reputadísima de la Revolución Industrial, se le venía encima a muy poca velocidad, pero con gran potencia y, sobre todo, amparada en la sorpresa y, seguramente, en la incredulidad. Erasto no escuchó el atronador ruido que acostumbran producir máquinas tan desproporcionadas; no podemos explicar tal fenómeno, como no pudo hacerlo Esteban Sosa, el motorista.

Al momento de toparse con el artefacto infernal Erasto hubo de desechar toda su sabiduría, que incluía algunas cuestiones sobre la vida práctica que sólo una persona de sesenta años o más conoce, pero no fue suficiente este último llamado al instinto que suele dar buenos dividendos en personas con piernas más ágiles. De nada le valió tampoco el que las motoconformadoras hayan atropellado a muy pocas personas -relativamente hablando- en sus trescientos años de existencia porque, es de todos sabido, la estadística es casi tan inútil como la literatura cuando de la vida real se trata.

Erasto murió camino al hospital sin haber recuperado el juicio, posiblemente ignorando que los diccionarios existen y, aún peor, que en ellos no aparecen las palabras motoconformadora y cañal, lo cual, debemos reconocer, le quita un poco de sustento a nuestra historia.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01