Martha debió saberlo

Óscar Wong

Mamá siempre hablaba de él, de su piel suavecita como durazno, de sus ojos almendrados y sonrisa igual a la de los niñitos que vienen retratados en las estampitas que guarda mi nana en su cajón, esas que nunca me deja tocar porque dice que son cosas secreta. Todos los días mamá suspiraba por él y me reñía cuando hacía alguna travesura. "Tu hermano nunca lo hubiera hecho" -decía, y ahogaba el llanto. Ahora que Carlitos volvió las cosas han cambiado mucho. Mi mamá ya no es la misma, aunque sigue con sus lloriqueos. Antes, por lo menos, me empujaba con suavidad hasta la puerta de atrás y decía sonriendo: "Anda, ve con tus muñecas al jardín; ahí podrás jugar sin molestar a nadie". Y me iba sola, al columpio que hizo Bernardo el jardinero bajo la sombra de los eucaliptos. Mamá no quiere que me asolee mucho, porque dice que mi cutis se arrugará. Yo creo que mi nana no hizo caso, por eso su cara está llena de granitos y de arrugas, como las llantas de los coches de papá.

En las noches me la paso acodada en la ventana que da al patio de los rosales, en el lado oriente de la casa. A mí me gusta mucho ver la luna, allá arribita, besando las bugambilias, acariciando las acacias, aunque mi mamá y mi nana ya no me lo permiten, porque desde que llegó mi hermano las cosas son diferentes. Él, como siempre, atrae la atención de todos, no sólo la de mamá. Ahora vienen señores de gafas, muy serios, y se ponen a revisar a Carlitos. Yo no me explico porqué le dan tanta importancia, si mi hermano ni siquiera sabe lo que ocurre. Pero ahí están papá y mamá, acongojados, rezando día y noche y recibiendo a los señores, enjugando sus lágrimas. La nana ha prometido rezar un novenario, pero yo creo que exagera. Papá la regaña a veces y dice que no es correcto lo que hace porque la niña podría darse cuenta y asustarse, pero no es cierto, porque la única niña de la casa soy yo y no me asusto. Lo único que sí es cierto es que ya nada es igual.

"Niña, vete a jugar al jardín", me decía mamá pegándome con suavidad en el trasero. Ahora ni siquiera me hace caso. Yo le insisto: "Mamá, quiero ver a Carlitos", le digo. Ella me ve con sus ojos de gato, verdecitos, como canicas brillantes, y baja la cabeza. Llora quedito, casi como si tuviera miedo, o vergüenza. No me explico lo que ocurre, si ella siempre se la pasa llorando, gimiendo. Yo lo único que sé es que durante seis años estuve sola, sin ningún hermano que viniera a revolver la casa y a desplazarme del afecto de papá y mamá. Bernardo es mi único amigo. Él es quien me cuenta la verdad de las cosas. Que mi hermano se fue una noche de Navidad, que mamá estuvo muy enferma y que después se repuso. Después nací yo, año y medio más tarde. Eso dice Bernardo. La nana lo regaña porque me cuenta esas cosas. "La niña podría asustarse", explica enojada.

Mi mamá se llama Martha, como yo, y dice Bernardo que me parezco a ella en todo, menos en eso de la lloriqueada. Mamá llora por todo, sobre todo ahora que volvió Carlitos. A mí se me salen las lágrimas sólo cuando me regañan, o ahora que ya nadie me hace caso porque los señores entran y salen; después mamá se queda sola y continúa con sus ojos llenos de agüita salada; tal vez esa costumbre se le quedó desde que vivía en el mar, donde dice Bernardo que nació ella, hace treinta años. Cuando mamá se queda sola yo me acerco, le acaricio sus cabellos, que ya no huelen tan bonito como antes de que llegara mi hermano; la beso y le digo, quedito, quedito en la oreja: "Mamá, llévame a ver a Carlitos". Mamá se me queda viendo, me regaña y responde con voz suavecita: "No sabes lo que me pides, hija"; después sigue metida en su silencio. Yo creo que sí debía saberlo, y a lo mejor hasta sé lo que pido, porque a mí me gustaría conocer a mi hermano; aunque Bernardo y mi nana me repitan lo mismo: "niña, mejor vete a jugar, ya no insistas. Olvida lo que oíste". Yo sigo insistiendo porque aunque ellos no quieran yo debo saberlo, porque después de todo es mi hermano.

Cuando Bernardo me empuja en el columpio, las cadenas que lo sostienen chillan con molestia. Chir, chir, hacen a cada vuelo que hago; Bernardo dice que se quejan por mi peso y por la edad que tienen: dice que lo instaló cuando nació mi hermano, hace ocho años. Después, para que no protesten, le pone aceite a las cadenas. Pero el tiempo y las lluvias vuelven a ponerle tierrita y se ponen feas, como las medias de mi nana. Mamá me observa desde la ventana y continúa llorando. Creo que se acuerda de mi hermano, postrado en su lecho, bajo la mirada de los señores de gafas.

Me gustaría que Carlitos estuviera aquí, conmigo, y con Bernardo, jugando en el columpio, o a la comidita, o a que él es el papá de Marilú y Beatriz, mis muñecas, y que vuelve de trabajar. Yo le daría de cenar o le daría ordenes a la nana, como hace mamá, para que nos sirviera la sopa de lentejas; después tomaríamos café y luego Carlitos se encerraría a leer en la biblioteca, con un cigarrillo largo, o con la pipa de papá, y el humo oloroso a chocolate se esparciría por la habitación llena de libros. Yo no lloraría, como hace mamá, ni estaría comparando a mis muñecas, a ver quién hace menos travesuras. Yo a las dos las quiero igual, como quiero a Bernardo, a mi nana y a Carlitos, aunque no lo conozca. Desde que regresó no me dejan verlo, aunque yo insista y patalee y llore. A papá también le pregunto, pero nunca tiene tiempo para decirme algo. Por eso platico con Bernardo; él sí me cuenta cosas bonitas, de que el viento camina entre las ramas de los eucaliptos, que huele las rosas y las bugambilias y que se alegra cuando yo estoy contenta. Creo que el viento no es amigo de mamá, porque ella se la pasa llorando todo el día. Carlitos, dice Bernardo, es amigo del viento y por eso se fue desde el mediodía a visitarlo; ni siquiera estuvo observando cómo juego con mis muñecas, ni tocó mis cabellos cuando estuve sobre el columpio. Por eso me vine a encerrar en mi cuarto. El viento ya no es mi amigo. También él se preocupa por mi hermano y ya no me hace caso. Y eso no tiene ningún chiste para mí.

Hace rato los señores se molestaron cuando les pregunté y me dijeron lo mismo que mamá y mi nana: "No sabes lo que dices". Pero yo creo que sí, que ya estoy grande y que bien podrían decirme algunas cosas, que mamá ya no me quiere y que Carlitos murió hace ocho años y ya. Yo ninguna culpa tengo de que ahora lo hayan desenterrado con el pretexto del Metro que están haciendo en el viejo panteón y de que hubiera espantado a todos, incluso a mamá y papá que estuvieron presentes cuando lo sacaron. A mí no me daría miedo verlo mover sus brazos y sus piernas, sonreír dulcemente y agitar los párpados, como dice la nana que lo hace. Los señores dicen que no debo preguntarles estas cosas porque los interrumpo en sus estudios y porque ninguna niña debe saber de estas cosas; pero yo sé que a mi hermano lo embalsamaron y que el doctor que lo hizo le puso unas substancias raras que hacen que su cadáver se mueva cuando le da la luz. Yo creo que por eso mamá llora mucho, pero Bernardo dice que son cosas de Dios.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ago/03