El ojiichan (el abuelo)

Pablo Lores Kanto

Metió la llave en la cerradura y era pasado el mediodía cuando abrió la puerta sin hacer ruido. Una mosca que estaba sobre un plato de pizza alzó el vuelo al verlo entrar. En realidad eran varias las que lamían el tomate y el queso reseco. Habían dos botellas de vino sobre la mesa, una de ellas a medio vaciar. Tres copas rodeaban aquellas botellas verduscas, por lo tanto, Adriana había estado bebiendo con otras dos personas. Sintió celos y no supo por qué. No debía. O no tenía por dónde. Nada le ataba a ella. Él, en realidad, era un nombre más en su agenda telefónica. Dejó de sentir celos cuando vio los puchos que se amontonaban dentro del cenicero. Evidentemente, se trataba de mujeres. Sólo las mujeres dejan residuos de lápiz de labios en los filtros.

Arrebató a las moscas un trozo de pizza y se sirvió el resto de vino que quedaba en la botella, sólo porque deseaba beber del vaso donde quedaban restos de lápiz de labio. Después se llevó el trozo de pizza a la boca y mientras masticaba echó un vistazo al apartamento de Adriana.

A la luz del día, el lugar perdía el encanto que la noche le dispensaba. Un nido de encuentro e intimidad generosa y distendida. Pero ahora sólo veía un cubículo desordenado y lleno de moscas, con platos sucios en el lavadero, medias de nylon, faldas, blusas regadas en la incómoda sala comedor y estaba seguro de que si se metía al baño, hallaría sus bragas percudidas y sus sujetadores colgados en una cuerda de la ventana.

¿Qué se le puede exigir a una chica linda como Adriana? ¿Qué se le puede exigir a una chica sola como ella que se gana el pan en las noches y usa el día para recuperar sus fatigados músculos uterinos? ¡Pues, muy poca cosa!

Adriana baila en un cabaret de Shinjuku. Frecuentado por ejecutivos y mafiosos de trajes italianos y zapatos ingleses. El espectáculo que ofrece el cabaret es un remedo exacto de un cabaret de Las Vegas, donde las chicas danzan encima de una barra. Allí, ellas giran, se soban y se contornean apoyándose en un tubo de acero que está atornillado en el cielo raso. Su mayor atractivo son las extranjeras, especialmente rubias, de nalgas prominentes y de senos voluptuosos. En la estación de tren más cercana se reparten volantes que ofrecen un trago gratis y un "show" al mejor estilo americano. La foto en bikini de Adriana sirve de anzuelo.

Conoció a Adriana cierta madrugada en una circunstancia poco decorosa. Vomitaba en una esquina y la auxilió. Le manchó el pantalón del traje y a pesar de ser un hombre entrado en años, la acompañó en taxi hasta su casa. Remontó con ella varios pisos hasta llegar a la puerta de una miserable pieza de un edificio aún más estrecho. La acostó en la misma cama en la que ahora seguramente duerme. Hacía un año que Adriana había llegado al país, conocía a muy poca gente, tartamudeaba el idioma y se sentía muy deprimida. Aquella noche bebió en exceso y el alcohol le removió los conchos morales. En ese vértigo, Adriana vio a un señor de edad de bondadoso rostro que le auxiliaba. Se fió del anciano a quien le dijo, "ojiichan" (abuelito) antes de dormir aferrada a su mano igual que una niña indefensa. El viejo se comportó con decencia. No era capaz de cometer una canallada por más puta que fuera.

En algún momento el viejo también se quedó dormido. Y amaneció. El pantalón vomitado daba vueltas como un pez en la lavadora. Después, una música tórrida de matices y sonidos tropicales le despertó. Sintió el inquietante olor de una taza de café y el sonoro "ting" de la tostadora eruptando un par de tostadas. Se asomó y la vio en la cocina preparando el desayuno. Allí recién supo el viejo que Adriana no era europea sino una sudamericana de cabellos teñidos de rubio, de lentes de contacto verdes y nacida en una ciudad cuya pronunciación le pareció al viejo onomatopéyica. Desde entonces, se hicieron algo más que amigos. El viejo se convirtió en su "ojiichan" y ella en su nieta. Cuarentainueve años los separaban. En un gesto de cariño y de confianza, Adriana le entregó las llaves de su apartamento.

El ojiichan, tras beber lo que quedaba de la botella del vino y mancharse de deseos la boca con los restos del lápiz de labios, se dirigió a la habitación de Adriana. Aunque era las dos de la tarde, estaba en penumbra. Un denso cortinaje impedía el paso de la luz. El piso de la habitación era de estera y Adriana dormía en el suelo sobre un futón. El sitio olía a hembra. El cuerpo de Adriana estaba envuelto y enlazado al cuerpo esbelto y algo masculino de una muchacha de piel albina y sosa. Tanto sexo, pensó el ojiichan, era el causante de esos amores desesperados que se fecundan en la soledad más pervertida.

Ambas están desnudas y duerme sin percatarse de la mirada del anciano. Son cuerpos vencidos por una larga noche de sensualidad y placer. La mejilla de Adriana se refugia entre los senos maternales de la desconocida. Un pintor podría sacar partido de esta conmovedora escena. Por donde se las mire, hay contraste y equilibrio, color, contenido. Y porque no decirlo, belleza.

La misma mosca que recibió al anciano se posa súbitamente en el tobillo izquierdo de Adriana. Tiene Adriana el pie pequeño y los dedos nudosos a diferencia de la lerda albina que tiene el empeine ancho, los dedos toscos y la planta del pie callosa. Ambas tienen las extremidades largas y lisas y los vellos del pubis unen sus colores a la altura del vientre. Un hilo de baba se desliza de la boca de una de ellas y los cabellos revueltos que se mezclan sobre las almohadas se asemeja a la copiosa cabellera de una medusa.

El ojiichan no se muestra indiferente ante el cuadro que en ese instante aprecia. Se sienta en el piso de estera, al lado del futón donde está acostada Adriana y su amiga. Se baja la cremallera del pantalón y saca de allí algo que no es más grande ni grueso que un dedo pulgar. Tira de él varias veces y el ojiichan experimenta ese brevísimo placer que la vejez dispensa a los ancianos. Los ruidos o mejor dicho, los suspiros que emite el viejo no perturban de ninguno modo el sueño de las amantes. El líquido que vierte el anciano es absorbido por el piso de estera. Cuando acaba, se lo guarda y luego, de uno de sus bolsillos, el anciano saca una lupa y con ella otea la piel y los ocultos detalles de las dos muchachas. Y lo hace con una curiosidad digna de un botánico. Y mientras las examina, las huele. Se llena de ellas. Como si se tratara de una pócima, de un golpe vitamínico.

Ya en el baño, el viejo se asea. Luego de secarse las manos con una toalla se apodera de una braga colgada en la cuerda del baño, y tras aspirar sus esencias, se la guarda en el bolsillo de la chaqueta. El ánimo y el humor le ha cambiado y hasta parece rejuvenecido. Antes de retirarse del apartamento, el ojiichan deja en la mesa, junto al plato de pizza mosqueado, un sobre con dinero. Luego, como llegó, el viejo se va del apartamento sin hacer el menor ruido. Mientras desciende las gradas una a una, los vecinos del edificio le saludan con afecto y familiaridad. El paga el apartamento de la extranjera, además de las joyas y la ropa de moda que la mujercita esa adquiere con impulsiva regularidad.

Ya en la calle, el cielo se cubre de gruesos nubarrones. Empieza a llover sobre la ciudad. No le importa al viejo caminar bajo la lluvia tórrida de agosto y hasta disfruta con meter los zapatos en los charcos. Como un chico. Un perro mea al pie de un farol. Eructa el viejo y la boca le sabe a pizza.

Del libro La Sombra del Sol. Cuento reproducido con permiso del autor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 09/Ene/04