La Fiesta de los Pintores con Sueño

Socorro Venegas

Eran ya las doce de la noche, pero Carlitos había sido muy insistente al invitarnos: "Los voy a esperar hasta que amanezca", advirtió. Acabábamos de cenar en la casa de Janette, en Marianao, y Carlitos vivía hasta La Habana Vieja, eso era un largo camino. Sin embargo, hablamos y hablamos de sobremesa sobre la revolución. No pudimos resolver nada, aunque hubo pronunciamientos unánimes contra el capitalismo. La mamá de Janette nos mostró unas fotografías donde ella aparece con una metralleta, en la selva. Y esa joven tan hermosa y desafiante y retadora que mira en la fotografía, es la misma que nos ha servido jitomates rellenos, arroz, frijoles y un delicioso pastel. Ésa es la misma mujer generosa, hoy profesora jubilada. Tanto asombro. Tantísimo asombro. El poeta Norberto nos recuerda la fiesta de Carlitos. Tenemos que ir. Nos ponemos de pie y allá vamos. La verdad es que Janette y yo no tenemos ganas de ir, Norberto se da cuenta y nos dice: Carlitos tiene unos discos muy buenos de Silvio, entonces pienso que cuando estuve en la preparatoria escuché demasiada música de Silvio y Pablo, pero no dije nada. Nos subimos al coche de un botero. En el trayecto cierro los ojos y me evado por completo. No pienso nada, en nadie y no quiero nada ni a nadie. Disfruto sentirme sola.

El coche pasa frente al malecón. Siempre pienso que es un lujo pasear en coche junto al malecón. Norberto comienza a hablar de las canciones de Silvio, de los poemas de Silvio. Me interesa lo que dice, y yo recuerdo muy bien todas esas letras. En alguna esquina mal iluminada Janette dice: "Aquí está bien", y nos bajamos. Hace frío, hace frío en La Habana. Janette bosteza y yo también, nos reímos. Norberto finge que no vio. ¿Cuánta gente feliz crees que hay en el mundo?, le pregunto a ella. Mi amiga lo piensa. Creo que muy poca, poquísima. Su respuesta me parece exacta. ¿Tú eres feliz?, me devuelve la pregunta. No sé, le digo. El callejón es oscuro, maloliente, pero de las casas viejas se desprende calor de humanidad, me gusta y mientras caminamos acaricio las paredes. Llegamos hasta una puerta abierta, hay un hombre sentado, iluminado por un foco, lee el periódico. Es delgado, usa camisa sin mangas y tiene cara de joven. Está despeinado y sus lentes se le deslizan a cada rato por la nariz. Es el papá de Carlitos, dice Janette. Saludamos, nos dice por dónde entrar. Atravesamos una sala cuyas paredes están repletas de cuadros, son óleos con barcos podridos y lápidas que se hunden en un mar negro. Es un edificio enorme, subimos por unas escaleras de madera que no huelen muy bien, llegamos a la azotea. El cielo estrellado, la oscuridad de las casas y los techos vecinos. Es ahí, me dice Janette, señala un cuarto pequeño desde donde llega la música de Silvio. En el suelo hay algunas almohadas cansadas; sobre un colchón está acostada bocarriba una joven, tiene las manos sobre el vientre y canturrea con los ojos cerrados. A su lado, dándole la espalda, está dormido un muchacho, el cabello largo le oculta el rostro. Otro con pelo largo, ondulado y rubio, está sentado en el suelo, recargado en la pared, tiene los ojos cerrados. Uno más, sin camisa, con el pecho y los brazos velludos, moreno y barbado, está sentado junto al rubio, parece dormido. En un desvencijado tocadiscos, gira un disco: "tú me recuerdas el prado de los soñadores, el muro que nos separa del mar si es de noche". Este espectáculo onírico me hace reír y los despierto a todos. Janette me presenta a Carlitos, el rubio, yo le entrego la botella de ron que compramos para esa fiesta. El muchacho que está en la cama observa atento lo que pasa y pierde el interés, se deja caer pesadamente, sólo quiere dormir. La joven que está junto a él hace lo mismo, pero ya no canta. Nadie dice los nombres de ellos. El moreno velludo se llama Eugenio. Carlitos sale del cuarto y regresa con una especie de olla o lata de aluminio, adentro hay té negro recién hervido. Me sirve en un vaso y le pone ron. Es delicioso.

Eugenio se entera de que escribo cuentos. Hazme un cuento, pide. Tiene ojos persuasivos.

Hay una mujer enamorada - comienzo a decir -. Hace un largo viaje en un coche rojo para ver a su amante. Han pasado años... sí, años desde la última vez que estuvieron juntos. Cruza una isla para encontrarlo, y mientras el auto avanza, mientras caras morenas y negras de sol se asoman para ver un misterio rojo, ella va descubriendo en su alma algo nuevo: esa pasión, ¿de dónde? Cuando lo encuentra sólo quiere caer en sus brazos, el universo está hecho de deseo. Se miran, temblorosos, angustiados. Hacen el amor largamente, se encuentran una y otra vez, se despiden una y otra vez. El tiempo es puro vértigo.

En la madrugada el calor es sofocante y él está en el lavabo echándose agua en el cuello, en el rostro, su cuerpo está desnudo. La puerta del baño está abierta. Ella lo observa desde la cama. Se asombra, como si fuera la primera vez mira ese cuerpo de luz perfecta, los hombros, los vellos, las nalgas, las piernas, y el brillo del agua en él, pero también el rostro, ese perfil melancólico, abismado, ese aire de estar siempre en otra parte, las ojeras, el cabello largo. Ella está asombrada, nunca abandona ese instante, porque ahí su tiempo se detiene, se hace igual que la eternidad, deja de contarse su historia, la historia del mundo, ya no se cuenta nada más.

Guardo silencio. Eugenio me mira con dolor: No importa, no importa, de verdad -dice después de un rato, y yo no sé a qué se refiere, pero ya que no es importante, no le pregunto.

Carlitos cambió el disco. Era un Silvio que no tenía nada que ver con mis tiempos de bachillerato, aquí recuperaba magia, aquí, en una casa enorme de La Habana Vieja.

El té con ron se deslizaba por mi cuerpo, sentía un calor agradable que no se decidía por alegrarme o generar otro bostezo. Norberto y Janette se enfrascaron en una discusión y salieron al aire fresco de la azotea. Me quedé adentro con los pintores con sueño. Eugenio preguntó si quería que me hiciera él un cuento. Le dije que sí. Vino a sentarse junto a mí. Carlitos cabeceaba.

Salvador es un pintor muy bueno, muy, muy bueno - dice -. Está obsesionado con los ángeles, sólo pinta ángeles, grandes, pequeños, terribles, dulces, ángeles más diablos que el demonio. Todos lo admiramos, es el mejor pintor de nuestra generación. Pero le gustan mucho las drogas, una vez se quedó dos horas perdido, tuvimos miedo de que se muriera o se quedara baboso. Drogado pintaba cosas increíbles. No te imaginas. Hace unos días consiguió una metralleta, nadie sabe de dónde, y se puso como loco a disparar a la gente. Mató a varias personas. Lo metieron en la cárcel, lo pusieron solo en una celda, no quisieron darle nada para que pintara porque, según los policías, eso lo había hecho loco. Pero Salvador es un artista completo, entero. Comenzó a pintar con su propia mierda, pintó ángeles de mierda en las paredes de su celda y eso impresionó muchísimo a los policías. Lo cambiaron a otra celda y le dieron material para pintar.

Eugenio admira de veras a Salvador y a mí me dan ganas de conocer al pintor enloquecido.

Tengo mucho sueño.

Ahora Eugenio me mira con piedad, yo no sé qué decirle, gruesas lágrimas me salen de los ojos, siento que le debo una explicación, pero él sólo inclina la cabeza.

Cuando era niña, siempre, después de llorar me dormía.

Norberto y Janette cerraron ya los ojos, están acostados en un rincón. Eugenio cabecea. Silvio no para. Yo también cabeceo. Antes de dormirme, Eugenio toma mi mano: no importa, de verdad...


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02